1. Cada carnaval tiene su rey. Concluido el espectáculo de ese mundo patas
arribas, de vuelta el susodicho a la nada de donde advino, luego ya nadie se
acuerda. Por supuesto, ser rey, real o folclórico, es algo memorable para
quien haya oficiado tan altísimo
destino, poco importa si el vértice de ese destino en vez de apuntar hacia
arriba apunta hacia abajo. El rey del carnaval nunca olvida que una vez fue el
rey de un carnaval. Se es loco para siempre como se es rey para siempre. Desde
la fundación colonial y luego republicana de nuestro país, así son los
personajes que nos han gobernado. De entre las innúmeras licencias ejecutivas
que se conceden, la más importante de todas es precisamente no tener que hacer
distingos históricos y contextuales entre la realidad y la apariencia. En
consecuencia, no tener que responder por sus actos. Así, ya fuera de las
funciones de gobierno, el ex mandatario se hace el rey o se hace el loco, ya que
en ningunos de los casos, sea realmente rey o esté realmente loco, podrá ser
enjuiciado.
2. No será este
escrito el lugar de dicho proceso. Los reyes del espectáculo carnavalesco de la
política institucional de nuestro país son en definitiva unos pobres diablos,
despreciables y graciosos al mismo tiempo para el mentidero de una democracia
de pan y circo celebrada cada cuatro años tanto por la derecha como por la
izquierda. Lo que debemos enjuiciar a sostén son los poderes institucionales
que organizan y financian el carnaval y a instancias iguales se lucran a costa
del trabajo y la propiedad de otros, a costa de los bienes personales,
ambientales, comunes, sociales y públicos de todos.
No, mi
propósito es mucho más irónico. Que otros hagan de policía, de abogados, de
inquisidores y jueces. La intención de este escrito es espigar de los anales de
nuestra historia del presente, un detalle, un incidente que pese a la
insignificancia de su figuración sobre el fondo de otros de mucho de mayor
trascendencia, confiere sentido, no solamente a las representaciones grotescas
de nuestros susodichos de turno, sino también, de izquierda a derecha y de
derecha a izquierda, al conjunto de propuestas conservadoras, liberales y
alternativas de “nuestra” concepción estatolátrica de la política, de nuestra
cretina adoración del Estado, vale decir, la instancia germinante del hecho de
que el rey de carnaval confunda el folclor con la realidad.
3. El silencio
sobre el origen ocurrente de los desmanes de su regencia, no solo hace
procesable al rey sino también a sus inquisidores, ya que estos pretenden venir
a decirnos que los poderes y las funciones del Estado no son el problema sino
el instrumento legal y constitucional de cualquier posible salida. Desde la
derecha, esa solución se pretende económica (un libre mercado puro, con
intervención mínima del Estado, con títulos de propiedad a cielo abierto y para
todos); desde la izquierda la solución es en esencia política, con un Estado
populista que regule progresivamente el mercado a favor de los de abajo; en
otras palabras, un capitalismo con respaldo popular). Si esta mostración del
espectro ideológico dominante en nuestro país parece simple es porque así de
simplona es la razón de Estado y Mercado que en nombre de las abstracciones
económicas y políticas más absurdas todo lo justifica. Pero, si aún queda algo por entender, en alas del
sentido común, describamos los rasgos símiles de ambas soluciones. Tanto para
la derecha como para la izquierda los poderes y las funciones del Estado son
incuestionables. Para ambos lo más natural y lo más divino es que el Estado se
atribuya constitucionalmente el poder de
fiscalizar (de literalmente robar) las propiedades y el producto del
trabajo de otros, de crear dinero (de literalmente falsificarlo desde el banco
central), de dar créditos, de endeudarse, de subsidiar y rescatar empresas y
empresarios y banqueros, de concesionar los bienes públicos, lo bienes
naturales y los bienes comunes al mejor licitador capitalista. Como si ese
poder fuera poco, por si a alguien se le ocurriera resistirlo, ahí están los
tribunales, las cárceles, la policía y el ejercito, para meternos en razón.
Luego, lo que la izquierda nos propone es lo siguiente: sus asambleístas y
ministros revolucionarios serán honestos servidores de un Estado que por
naturaleza es parasitario y que tiene como función definitoria reprimir y
robar. Así, no es menester demasiadas luces para comprender que nuestro rey de
carnaval (ese róbala gallina) hizo lo
que cualquiera de sus inquisidores hubieran hecho en su lugar.
4. Si mal no
hago memoria, es Lacan quien dice que los límites de nuestro lenguaje son los
límites de nuestros sueños. Si hablamos el lenguaje del Estado es porque
soñamos ser jueces, ser policías, ser carceleros, ser ministros, ser fiscales,
ser empresarios, ser banqueros de ese Estado, para así disponer de la vida, la
libertad y la propiedad de los demás.
5. Es como para morirse de risa. Sin embargo,
pese a mi escepticismo ácrata frente a todo dicho o hecho, venga del mandatario
de Partido o Estado que venga, no dejo de ponerme a veces en el lugar de
quienes, dadas la precariedad de su situación social y económica, podrían al
uso beneficiarse de las dádivas asistenciales de algunos gobiernos.
