Marc Saint-Upéry
Argumenté en un artículo anterior que parte del atractivo de
los movimientos sociales entre los intelectuales de la izquierda radical
responde a una mezcla de frustraciones y de nostalgias inconfesadas que, a
menudo, les lleva a percepciones sesgadas y fantasiosas de la dinámica empírica
de dichos movimientos. Como escribía entonces: "Hoy en día, no se sabe muy
bien qué es la revolución, ni quiénes son los revolucionarios y los
reformistas, entonces la mejor manera de distinguir lo 'puro' de lo 'impuro'
puede ser defender la virginidad de movimientos sociales idealizados contra
cualquier contaminación institucional" (1). De ahí que el debate sobre
movimientos sociales y política institucional se encuentra enredado en una
serie de reflejos condicionados y de presupuestos inexplicados.
Como señalan Pablo Ospina y sus coautores en una encuesta en
curso de publicación sobre el movimiento indígena ecuatoriano y sus gobiernos
locales, "uno de los defectos de la tesis de los decepcionados por el
debilitamiento del potencial contestatario y anticapitalista del movimiento
indio, es que no hay suficientes evidencias de que hubiese existido una
intención semejante 'antes' de haber sido anulada 'ahora' por efectos de la
participación electoral" (2). Eso vale para muchos casos, incluso en
amplia medida para el movimiento obrero clásico. Sin embargo, la esperanza de
que los movimientos sociales puedan ofrecernos una especie de
"plusvalía" de radicalidad prometedora de nuevas alternativas
políticas y sociales tiene una cierta racionalidad y legitimidad en vista de la
profunda frustración legada por las grandes experiencias de transformación
social del siglo XX. Vale la pena volver brevemente sobre estas experiencias.
La socialdemocracia clásica preconizaba un matrimonio de razón
con un capitalismo nacional que necesitaba nuevos equilibrios sociales. En el
marco de lo que algunos describen como el "compromiso fordista",
alcanzó en algunos países del norte niveles de bienestar, de reducción de las
desigualdades y de democratización sociales bastante envidiables y nítidamente
superiores al desempeño de los despotismos burocráticos de tipo soviético (3).
Sin ni siquiera explayarse sobre las decenas de millones de muertos de la
colectivización forzada, de las purgas estalinistas y del gulag, o sobre los
campos de reeducación chinos, la barbarie de la Revolución cultural o del
genocidio camboyano, el fracaso generalizado de las economías de tipo soviético
se manifestó por una incapacidad notable de superar la fase supuestamente transitoria
de la acumulación extensiva (y sanguinaria) (4) que el propio Lenín definía en
abril del 1918 como necesaria imitación "de la escuela del capitalismo de
Estado alemán, aplicándonos a asimilarlo con todas nuestras fuerzas, sin
escatimar los procedimientos dictatoriales para implantarlo en Rusia más rápido
aún de lo que había hecho Pedro I para las costumbres occidentales, sin vacilar
frente al uso de métodos bárbaros para luchar contra la barbarie".
Mientras algunos se satisfacían de la explicación de tamaña
catástrofe por un simple problema de aplicación defectuosa de principios sanos
e indiscutibles, otros se dejaron convencer de que la vía reformista gradual
elegida por los socialdemócratas, si supiese añadir a su recetario ingredientes
como la equidad entre sexos, el desarrollo sustentable y las ansias de
participación ciudadana, podría ofrecer una alternativa decente en la espera de
tiempos mejores.
