Por Ángel Cappelletti
El 27 de febrero de 1989 Caracas presenció un hecho único en su historia más que cuatricentenaria. Ni en los días de la independencia ni en los de la guerra federal ni, mucho menos, durante las diversas asonadas o "revoluciones" militares tuvo ocasión de ver la airada efervescencia de la masa popular. Ese día se manifestó una mayoría oculta, se 1a derramó la lava de un volcán que por muchas décadas amenazaba al valle con su erupción desoladora. Cuando murió Gómez, en 1935, pequeños grupos de caraqueños asaltaron algunas mansiones de los jerarcas del régimen. Algo semejante sucedió en 1958 a la caída de Pérez Jiménez. En 1989 los protagonistas no fueron, sin duda, pequeños grupos sino la multitud de los marginados y de los obreros, a la cual se sumó una parte de la clase media proletarizada. No se asaltaron palacetes de funcionarios o paniaguados sino los comercios de toda la ciudad. No se trataba de un desahogo político, más o menos justificado, sino de una eclosión social espontánea y, al parecer, incontenible.
El 27 de febrero de 1989 Caracas presenció un hecho único en su historia más que cuatricentenaria. Ni en los días de la independencia ni en los de la guerra federal ni, mucho menos, durante las diversas asonadas o "revoluciones" militares tuvo ocasión de ver la airada efervescencia de la masa popular. Ese día se manifestó una mayoría oculta, se 1a derramó la lava de un volcán que por muchas décadas amenazaba al valle con su erupción desoladora. Cuando murió Gómez, en 1935, pequeños grupos de caraqueños asaltaron algunas mansiones de los jerarcas del régimen. Algo semejante sucedió en 1958 a la caída de Pérez Jiménez. En 1989 los protagonistas no fueron, sin duda, pequeños grupos sino la multitud de los marginados y de los obreros, a la cual se sumó una parte de la clase media proletarizada. No se asaltaron palacetes de funcionarios o paniaguados sino los comercios de toda la ciudad. No se trataba de un desahogo político, más o menos justificado, sino de una eclosión social espontánea y, al parecer, incontenible.
¿Cuál
fue el significado de este acontecimiento insólito, subitáneo, imprevisible
para los políticos y los bienpensantes? Es evidente -y así lo dijeron después
muchos- que el 27 de febrero cortó en dos la historia de la democracia venezolana.
Y, sin embargo, las interpretaciones que de él se dieron fueron muchas y
contradictorias. No faltaron quienes, decepcionados de todos los ideales
revolucionarios y alérgicos a cualquier cambio radical, se negaron a conceder
trascendencia a los hechos y trataron de trivializar el asunto, reduciéndolo
casi a un episodio de la crónica policial. Tras los escépticos, vinieron los
oportunistas. Éstos vieron allí una protesta contra el gobierno y el partido
gobernante, intentando llevar las aguas a sus propios decrépitos molinos, como
si Copei o cualquier otro partido de oposición, hubiera podido evitar el
estallido. Pero los más equivocados de todos fueron los políticos ilustres y
los agudos ensayistas que entendieron los hechos como una conspiración contra
la democracia, promovida tal vez desde el exterior.
En
realidad, el 27 de febrero significa una plebiscitaria, profunda, insólita
afirmación de la democracia. El pueblo (desde los marginales a la clase media,
desde los obreros desempleados hasta los estudiantes sin cupo y los
universitarios sin ocupación) salió a la calle demostrando su fe en los principios
democráticos, movido por la convicción de que, siendo todos los hombres
iguales, todos tienen derecho a todos los bienes que la sociedad ofrece. Es
claro que esta convicción lo llevó al mismo tiempo a negar la
"democracia" establecida, la democracia indirecta, representativa,
parlamentaria, en la medida en que ésta era vivida como una pseudo-democracia,
como una trampa bien urdida y hábilmente mantenida durante décadas, para
asegurar el poder de una minoría política y económica a costa de las mayorías
populares. La democracia directa se enfrentó así a la democracia de los
partidos y de los cogollos, a la democracia de las componendas y las
transacciones, de los eufemismos y las ficciones jurídicas, en un incontenible
afán de sinceridad y autenticidad. Hubo, sin duda, mucha destrucción, pero,
como decía Bakunin, la destrucción es muchas veces un acto creativo. Lo que se
destruyó no fue solo el abasto y el supermercado, la mueblería y la fábrica de
pastas, sino también, por unas horas, el viejo orden capitalista y burgués, la
retórica institucional de la democracia, erigida por los políticos de la clase media
en beneficio de la clase alta de los banqueros, de los comerciantes
importadores, de los terratenientes. Es cierto que no fueron los políticos o
los oligarcas los objetos directos de la ira popular, sin duda porque no
estaban a mano o porque no tuvieron tiempo las "turbas" de llegar
hasta ellos. El ejército cumplió rápida y eficientemente su tarea esencial y
evitó que aquéllos se vieran afectados por la vindicta de la gente sin camisa.
