Mauro Fernández
El acuerdo entre YPF y Chevron para explotar hidrocarburos
no convencionales en el área de Vaca Muerta abre la puerta al fracking en
Sudamérica, una tecnología que no sólo es riesgosa para el ambiente y las
comunidades afectadas, sino además una mala opción desde una perspectiva
climática y energética.
Uno de los mayores desafíos que enfrenta la humanidad en
este siglo es evitar un cambio climático fuera de control. Los científicos del
Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) advierten
que si la temperatura global aumenta más de 2 °C en relación con los niveles
preindustriales, el calentamiento desencadenará procesos de retroalimentación
por el derretimiento de las capas de hielo, aumento de nivel del mar y
fenómenos extremos más intensos y frecuentes. La comunidad internacional ya ha
reconocido este límite en el Acuerdo de Copenhague firmado en el marco de las
negociaciones climáticas de la ONU en diciembre de 2009.
La forma en la que generamos, distribuimos y consumimos
energía es la principal componente de este desequilibrio climático. De acuerdo
a lo publicado por el IPCC en su Cuarto Informe de Evaluación, publicado en
2007, el 57% de las emisiones de gases de efecto invernadero son producto de la
quema de combustibles fósiles para generar energía. Esta coyuntura, junto a la
mayor disponibilidad de las fuentes renovables, está señalando el fin de la era
de las energías sucias. Según un informe de la Agencia Internacional de Energía
publicado en junio de 2013, se espera que las energías renovables sean la
segunda mayor fuente de electricidad global para 2016, superando al gas y
duplicando a la generación nuclear.
En este marco, el fracking aparece como un desesperado
intento de statu quo hidrocarburífero por sobrevivir ante una situación global
de transición energética. Un círculo vicioso en el que la escasez del recurso
que dispara la subida del precio en el mercado internacional hace viable
explotar zonas antes impensadas. Así es que los yacimientos “no convencionales”
aparecen como nuevas fronteras para seguir haciendo más de lo mismo, alimentar
el motor del cambio climático, pero peor, por el enorme consumo de agua –entre
9 y 29 mil m3 de agua por pozo– y el potencial de contaminación de los
acuíferos con los químicos inyectados a alta presión. Además, el prontuario de
Chevron, condenada en 2011 por la justicia ecuatoriana a pagar 19 mil millones
de dólares por graves vertidos tóxicos durante sus operaciones en ese país,
genera rechazo en las comunidades de la zona de Vaca Muerta, que ven su
seguridad y su futuro en peligro.
A escala local, Argentina depende en un 87% de los
combustibles fósiles. Sin embargo, el horizonte de reservas ha tenido una
constante tendencia a la baja, ubicándose en torno a los 7 años para el gas
natural, y a los 10 para el petróleo. Esta dependencia ubica nuestras emisiones
de dióxido de carbono (CO2) per cápita entre las más altas de la región. Según
datos del Banco Mundial, en 2009 las emisiones argentinas fueron 4,4 toneladas de CO2 mientras que, por
ejemplo, México emitió 4,0 toneladas y Brasil 1,9. Aun así, estos dos países
han presentado metas de mitigación para 2020, contrariamente a la inacción
argentina al respecto.
Para cubrir una demanda energética creciente, Argentina
cuenta con un gran potencial renovable. Por ejemplo, los vientos de la
Patagonia, la costa de Buenos Aires y las zonas serranas de Córdoba tienen una
disponibilidad de entre el 40 y el 45% para generar energía, muy por encima del
promedio mundial –en el orden de 25%. En el informe [r]evolución energética
presentado por Greenpeace en 2011, documentamos cómo el aporte renovable del
país podría cubrir un 85% de la generación de energía y reducir un 80% las
emisiones de gases de efecto invernadero para 2050, apagando las plantas
nucleares y dejando la puerta cerrada al fracking.
Greenpeace rechaza el avance de la frontera hidrocarburífera
que supone la explotación de recursos “no convencionales”, por sus impactos
climáticos globales y la amenaza de contaminación de las zonas afectadas.
Argentina debe reorientar los esfuerzos hacia el cumplimiento de la Ley 26.190,
que establece una meta de 8% de electricidad renovable para 2016 y es el primer
paso para una matriz energética diversificada y sostenible.
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