19/7/2013
Si algo han tenido los paros de profesores universitarios en Venezuela ha sido la alta frecuencia con la que ocurren. A lo largo de las décadas que van de 1958 a 1999 (en adelante, el período democrático), y según las altas y bajas de los ciclos petroleros, devinieron en una expresión tradicional de la cultura política del país. La secuencia de eventos de los paros seguía más o menos el mismo guión: cuando ya la inflación de los precios y la devaluación monetaria habían triturado el ingreso de los docentes universitarios y los ponía a ganar menos dinero del que devengaban las domésticas de sus casas (si las tenían), se iniciaban las acciones por reclamos salariales y mejoras genéricas del sistema universitario (por una especie de prurito académico casi nunca el reclamo salarial iba solo).
De las declaraciones a los medios anunciando el conflicto, se pasaba a las asambleas, cuyas decisiones se traducían en paros escalonados o parciales, alguna que otra marcha y al final un paro de clases indefinido. Los profesores parados y reclamando mejoras salariales, en oportunidades acompañados por miles de alumnos en la calle, se convertían en una piedra en el zapato que ningún gobierno deseaba tener. Lo usual era que, al final de un tira y encoge por el cochino dinero, se concediera un aumento que, si bien no satisfacía a plenitud lo exigido, por lo menos permitía al profesorado llevar una vida acorde con la dignidad de su magisterio. La otra parte del acuerdo, el que tenía que ver con una revisión de la universidad y su funcionamiento, junto con otras exigencias gremiales, se posponía sine die (los gobiernos democráticos siempre prefirieron esa opción, que con suerte ponía la nuez del conflicto en otra administración y no les endosaba el costo político de una reforma universitaria, o tempora, o mores).
Ese proceso de negociación partía de un supuesto: aun cuando los sucesivos recortes presupuestarios hubieran afectado la calidad de la enseñanza y deteriorado ya de manera importante la excelencia académica de los egresados, a los gobiernos democráticos la universidad les interesaba. Así la cuerda del reclamo presupuestario podía tensarse con la seguridad de que no iba a romperse.
Eso sí, la universidad mantenía un ritmo de deterioro incesante. Resultado de la deserción de los mejores profesores, de la falta de presupuesto para mantenerse al día en materia de nueva información científica, de la falta de recursos para sustentar las líneas de investigación. Pero existía la sensación de que el punto de lo irremediable no se alcanzaría (“La capacidad de deterioro de la UCV es infinita”, decía entonces José Vicente).
Ese no es el caso con los bolivarianos. Una vez que entendieron que las universidades autónomas se negaban y se negarían a plegarse a sus designios, reaccionaron contra ellas como lo hicieron con todas aquellas organizaciones sociales que se les opusieron: las condenaron a muerte. A una muerte larga, por el peso histórico de la universidad, pero igual inexorable.
Parte de esa condena a muerte se ejecuta con el paralelismo institucional del que han hecho uso desde su llegada al poder. Han creado un movimiento estudiantil propio que se apoya en las bandas armadas de los milicianos chavistas para llevar la violencia a los claustros. Y así como crearon sindicatos del partido, han ido creando una “universidad” con estudiantes y profesores que se uniforman de rojo. Obviamente esa universidad no está fundada en los valores de excelencia académica (de hecho en ella ser catalogado de “académico” es un insulto), competencia y universalidad de las ideas. Hacia ese engendro drena parte importante de los recursos destinados al sector de la educación superior, mientras a las universidades de siempre se les reconduce una y otra vez el presupuesto.
La diferencia más importante de este Gobierno con los del período democrático es la indignidad que lo disminuye éticamente ante el reclamo del sector universitario: no hay excusa posible para negarles a los profesores de las universidades públicas los recursos que tan inmoralmente se le regalan a los hermanos Castro.
Cada día, desde 1999, se les ha dado a los Castro 110.000 barriles diarios de petróleo (sin contar lo que se les paga por comisiones internacionales por la procura de importaciones de todo tipo de bienes). A precios de hoy, 10 dólares por barril, ese regalo alcanza los 11 millones de dólares diarios. Bastaría con que cesara esa sangría por tan sólo un mes para solucionar todo el problema universitario. Ni qué decir cuántos otros se solventarían con tan sólo un año de ese Kino que tanto nos avergüenza
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