Pero parece claro que, en el fondo, eran ellos contra quienes más o menos conscientemente
iba dirigido el espontáneo movimiento. No dejaba de tener razón el presidente
de la República cuando lo interpretaba como lucha de pobres contra ricos.
Porque aun cuando los más afectados no hayan sido en ese momento los ricos,
sino más bien los pequeños y medianos comerciantes, si bien se mira, la
intención profunda tenía como meta a las clases dominantes y al sistema
político institucional en que se basa su poder.
El
27 de febrero representó, por tanto, un ejercicio temporal, si se quiere espasmódico,
de democracia directa. Y la democracia directa supone, ante todo, la negativa a
toda delegación (siquiera se llame temporal y condicionada) de la propia
libertad, de la propia soberanía.
El
pueblo que bajó de los cerros y salió a las calles aspiraba, inconscientemente,
a sincerar la democracia, siempre exaltada, jamás realizada. Sabia que
democracia quiere decir gobierno del pueblo, o sea, autogobierno. Y sabía al
mismo tiempo que esto que se le entregaba como democracia no era otra cosa más
que el gobierno de una oligarquía cuyas raíces se hundían en los días de la
colonia, pero que había tenido la habilidad de delegar las funciones de
gobierno en una clase media universitaria, apta para la demagogia, con gran
ambición de poder y con gran capacidad de autoengaño. Intuía, no muy claramente
tal vez, pero con suficiente fuerza, que la clave del régimen estaba allí: en
la complicidad de la clase media política con la clase alta económica. Al
concluir el ciclo de las dictaduras militares, los viejos amos del valle y del
país advirtieron con perspicacia la existencia de una pequeña, pero activa
juventud pequeño-burguesa que podía llevar al país por sendas revolucionarias.
Se dieron cuenta también de que el ansia de poder de aquellos "ilustrados"
podía ser muy eficazmente canalizada en provecho propio. Concertaron así un
gran pacto, tanto más sólido cuanto más implícito, con ellos. El pacto
consistía en lo siguiente: Ellos, los oligarcas, seguirían detentando el poder
económico y teniendo acceso privilegiado a la riqueza del país, que el petróleo
tornaba cada vez más apetecible. No importa que de hecho se instrumentara un
capitalismo de Estado, porque en todo capitalismo de Estado (sin exceptuar aquellos
que se disfrazan con las galas del socialismo) hay una clase que lucra en
desmedro de la mayoría y del pueblo. La clase media universitaria y política,
con sus flamantes partidos democráticos, tendría el poder político y
administrativo, se haría cargo del gobierno y manejaría el Estado. Su participación
en las riquezas del país sería jugosa, pero subordinada siempre a los intereses
de la gran burguesía, asociada con el capital internacional. En ningún caso esos
intereses podrían ser sustancialmente afectados. Bajo tales condiciones la
clase alta cedía el poder político a la clase media y a sus partidos
democráticos. Esta se aseguraba, por otra parte, el beneplácito del ejército y
de la Iglesia, mediante cómodas asignaciones presupuestarias. Lo que sobraba
era para el pueblo, es decir, para la gran masa de los campesinos, de los
obreros, de los marginales, cuyo asentimiento por lo menos pasivo era necesario
asegurarse, para que funcionara la democracia de los partidos y de las
elecciones, del parlamento y de la concertación. Mientras sobró algo, se
repartió, junto con promesas de repartos muchos mayores que nunca llegaron a
concretarse.
De
esta manera, la democracia nacida con la bendición de la oligarquía, vivía con
las esperanzas de los pobres. Cuando ya no sobró nada, la demagogia populista
tuvo que desnudarse y mostrar su verdadero rostro. El pueblo se horrorizó de él
y su horror se hizo cólera. El aumento de los pasajes del transporte público
sólo fue la chispa que provocó el incendio o, si se quiere, la gota que hizo
rebasar el vaso. En el fondo de la conciencia de los saqueadores y de los
incendiarios latía este deseo: Democracia ya; democracia auténtica, directa,
sin representaciones ni ficciones, sin parlamentos ni partidos; autogobierno;
igualdad social y económica y no puramente constitucional y jurídica; libertad
para vivir y no sólo para morir de hambre. ¡Viva la democracia! pensaba el
muchacho marginal mientras cargaba sobre sus espaldas un televisor.