Sin embargo, como señala Tarso Genro, "la
socialdemocracia, como organización socioeconómica completa, sólo existe como
experiencia restringida en pocos países, si bien algunas cláusulas del contrato
socialdemócrata fueron implementadas en varias naciones del globo. Hoy, la
mayoría de estas experiencias está en crisis y en proceso de 'adaptación' a las
recetas neoliberales, lo que demuestra la bajísima capacidad de resistencia de
la socialdemocracia a las exigencias reaccionarias del capital financiero
globalizado"(5). De hecho, con la "tercera vía" blairista y sus
equivalentes, ya no se trata de un matrimonio de razón, sino de un matrimonio
de amor con un capitalismo nómada y especulativo sin ningún compromiso social
serio, y los socialdemócratas se limitan a menudo a defender la modernización
de la infraestructura económica y los intereses de las nuevas clases medias.
Mientras tanto, en el mismo Norte desarrollado, hay cada vez
más gente que rechaza la inseguridad económica generalizada, la colonización de
la existencia por el mercado e incluso la privatización biotecnológica de la
vida. El mal llamado movimiento antiglobalización expresa el deseo de preservar
los derechos sociales, proteger los equilibrios naturales amenazados y tener
una democracia más participativa, tendiendo puentes con las luchas de los
pueblos del sur. Surgen en el mundo nuevas líneas de fractura que parecen
desmentir la validez de un enfoque gradualista moderado. La agresividad
redoblada de la potencia norteamericana parece vinculada a un inicio de declive
imperial, tal una larga agonía de bestia herida que la puede volver aun más peligrosa.
El nacionalismo mesiánico y unilateralista de los neoconservadores se combina
con las perspectivas catastróficas que anuncian la creciente fragilidad
energética y financiera de EE.UU., el aumento de las desigualdades internas, la
degradación de las infraestructuras y la automutilación de la capacidad de
intervención pública (cf. el huracán Katrina). El auge espectacular de China y
de India, la posible consolidación de un polo nacional-desarrollista en la
fachada atlántica de Sudamérica, cohabitan con el caos medio-oriental, el lento
hundimiento de África, la multiplicación de las alertas ambientales y
epidemiológicas que amenazan con volver aun más ingobernable la divergencia
entre Norte desarrollado y Sur empobrecido.
Es un escenario que parece confirmar lo que se solía definir
como "la agudización de las contradicciones del capitalismo" (en
realidad no sólo las del capitalismo, sino también la contradicción entre el
desarrollo industrial en general y la segunda ley de la termodinámica). Pero al
contrario de lo que se solía decir, estas contradicciones no garantizan ninguna
vía de superación automática, sino que pueden perfectamente ser metabolizadas
por el mismo sistema y desembocar en una combinación de democracia restringida
o liberalismo autoritario (Locke para las élites y Hobbes para las masas, como
decía un analista perspicaz) con un "turbocapitalismo" ultra-flexible
que segmenta y recompone sin fin la sociedad en islotes incomunicados y
privatizados cuyo único imaginario común es el liquido amniótico del
espectáculo mediático, con sus efectos narcóticos de generación de una
creciente inmadurez colectiva.
Con todos los matices y las diferencias acumuladas entre los
países del centro y de la periferia (ellas mismas relativizadas por la
emergencia de un "norte" dentro del "sur" y de un
"sur" dentro del "norte"), el escenario se podría describir
más o menos como sigue: para los profesionales calificados y las clases medias
más o menos competitivas, la autoexplotación "creativa" al servicio
de la subsunción real de las redes de inteligencia colectiva por el capitalismo
cognitivo; para la plebe sin calidades, la exclusión y/o la neodomesticidad
precarizada dentro de una economía posfordista de servicios y de servidores -o
más bien de siervos desterritorializados.
En este marco poco alentador, ¿qué papel pueden desempeñar
los movimientos sociales? A sabiendas de que son marcados por limitaciones que
he tratado de describir en otra ocasión: el hecho de que, si bien pueden tener
una influencia indirecta, son estructuralmente ajenos a los mecanismos
centrales de formación de las políticas públicas, que se encuentran
generalmente minoritarios en la sociedad y entre los mismos sectores populares
y subalternos, y que no tienen ninguna perspectiva clara y garantizada de
sociedad alternativa (6). Propondría como hipótesis las perspectivas
siguientes:
- La repolitización de los problemas técnicos y
supuestamente "gerenciales" y la fiscalización de los mecanismos de
decisión, lo que no significa complacerse en la ignorancia populista o la
remoción ideológica de los problemas de coordinación, de eficiencia y de
sustentabilidad de la producción económica y de la reproducción social.