Terminaba el pasado milenio, en pleno auge
triunfal del neoliberalismo en nuestra América, uno de esos reyes de carnaval
blandió un eslogan de compaña según el cual de llegar su partido y su persona a
la presidencia de nuestro país, el sueño suyo de transformar a la República Dominicana
en un Nueva York chiquito haríase realidad.
A mi pesar y en vergonzante violación de mis principios libertarios,
cifre, entre la duda sí y la duda no, pragmáticas concesiones y esperanzas.
Entre otras tantas cosas, calculé que ese sueño de campaña, de materializarse,
resultaría en la emulación relativa del gasto presupuestal en bibliotecas
públicas de la ciudad de Nueva York. Luego, como en Nueva York, en nuestro
territorio nacional las bibliotecas públicas, libres e independientes,
proliferarían de norte a sur y de este a oeste. En los cinco condados de la
ciudad de Nueva York, con una población de más de 8 millones de habitantes, con
independencia de la condición socioeconómica de sus distritos y vecindarios,
hay más de doscientas bibliotecas públicas. Estas, pese al parajudicialismo
policial de la guerra contra el terrorismo y las drogas, pese a los recortes
neoliberales de que son victimas (A favor de los bancos, las corporaciones, el
Estado de Israel y el complejo militar-industrial) siguen siendo un espacio
donde la libertad, la democracia y el biencomunismo de la información y el
conocimiento dominan sobre el asistencialismo escolar y universitario, el afán
de lucro de los capitalistas y la estultez del individualismo posesivo. Por tal
contenido de democracia y libertad, de independencia y vocación desinteresada
de servir a los demás, la biblioteca pública es, de entre todos los servicios
públicos de una sociedad, el menos
estatista de todos; es decir, es el menos público y el más común de todos los
servicios sociales. En una sociedad cada vez más instrumentalizada por el
binomio estructural Estado-Capital, las bibliotecas públicas aún nos permiten
maniobrar limitando las arbitrariedades legislativas y policiales del Estado y
la codicia privatizadora del capitalismo. Lo que en las actuales circunstancias
explica que los recortes al presupuesto
de las bibliotecas no sólo sean un asunto meramente económico, sino también un
ataque político a la libertad individual y al interés común al mismo tiempo.
6. Es evidente que nuestro ex rey de carnaval no estaba pensando
en las bibliotecas públicas de la ciudad de Nueva York cuando (primero durante
la campaña del 96 y después en la postrimería de su regencia, en febrero del
año recién finado) se le ocurrió la tan lamentable y acomplejada gracia de
transformarnos en un Nueva York chiquito. A este respecto, los resultados
del segundo censo dominicano de bibliotecas públicas 2009-2011, es decir, luego
de tres regencias (1996-200-,
2004-2008-2012), son irrecusables:
Entre los hallazgos más importantes se encontró que
las bibliotecas públicas actualmente funcionan en condiciones precarias que
limitan el cumplimiento de sus misiones y funciones en la sociedad dominicana,
todo ello en razón de la poca institucionalidad que tienen; de las limitaciones
de sus estructuras físicas (locales/edificios, mobiliario y equipamiento); de
las escasas, insuficientes y desactualizadas colecciones; de la casi nula
realización de tareas de organización y representación de la información
(catalogación, indización y clasificación); de los limitados servicios que
ofrece a sus usuarios; la no integración de las TICs en los servicios, procesos
técnicos bibliotecarios y tareas administrativas; y la escasa preparación
académica de sus recursos humanos.
Las opiniones y los reportajes periodísticos
sobre las bibliotecas públicas de nuestro país, provincia por provincia y
barrio por barrio, más la observación que cada cual pueda hacer sobre el
terreno, mostrarían y demostrarían, lo corto que en contenido de verdad y
realidad se queda este censo. No podía ser de otra manera, ocurre toda vez que
las instituciones del Estado se investigan a sí mismas: mienten, tergiversan,
ocultan o como en el caso del censo en cuestión, no se va más allá de las
medias verdades. Ni el sentido lógico, ni el empírico sentido de los hechos, ni
el sentido común, son suficientes para entender la verdad y la realidad del
concepto de biblioteca publica que se hacen las autoridades de gobierno de
nuestros país. Solo el sentido del absurdo nos permitiría entender, en verdad y
en realidad, que en el país de las multimillonarias contratas clientelares y
las inauguraciones faraónicas del ex rey
de carnaval, no hay bibliotecas publicas.
De las 22 de la
Provincia de Santo Domingo y las 11 del Distrito Nacional,
para una población de casi tres millones y medio de habitantes, ningunas
acopian las funciones elementales de una biblioteca pública : presupuesto
propio, independencia institucional, servicio personal y ambiental,
arquitectura, muebles, tecnología, colecciones de libros, acceso a Internet,
etcétera. Es menester, y no metafóricamente, ejercer el sentido del absurdo
para comprender sustantivamente este problema : las 33 bibliotecas públicas no
son bibliotecas, ni nada que se le simile, sino meras y precarias baldas de
estantes de libros arrimados en dependencia de otras instituciones que se dicen
auspiciadoras.
Mis interrogantes son respuestas: sólo el
Estado, con sus poderes trascendentales sobre lo ajeno, con las funciones robalagallinescas que ofician
sus gobernantes, puede hacer censos de bibliotecas públicas que no existen.
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