Manuel
Castells
[Publicado originalmente en La Vanguardia, Barcelona, 21/05/05]
[Publicado originalmente en La Vanguardia, Barcelona, 21/05/05]
Nuestra época no es la del fin de
las ideologías, sino del renacimiento de aquellas que encuentran eco en la
experiencia presente. Tal es el caso del anarquismo, dado por muerto y
enterrado por sus numerosos sepultureros y que, bajo nuevas formas y
expresiones, parece gozar de excelente salud en los movimientos sociales que
brotan por doquier desde las profundidades de la resistencia a un desorden global
cada vez más destructivo. Basta con seguir los debates, presenciales o por
internet, en el movimiento contra la globalización capitalista para constatar
la presencia dominante de los temas anarquistas de autoorganización y de
oposición a cualquier forma de Estado (“¡que se vayan todos!”). Y aunque los
intelectuales de la vieja izquierda, sobre todo en América Latina, aún se
encaraman al podio de las arengas mediáticas del movimiento, las simpatías
mayoritarias van hacia formas apenas organizadas y generalmente autogestionadas
de la movilización y del debate. También en el ámbito teórico-político, las
tesis autonomistas, cercanas de la matriz histórica anarquista, articuladas por
ejemplo por Michael Hardt y Toni Negri, y por el grupo de la revista Multitudes, heredera directa del mayo
del 68 francés, están alcanzando hoy día una amplia difusión (el último libro
de Hardt y Negri, titulado precisamente Multitudes,
incluso tiene un rango muy alto en la lista de ventas de Amazon.com).
Y aunque los anarquistas
organizados no son muchos (por ejemplo, en España el periódico CNT tiene unos 6.000 suscriptores y el
sindicato CGT, al que yo sitúo en la tradición libertaria, cuenta con unos
100.000 afiliados), las ideas antiestatistas, de internacionalismo solidario y
la afirmación de la libertad individual y de la libre asociación son temas
comunes a movimientos muy dispares (de los okupas de Barcelona a Los Forajidos
de Ecuador, los piqueteros argentinos o los autónomos italianos), pero que
coinciden en la afirmación de su autoemancipación sin delegación de poder a
intermediarios políticos profesionales.
¿De dónde surge esta nueva
vitalidad del anarquismo, que aparece como ideología del siglo XXI al tiempo
que el marxismo parece quedar confinado a un siglo XX ya concluido? En
realidad, la fuerza de las ideologías (cuyos mitos son atemporales) depende de
su contexto histórico. Y mi hipótesis es que el anarquismo, en contra de la
creencia general, se adelantó a su tiempo. Ideología dominante de los orígenes
del movimiento obrero (la Primera Internacional), desde Andalucía y Catalunya
hasta la Rusia zarista, a la Charte
d’Amiens francesa y al Chicago que originó el 1 de mayo, el anarquismo no
sobrevivió como práctica organizada a la represión sufrida a la vez bajo el capitalismo
y bajo el comunismo. Pero su vulnerabilidad provino sobre todo de haber
designado como enemigo principal al Estado-nación en el preciso momento
histórico del desarrollo de dicho Estado como centro y principio de la
organización social: el siglo XX fue el siglo del Estado-nación.
El anarquismo clásico se expresó
en una amplia gama ideológica, desde el individualismo irreductible de Stirner
hasta el cooperativismo social de Proudhon, pasando por el comunismo libertario
de Bakunin y Kropotkin, inspirando luchas sociales en contextos tan distintos
como la revolución campesina de Makhno en Rusia, los movimientos sociales
urbanos mexicanos de los años 20 o los embriones de revolución social que
intentaron los anarquistas ibéricos en la primera fase de la Guerra Civil. Y
claro que el sindicalismo de la CNT no era lo mismo que el activismo político
de la FAI. Pero a través de esa amplia corriente ideológica en la que creyeron
y por la que lucharon millones de personas, latía una idea central: la liberación
definitiva de la fuente última de la opresión, el Estado. Precisamente en el
momento en que se armaban las máquinas de guerra nazi-fascistas, estalinistas y
liberal-democráticas para exterminarse los unos a los otros y asegurar, a
través del Estado, el control de cuanto más mundo pudieran.
La
hora del neoanarquismo
Y miren por dónde, el triunfo de
los Estados, de uno y otro signo, condujo a su crisis medio siglo después. El
comunismo no fue capaz de digerir precisamente aquello para lo que Marx lo
había inventado: el desarrollo de las fuerzas productivas. Porque la revolución
tecnológica informacional no podía asumirse sin una sociedad informada, o sea,
autónoma del Estado. Y el capitalismo, en su dinámica expansiva, se globalizó,
socavando las bases del Estado-nación sobre el que se asentaba políticamente.
La economía se hizo global, el Estado siguió siendo nacional y entre los dos la
sociedad, huérfana del Estado y a merced de los vientos globales, se atrincheró
cada vez más en lo local. O se transformó en colección de individuos, cada uno
con sus propias ansiedades y proyectos. Mucha gente, sobre todo jóvenes con su
página ideológica aún por escribir, dejaron de creer en los políticos, aunque
no en la política, en otra política. De modo que mientras los grandes poderes
se definen en una compleja relación entre la globalización y los Estados-nación,
la supervivencia y la resistencia a lo que no va surge desde lo individual y lo
local. O sea, los materiales con los que se construyó la ideología anarquista.
Ahora bien, la gran dificultad
para el anarquismo siempre fue cómo conciliar la autonomía personal y local con
la complejidad de una organización productiva y de la vida cotidiana en un
mundo industrializado y en un planeta interdependiente. Y es aquí donde la
tecnología resultó ser una aliada del anarquismo más que del marxismo. En lugar
de grandes fábricas y gigantescas burocracias (base material del socialismo),
la economía funciona cada vez más a partir de redes (base material de la
autonomía organizativa). Y en lugar de Estados-nación controlando el
territorio, tenemos ciudades-Estado gestionando los intercambios entre
territorios. Todo ello a partir de Internet, móviles, satélites y redes
informáticas que permiten la comunicación y el transporte local-global a escala
planetaria.
Esto no es mi interpretación de
los hechos, sino el discurso explícito que se da en los debates de los
movimientos sociales, tal como ha sido documentado en el espléndido libro
reciente de Jeffrey Juris sobre el tema. O sea, la disolución del Estado y la
construcción de una organización social autónoma a partir de personas y grupos
afines, debatiendo, votando y gestionando mediante la red interactiva de
comunicación.
Recuérdese la distinción: la
utopía prefigura el mundo deseado. La ideología configura la práctica. Con la
utopía se sueña. Con la ideología se lucha. El anarquismo es ideología. Y el
neoanarquismo es un instrumento de lucha que parece adaptado a las condiciones
de la revuelta social del siglo XXI. Bueno, uno de los dos instrumentos. Porque
mientras el anarquismo clama, como hizo siempre, “ni Dios, ni Amo”, su
principal competidor en la resistencia al capitalismo global se funda en el
reconocimiento de “Dios como mi único Señor”. Frente a un capitalismo global
fuera de control, y mientras el socialismo marxista se instala en la
jubilación, la resistencia surge de la oposición contradictoria entre
fundamentalismo y neoanarquismo.
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