Varias veces lo habían detenido en sus redadas la policía y más de un retén había visitado. Si ahora me apresaran -razonaba- me encerrarían por meses o por años, pero el comerciante que robó millones al país con los dólares de Recadi, nunca irá a la cárcel. Es preciso que haya democracia, concluía. ¡Viva la democracia! pensaba el ama de casa que se fatigaba bajo el peso de un saco de harina de maíz. Con ésto -se decía- mataremos el hambre en el cerro, mientras la hartura mata a los ricos en el Country Club. Es preciso que haya democracia, repetía. ¡Viva la democracia!, pensaba el obrero desempleado, mientras llevaba varios paquetes de espaguetis, una mortadela y dos botellas de ron. Yo he producido millares de paquetes de espaguetis, -discurría- pero no tengo derecho legalmente a consumir uno sólo sin comprarlo, mientras el dueño de la fábrica derrocha en Miami o en Milán el dinero que yo le he dado con mi trabajo. Es preciso que haya democracia, clamaba. Los saqueos, la transgresión de todas las normas de civilidad, los atentados contra la propiedad pública y privada constituyeron la crítica colectiva y práctica a un sistema que se escuda en las leyes escritas, cuando no en la retórica de las proclamas y de los programas partidistas, para evitar la democracia real, esgrimiendo la alucinación de una democracia fingida. Fueron una acometida espontánea, pero no carente de sentido, contra los ídolos de cartón-piedra del parlamentarismo y del presunto Estado de derecho.
Fueron
la abjuración definitiva de los partidos y de la supuesta representatividad.
Fueron, en consecuencia, la aspiración a una democracia real, que no es otra
cosa que la democracia directa. Que esto es así lo prueban las elecciones
realizadas diez meses más tarde, en diciembre de 1989, en las cuales el setenta
por ciento de los ciudadanos se abstuvo de votar. Si a ello añadimos los votos
deliberadamente nulos, el porcentaje de quienes reniegan del sistema, de los
partidos y de la democracia representativa se acrecienta al punto de obligamos
a pensar que en dichas elecciones sólo votaron los candidatos y sus familias.
Leemos
en un artículo de Correo A: 'El 27 F fue un día que durará mucho más que las
veinticuatro horas del calendario. Sus efectos se han de extender por largo
tiempo y entre ellos se pueden desprender algunos. Una clase ha muerto, la
clase política, aunque ella parece que no se enteró. Quedó claro que su
mensaje, como tantas veces lo hemos repetido, sólo tiene que ver con la defensa
de sus intereses sectoriales y sólo tiene sentido entre los miembros de sus
clanes. El 27 F la sociedad les retiró el poder que decían detentar en nombre
de ella. Quedó claro que no representan a nadie sino a ellos mismos. La
pregunta que nos hacemos es si la población decidirá enterrar a esos muertos,
no restituyéndoles el poder y disolviéndolo en el seno de la sociedad misma o
permitirá que ellos, o sus herederos, sigan con más de lo mismo". Los
resultados de las elecciones de diciembre parecieron indicar que existe una
voluntad de enterrar a esos muertos. Pero la tarea no es fácil, porque muchos
de ellos son "muertos vivientes", en el sentido de Tolstoi y en el de
Bram Stoker; porque el suelo en el que hay que enterrarlos es muy duro,
petrificado por al acción del hábito y del prejuicio; porque los enterradores
no conocen bien su oficio. Es preciso que lo aprendan, no de las
"vanguardias" revolucionarias o de las “élites” intelectuales, sino
de su propia experiencia, de su propia praxis, de su propia reflexión. Así lo
hizo el pueblo de Paris cuando instituyó la Comuna, el pueblo español cuando en
1936 creó las colectividades agrarias e industriales, el pueblo ruso cuando
constituyó los Consejos (soviets) de obreros y campesinos. Y es preciso además
que aprendan a vigilar para que no salgan después de sus ataúdes los muertos
vivientes, tal como lo hicieron en la Rusia de Stalin, para construir una nueva
y opresiva clase política de técnicos y burócratas.
(Revista Orto, Año XXI, Número 121, Mayo-Agosto 2001).
(Revista Orto, Año XXI, Número 121, Mayo-Agosto 2001).
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