- La reconquista de los espacios públicos contra el embate
privatizador del capital y del individualismo consumista, lo que no significa
la negación de la esfera de la autonomía individual ni de la legítima
separación entre público y privado (7), aún menos el alistamiento de todas las
energías individuales en una sociedad de movilización permanente y de
saturación del cuerpo social por las fantasías heroicas del "líder" o
de la "vanguardia".
- La resistencia a la colonización del mundo de la vida por
el fetichismo de la mercancía y la división del trabajo, lo que no significa
ceder a un sueño infantil de regreso a una plenitud comunitaria perdida, de
transparencia y homogeneidad social tranquilizadora y de voluptuosa fusión con
la madre naturaleza.
Más allá de una siempre posible involución hacia un
gremialismo o un corporatismo sin horizonte, ahí estaría el espacio de
intervención de los movimientos sociales. O sea, que no se trata de concebirlos
como sustituto de una vanguardia leninista, lo que es más o menos el modo en
que Atilio Borón, en el Foro Social de Quito de 2004, describía el MST, "organización
de cuadros revolucionarios profesionales" supuestamente capaz de
hegemonizar las fuerzas más avanzadas del campo popular, olvidando su carácter
de movimiento campesino sectorial en una sociedad con más de 80% de población
urbana. Tampoco se trata de ver los movimientos sociales como contrasociedad
ajena a todas las perversiones jerárquicas y competitivas del sistema
imperante, lo que parece ser la visión un poco angelical y consoladora de un
autor como Raúl Zibechi y de los admiradores de John Holloway.
Como señalé en el artículo citado, "por sí misma, la
dinámica de la autoorganización social no diluye los dilemas de la lucha por el
poder estatal, de la formación conflictiva de la voluntad general, de la
institucionalización de las reglas de convivencia social y de deliberación
pública, de la administración equitativa de los recursos, de la representación
de los ciudadanos y de su participación activa en los asuntos públicos".
Este es el espacio propio de lo político, cuya frontera con lo social es por
supuesto porosa, cambiante y objeto de disputa permanente entre los mismos
actores sociales. Sin embargo, la democracia -y eso incluye una democracia
poscapitalista- como construcción social de un espacio público donde las reglas
plasman los conflictos y éstos reestructuran las reglas y transforman a los
mismos actores y sus intereses exige, también, otros instrumentos de
intervención pública e institucional que la dialéctica reivindicativa e
identitaria de los movimientos sociales.
Plantear el tema de la especificidad de la organización
política no significa para la izquierda que se deba retomar la forma-partido
clásica, sea en su versión reformista o revolucionaria. De hecho, la
flexibilidad y la pluralización de los modos de identificación social, las
formas de articulación en red facilitadas tanto por la tecnologías de
comunicación como por la cultura antijerárquica y "horizontalista" de
los nuevos actores sociales (la juventud en particular), la misma complejidad
estructural de las sociedades contemporáneas, implican repensar las modalidades
de relacionamiento y coordinación entre actores político-institucionales y
colectivos sociales autónomos dentro del campo popular.
