Por María del Carmen Feijoó
Como cada vez que puedo, partí este 1º de Mayo para el acto
anarquista en Plaza Once. No se trata de que yo sea anarquista, sino que me
parece justo brindarles mi homenaje a ese grupo de hombres y mujeres que han
sobrevivido al tiempo ceñidos a un ideal. La tarde de otoño, totalmente
límpida, daba ganas de estar en la calle. Llegando a la plaza, observé un grupo
de personas a las que entusiastamente caractericé como formando parte del acto.
Me pareció extraño porque, ciertamente, eran muchas más de las que yo esperaba
encontrar. Así que con una pequeña esperanza en el fondo del corazón me acerqué
al grupo, total, si los indignados son un fantasma que recorre el mundo, y son
tantos, ¿por qué esta vez no habrían de ser muchos los anarquistas? Pero no,
ellos estaban unos cien metros más lejos y sus banderas rojinegras no daban
lugar a la confusión. El otro grupo, en cambio, era un grupo de unas
trescientas personas, parejas jóvenes con sus hijos, que rodeaban jocosamente a
un animador que, subido a una tarima y con una remera que lo identificaba como
de los leprosos, animaba a bailar a unas parejas ritmos que iban desde los
Wachiturros a la cumbia colombiana.
No era fácil sacarle la ficha al carismático y empeñoso
hombre. Prestando atención, debajo de su léxico porteño, había ecos andinos en
su dicción y esos mismos rastros en sus rasgos físicos, claramente de nuestra
América profunda. “Lindura” era el término que más utilizaba para referirse a
las chicas presentes, y también a los niñitos y bebés que estaban con sus
padres. Pero lo notable era que cerrando los ojos y cambiando el texto, su
dicción, su estrategia discursiva, sus altos y bajos para crear suspenso y
secuestrar al auditorio, su modo de interpelar a esa pequeña muchedumbre, eran
una réplica casi perfecta de lo que hubiera hecho, con otros contenidos, un
predicador del Evangelio o un pastor electrónico. No importaba qué decía,
importaba cómo lo decía y esa forma dominaba toda la puesta en escena. Alcanzó
su apogeo en el momento en que empezó a recolectar contribuciones de sus
oyentes. Decía que quería alcanzar los setenta pesos necesarios para una noche
de hotel popular y en su gracioso conteo registraba sólo insuficientes cuarenta
y ocho. Pobres de los que huían para no contribuir, porque su voz flamígera les
sonaba en las espaldas. Mundo cucurtiano ese de Plaza Once, también tuvo su
apogeo cuando la contribución de unas muchachas dominicanas, en lugar de dinero
o monedas, fueron unos condones aceptados como el aporte de “chicas buenas que
hacen cosas malas” y que dieron lugar a una larga serie de alusiones de un
único sentido, sobre el papel de las mujeres en su mundo. Tecnológico, el
animador vendía DVD con sus presentaciones y un hombre vestido de mujer, como
en un carnaval de pueblo, se encargaba de distribuirlos entre el público. Ni
transformista ni travestido, sólo un hombre vestido a las apuradas con una
peluca rubia y una pequeña solera que dejaba a la vista su condición masculina.
Los anarquistas, en cambio, formaban parte de un mundo
conocido que, tal vez por mi edad, me resulta más familiar: sentados en el
piso, con banderas, una larga rotación de oradores, niñitos jugando, algunos
punk bastante domesticados, venían del viejo mundo en que se formó la clase
trabajadora argentina. Ellos también, compartiendo como los otros una
interpelación emocional, pero que en vez de provenir de la picaresca, se
centraba en una visión agónica, referida a un mundo vivido como lucha y
resistencia persistente a la explotación. Los más viejos, con una formación que
sumaba a su ideario histórico –Bakunin, Kropotkin, Machno, Emma Goldman– el
denuesto permanente a los que pasaron del socialismo al Estado –Lenin, Trostky,
entre los más demonizados–, por haber diluido para siempre el componente
autogestionario y antiautoritario con que iniciaron sus luchas. Ellos también,
como los del otro grupo, proféticos, aunque se trate de una profecía en
reversa.
Comparados, está de más decir que su lenguaje era de una riqueza
infinitamente mayor, así como lo era su versación en la historia grande y la
más chica de los héroes locales, identificados gremio por gremio o sociedad de
resistencia por sociedad de resistencia. Pero la forma, como en los otros, era
la forma que se adquiere en el estrado y en el espacio público, sea éste
púlpito, tribuna o manta de vendedor ambulante. Los más jóvenes, en cambio,
usaban el pasado para echar luz sobre un presente preocupado por producir una
reflexión sobre el impacto del cambio tecnológico y las nuevas formas de
organización del trabajo en las condiciones de vida, pero centralmente
focalizados en su articulación con el impacto de estos cambios sobre la vida
cotidiana. Los más jóvenes hablaron también de otra manera, más cercana, más coloquial,
más reflexiva. Porque el horizonte en que ellos colocaban la explotación
incluía también problemas como la opresión de género, la trata, la violencia
sexual, vistos como dimensión constitutiva de los problemas cotidianos que
expresan otra dimensión de la explotación. Problemas frente a los cuales los
“viejos” hacían centralmente sólo guiños retóricos, pero con escasa capacidad
de asumir claramente el potencial transformador que puede gestarse en los
hogares y los espacios de residencia. Con la excepción de la oradora, que tomó
el turno en el micrófono abierto y logró articular el relato de la larga saga
que va desde el periodismo comunista anárquico de las mujeres porteñas del
siglo XIX a las Mujeres Libres de Barcelona durante la guerra civil y hacia
aquellas que, en ese mismo momento, se prostituían o eran sexualmente acosadas
en esa plaza.
La pregunta va de suyo: ¿Hay algo en común entre esos dos
mundos, entre la percepción poco elaborada, pero subyacente de la injusticia de
los del pequeño jolgorio a los de esta comunidad de luchadores? Una vez más,
déjenme ser optimista. Creo que sí, que hay historias de larga duración que
juntan a unos y otros, con la oscuridad de los procesos históricos. No en vano,
es común que como fin de fiesta en las barriadas populares limeñas siempre
aparezca alguien que termina cantando la letra anarquista del viejo vals
peruano “El plebeyo”, ese plebeyo de ayer que, como dice la letra, es el
rebelde hoy y cuyos desvaríos amorosos marcados por la desigualdad de clases describe
toda una trayectoria de los problemas de todos los días.
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