Rafael
Uzcátegui
Piotr
Alekséyevich Kropotkin es quizás uno de los más singulares personajes
revolucionarios de finales del siglo XIX. Hijo de una familia noble de Moscú,
se cuenta que su padre, el príncipe Alekséi Petróvich Kropotkin, disponía de
extensiones de terreno que se perdían con la vista, atendidas por 1200 siervos.
Tras estudiar en el cuerpo de pajes del Zar, realizó expediciones en Siberia y
el occidente de Europa para desarrollar su interés por la geografía y la zoología.
Sus observaciones en este campo lo estimularon a desarrollar el concepto de
apoyo mutuo, con el que refutó la hipótesis darwinista que establecía que el
factor clave de la evolución era la lucha por la supervivencia entre las
especies. La publicación de su libro sobre el tema, en 1902 estableció el
principio del apoyo mutuo y voluntario como un principio político, noción clave
para el anarquismo, del cual fue uno de sus teóricos más influyentes.
Kropotkin
no sólo realizó un notable trabajo en el campo del naturalismo y la geografía,
sino que fue un precursor de lo que hoy conocemos el abolicionismo. En 1877
dicta una conferencia en París titulada “La cárcel y su influencia moral sobre
los presos”. En ella Kropotkin rechaza que la cárcel cumpla algunos de los
fines que la justifican. Segpun el príncipe anarquista el encierro,
particularmente en las condiciones inhumanas en que se materializa, es incapaz
de reformar a quien ha cometido un delito -y por el contrario, somete a un
proceso de carcelización que lejos de inhibir aumenta la posibilidad de
reincidencia-; ni tampoco la cárcel sirve para evitar que los demás quebranten
la ley. “La cárcel no impide que se produzcan actos antisociales –afirma en sus
conclusiones-. Multiplica su número. No mejora a los que pasan tras sus muros.
Por mucho que se reforme, las cárceles seguirán siendo siempre lugares de
represión, medios artificiales, como los monasterios, que harán al preso cada
vez menos apto para vivir en comunidad. No logran sus fines. Degradan la sociedad.
Deben desaparecer. Son supervivencia de barbarie mezclada con filantropía
jesuítica. El primer deber del revolucionario será abolir las cárceles: esos
monumentos de la hipocresía humana y de la cobardía”.
Uno lee a
Kropotkin y no puede menos que constatar la abismal distancia que lo separa de
los autocatalogados revolucionarios gubernamentales, cuyo eufemismo de
“humanización penitenciaria” ha convertido a las cárceles venezolanas en
depósitos de personas de escasos recursos, disciplinadas por la Guardia Nacional para
perfeccionarse en las artes del delito y aumentar los índices de inseguridad
ciudadana. La Masacre
de Uribana, y toda la indolencia alrededor, niegan la existencia de algo que
pueda adjetivarse como “revolución” entre nosotros. @fanzinero
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