Por Gustavo Abad.
Revista Mediaciones <www.ciespal.net/mediaciones>
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Los dos visitaron Quito hace pocos días y ambos, a su
manera, expusieron ideas que, por muchas razones, no necesariamente acordes con
su planteamiento original, resultan funcionales al discurso dominante del
gobierno ecuatoriano respecto de la política y la comunicación. Ignacio
Ramonet, en la Capilla
del Hombre, y Ernesto Laclau, en la
Flacso , dijeron lo que el oficialismo necesitaba oír en su
estrategia de instrumentalizar a su favor cualquier corriente de pensamiento
reconocida.
El tono religioso con el que el gobierno y los medios
estatales se refirieron a estos pensadores contrasta con las versiones
descalificadoras que sobre ellos construyeron la mayoría de medios privados y
sectores de oposición. Instrumentalización de las ideas, por un lado, y
descalificación de sus autores, por otro, solo pueden resumirse en
desinformación, es decir, en negarle a la población una información
contextualizada que le permita ampliar sus horizontes conceptuales en lugar de
reducirlos.
Laclau y Ramonet no son precisamente una dupla como las
muchas que ha habido en la tradición intelectual, pero en el Ecuador las
circunstancias los juntan de manera curiosa. Para el gobierno y los medios
estatales, ellos son la reserva intelectual de su proyecto de revolución
ciudadana. Para la oposición y los medios privados, unos oscuros académicos al
servicio del gobierno. ¿Podemos dar por válidas esas dos posiciones sin antes
preguntarnos cuáles son los aportes y los límites atribuidos al pensamiento de uno y otro y de qué manera
dialogan con la realidad local y regional? Eso, ni al gobierno ni a los medios
les interesa aclarar, sumidos como siguen, en una lógica de negación mutua.
Sin embargo, el principal ejercicio de negación de sus
propias ideas corre a cargo de Ramonet. El ideólogo del quinto poder repitió lo
que viene diciendo hace más de una década pero pasó por alto el contexto
ecuatoriano. Surgida en un momento histórico de expansión de internet y de los
circuitos de difusión informativos, la teoría del quinto poder consiste, en
palabras del propio Ramonet, en “oponer una fuerza cívica ciudadana a la nueva
coalición dominante. Un quinto poder cuya función sería denunciar el superpoder
de los grandes grupos mediáticos, cómplices y difusores de la globalización
liberal”. Una idea fuerte que sigue vigente como ideal social.
La negación radica en que Ramonet no se inmuta ante el hecho
de que esa función crítica, esa capacidad impugnadora acerca de los medios no
está siendo ejercida en el Ecuador por las audiencias, sino por el poder
político, con todas las distorsiones respecto del planteamiento inicial. Lo que
menos puede exhibir el gobierno ecuatoriano en estos momentos es alguna
iniciativa respetable de formación de audiencias críticas. La confrontación
discursiva con los medios y la disputa por el relato social no la ejerce la
sociedad organizada sino el aparato de propaganda gubernamental que, en lugar
de expandir el pensamiento, lo asfixia.
La lectura crítica de los medios, ese proceso intelectual
que nos permite analizar, explicar, cuestionar y, en determinado momento,
disputar con los medios el monopolio del relato social, ha sido suplantada en
este gobierno por un conjunto de alegatos en torno a la verdad, de
enjuiciamientos a periodistas y otros recursos que poco aportan al pensamiento
crítico. Ramonet tiene demasiado camino a sus espaldas como para no darse
cuenta de ello, pero no parece hacerlo en medio de tanto repique de campanas a
su paso. Esa comodidad con el halago interesado provoca dudas acerca de su
honradez intelectual.
En cuanto a Laclau, sobra decir que su aporte a las ciencias
sociales es de otra tesitura. El conjunto de sus reflexiones acerca del llamado
populismo arroja luces sobre esa dimensión de la política, tradicionalmente
identificada con un orden instintivo, emocional y caótico, despreciado por las
teorías liberales así como por los modelos racionales y positivistas de la
democracia y el poder.
Laclau aparta al populismo de su carga peyorativa y lo
define, no como una anomalía vergonzante, sino como una forma distinta y
posible de canalizar la experiencia política de una sociedad en un momento
especialmente difuso e inestable, donde se hace necesario construir algún
sentido relevante, alguna acción convocante, algún liderazgo fuerte. La palabra
populismo, según Laclau, es apenas la
convención idiomática usada por los cientistas sociales para nombrar una
expresión política antisistémica que no tendría cauce por vías racionales ni
programáticas.
En gran medida, la ola de indignación moral que llevó a
Rafael Correa al poder y que lo sostiene ahí, proviene de esa zona emocional,
despreciada por la ideología liberal. Sin embargo, la práctica del poder que
exhibe el proyecto llamado revolución ciudadana está muy lejos de esa fuerza
moral que reivindica Laclau. Todo lo contrario, su modelo de desarrollo
(extractivista), su aparato administrativo (tecnocrático), su idea del orden
(verticalista), su sentido de la gobernabilidad (criminalización de la
protesta) y de la comunicación política (propaganda oficial) y otros rasgos
visibles no pueden ser más racionales, positivistas y sistémicos.
De manera contradictoria, el oficialismo se monta en el
discurso de Laclau para justificar una práctica política que tiene más de
positivismo autoritario que de energía social antisistémica. Entre los dos hay
uno que está haciendo uso fraudulento del otro. Apuesto a que el fraude no es
de Laclau.
* www.rostroadusto.blogspot.com/
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