Desde este punto de vista, resultaría interesante analizar
los logros y las limitaciones de experiencias organizativas novedosas y a veces
muy poco conocidas o estudiadas como la que el filósofo y activista marxista
venezolano Alfredo Maneiro, fundador de La Causa Radical, había ideado en los
años 70 y 80 bajo la forma de una coordinación política relativamente
descentralizada ("conjura de iguales") de cuatros focos de
organización autónomos: las luchas barriales y vecinales del gran Caracas, el
nuevo sindicalismo democrático y combativo de Guayana, la lucha estudiantil y los
núcleos de construcción de debate ideológico y programático en el campo
intelectual y cultural. Para citar un ejemplo diferente y más contemporáneo, en
Italia, una organización política de izquierda como el PRC (Partido de la
Refundación Comunista) decidió hace poco abandonar totalmente los rezagos de
estructuración leninista o kominterniano y abrir sus espacios de debate interno
y representación institucional a una cuota mínima de colectivos y actores
sociales independientes, ellos mismos articulados en redes de alcance y
geometría variables.
En el Ecuador, recoger y sistematizar estas ideas podría ser
parte del trabajo de reflexión y de proposición de lo que se podría llamar una
necesaria "constituyente de la izquierda". Por supuesto, la
innovación organizativa no puede sustituir la reflexión sobre los retos
estratégicos del poder, la formulación de políticas públicas transformadoras y
la construcción de una hegemonía duradera. Tampoco resuelve las angustiantes
interrogantes que suscita la involución bárbara del capitalismo posmoderno y la
relativa impotencia y atomización de las fuerzas sociales antagonistas. Pero
ofrece la perspectiva de una articulación compleja entre lo político y lo
social que supere las dicotomías míticas entre poder y contrapoder, las simplificaciones
ideológicas excluyentes y los sectarismos posicionales (8).
Así mismo, podría fortalecer la receptividad de la
inteligencia colectiva a la doble necesidad de trabajar desde ahora dentro de
los límites de lo posible -definiendo estos límites sin dejarse intimidar por
los prejuicios abstractos del moderantismo friolento o del radicalismo mágico-
y de mantenerse atentos a los desplazamientos sísmicos más o menos perceptibles
de la geología social y al eventual retroceso de las fronteras de lo imposible.
(*) Periodista e Investigador social francés radicado en el
Ecuador.
(1) Marc Saint-Upéry, "Los límites de los movimientos
sociales: Una reflexión intempestiva", La Insignia, noviembre del 2004
(texto también publicado bajo el título "La mistificación de lo
social" en la revista Barataria, de La Paz).
(2) AA. VV., "Movimiento indígena ecuatoriano, gobierno
territorial local y desarrollo económico: los casos del Gobierno Municipal de
Cotacachi y el Gobierno Provincial de Cotopaxi", Quito, diciembre de 2005.
(3) Incluso cuando se trataba de sociedades con un nivel de
desarrollo más o menos equivalente a Europa occidental, como Checoslovaquia,
Hungría o Alemaña oriental.
(4) La trayectoria de China tiene sin embargo dos
especificidades notables: la revolución sí logró liberar este vasto quinto de
la humanidad de la dependencia colonial y neocolonial, así como pudo alcanzar
una fase de desarrollo ulterior que se caracteriza por un mezcla de
colectivismo "aflojado" y de liberalismo económico salvaje cuyo sentido
todavía no se define con claridad.
(5) Tarso Genro, "É possível combinar democracia e
socialismo?", enero 2006 (http://www.tarsogenro.com.br)
(6) Para los detalles de este análisis, ver Marc
Saint-Upéry, "Los límites de los movimientos sociales", op. cit.
(7) Una conquista irrenunciable de la Ilustración, si bien
hay que deconstruir su oculto sesgo sexista, como bien lo han demostrado las
teóricas femninistas.
(8) Ver el recuadro adjunto: "El espejismo
comunitario".
(9) Si bien esta autora plantea su perspectiva con un matiz
tal vez más radical y desde las mismas entrañas de lo social, me parece que
este enfoque confluye con la preocupación de Maristella Svmapa de "tender
puentes y articulaciones entre los elementos más positivos y aglutinantes de
las diferentes vertientes de la izquierda -la tradición nacionalpopular, la
tradición clasista y la narrativa autonomista."
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