Javier Rodríguez Pardo (1)
Transcurridas dos décadas desde Río 1992, el planeta vivió
el manejo sórdido de tratados internacionales infringidos. La reducción de
gases con efecto invernadero fue el primero que marcaba distintos grados de
responsabilidad entre dos mundos diferenciados: por un lado, el mundo de los
países industrializados y por el otro, el de los países pobres o en vías de un
crecimiento convertido en utopía. Los desaciertos en torno al protocolo de
Kyoto de 1997 marcaron la impronta de un
modelo de desarrollo que demostró su fracaso.
Los conceptos de desarrollo y de sostenibilidad se convirtieron en un
mero propósito declarativo esgrimido por
las grandes potencias, más preocupadas por controlar y preservar a las
organizaciones mundiales de comercio y los intereses rectores de un mundo
globalizado. Por ello, las emisiones de dióxido de carbono alcanzaron en los
dos últimos años (2009/2010) su mayor nivel histórico. En esa línea, la
protección de la diversidad biológica que proponía una de las Convenciones
Marco de las Naciones Unidas no sólo se incumplía sino que se diezmaba por una
ola extractiva intensiva en los países del sur y la expansión de la frontera
agro-tóxica. El dominio de la
biodiversidad permitía hegemonizar la biotecnología en poder de los
laboratorios del Norte, que también desarrollaban nuevas estrategias sobre los bosques nativos y las comunidades
originarias en pos del conocimiento de activos moleculares y del registro de
sus patentes.
En las dos últimas décadas la desertificación fue en
aumento, a pesar del acuerdo firmado en 1994 por la Convención de las
Naciones Unidas (UNCCD). En ese período los impactos del calentamiento global
se estimaron con mayor frecuencia y rigor, permitiendo documentar un
indubitable cambio de los patrones climáticos.
Río+20 aparece en 2012 en un escenario cada vez más
contestatario, con movimientos sociales que rechazan las imposiciones
orquestadas por las corporaciones del poder global.
En la última década, América Latina se ve sometida a
proyectos concebidos en el marco de la Iniciativa para la Infraestructura de
Integración Regional Sudamericana
(IIRSA) y de la prolongación del Plan Puebla Panamá de Centroamérica. Ambos
designios fueron forjados con el claro objetivo de facilitar la extracción,
circulación, comunicación de los bienes comunes (recursos naturales) que
conforman el botín del saqueo de las corporaciones transnacionales. Si Río+20
es un llamado a la cordura para el rescate de un planeta agonizante, los
proyectos IIRSA no son la mejor
respuesta para impedir su agonía.
Represas faraónicas desplazando a miles de indígenas de la Amazonía , ductos
hidrocarburíferos, alteraciones hidrológicas y dragados de pasos fluviales son,
con los corredores bioceánicos, parte estratégica de un modelo extractivo que
agota fuentes de agua y consume ingentes volúmenes de energía. Se planifica
Río+20 al mismo tiempo que se ejecuta un instrumento de depredación que
contribuye aún más al calentamiento global. Agua, suelos fértiles y minerales
críticos y estratégicos son bienes comunes escasos extraídos mediante una
matriz energética generadora de emisiones atmosféricas que inciden en el
calentamiento global.
Por todo ello la respuesta latinoamericana a Río+20 es de
rechazo y refleja la desazón que ofrece un camino viciado desde su origen por
quienes no abandonan consumismo y derroche.
Es también la esperanza de infinidad de movimientos sociales que se
levantan en rebelión en una sola frontera continental que los une. Son pueblos y comunidades originarias que
conforman la masa crítica que intenta detener el rumbo hacia la destrucción del
único hábitat posible: este planeta.
Elaborar una “economía verde” en un marco asociativo de
desarrollo sostenible no evitará eludir las reglas de las corporaciones que
hegemonizan el poder global. La historia de las dos últimas décadas da cuenta
del papel hegemónico de las naciones que concentran y consumen el ochenta por ciento de la
riqueza y que, al mismo tiempo, son las principales generadoras del impacto climático. Debido a este dominio
y a sus efectos dañosos concretos, resulta quimérico pensar que volveremos alguna vez al promedio histórico de la
temperatura de la Tierra.
De hecho será imposible hacer retornar los hielos polares que
se fueron derritiendo, retrotraer los océanos a su nivel anterior y reparar la
disminución en curso de la masa glaciar
de las cordilleras. Una lista interminable de consecuencias del cambio climático
no ha sabido convencer a las supremacías políticas reinantes y no creemos que
eso se revierta en los próximos cincuenta años.
Es el plan de un poder global que proyecta su economía con el mismo rumbo de oferta y
demanda, de dispendio y consumo, de ferocidad competitiva.
En cuanto a la pretendida economía verde asociada al
concepto de desarrollo sostenible, cabe señalar que difiere completamente del
pensamiento político que aboga por una economía decreciente, más preocupada por
atender las necesidades humanas que las de los mercados. Río + 20 teorizará
envuelto en una utópica sostenibilidad que reitera a nuestro entender la vía errática y dispendiosa que ocasionó
este desmadre. En cambio, la producción controlada, disminuir consumo y pensar
en términos económicos de decrecimiento (advirtiendo escasez de bienes comunes
ausentes en la naturaleza al límite del exterminio) podría significar el
principio de un mundo nuevo. Cómo instalar esta
cultura es la tarea más difícil. Por lo pronto, es de suponer, a la luz
de sus antecedentes, que Río + 20 formulará con tonos verdosos, el continuismo
de las viejas vías hacia la inmolación.
Javier Rodríguez Pardo,
Buenos Aires, 3 de mayo de 2012.
MACH – RENACE – Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC)
(1) Hace unos
años impedimos el uso y la explotación de 250.000 hectáreas
de bosques nativos, ubicados en Alto Río Senguer, sudoeste de la cordillera
chubutense (1999/2001). Evitamos que 50.400 hectáreas
de floresta autóctona a orillas de los lagos Fontana y La Plata fueran utilizados como
sumideros de dióxido de carbono y que
sospechados árboles degradados de lenga, ñieres y cohiues terminaran en
las ebanisterías del Norte. El proyecto
lo impulsaba una organización ecologista europea (Prima Clima), la Agencia de Cooperación
Técnica de Alemania (GTZ), el gobierno argentino y la Provincia del
Chubut a través del Centro de
Investigación y Extensión Forestal Andino Patagónico. Tres convenios y dos
contratos reunían a un ejército de profesionales entre los que sobresalían
ingenieros forestales de cinco provincias sureñas, de universidades
patagónicas, parques nacionales, el INTA y el Conicet. Regionalizamos la lucha
con movilizaciones y caravanas e instalamos en Bonn los reparos de nuestros
pueblos. Cámaras de la televisión alemana difundieron la protesta y las voces
acusadoras de comunidades mapuche-tehuelche desfilaron por los medios de
difusión de Europa central, días antes
de que se firmaran los nuevos acuerdos de la Convención Marco
de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. En agosto de 2001 los
compromisos firmados en Bonn derribaron definitivamente las aspiraciones de
utilizar los bosques nativos como sumideros de dióxido de carbono y estipularon que los planes de manejo y
trabajo silvícola no califican para obtener certificados por la fijación del
carbono. (Ref.: La Patagonia
de Pie: Ecología vs. negociados, capítulo 9, “Poder político, tala y bonos
verdes”, autores Javier Rodríguez Pardo y Lucas Chiappe, ediciones Lemú
(2003/2004).
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