Por Julio César Castellanos
El Estado venezolano es dueño de hipódromos, siderúrgicas, fábricas de tubos, procesadoras de leche, cementeras y un largo etcétera. Pues, dueño de buena parte de la industria nacional. Si hacemos un listado de la propiedad estatal se nos acaba la tinta y obviemos lo importante: ¿el crecimiento de la propiedad estatal redunda en mejor calidad de vida para los venezolanos?
El Estado venezolano es dueño de hipódromos, siderúrgicas, fábricas de tubos, procesadoras de leche, cementeras y un largo etcétera. Pues, dueño de buena parte de la industria nacional. Si hacemos un listado de la propiedad estatal se nos acaba la tinta y obviemos lo importante: ¿el crecimiento de la propiedad estatal redunda en mejor calidad de vida para los venezolanos?
Antes de
contestar esa pregunta hay que precisar que el Estado venezolano, desde la
aparición del petróleo, ha emprendido la tarea de la modernización bajo dos
enfoques, a saber: 1) Dotación de infraestructura pública y 2) La trasmutación del Estado en empresario.
El Estado empresario tuvo su justificación ante el hecho cierto de la situación
de postración económica con la cual llegó Venezuela al siglo XX producto de las
sucesivas guerras y revoluciones del siglo XIX. Simplemente, no existían
grandes capitales nacionales que emprendieran las inversiones requeridas para
construir una sociedad industrial congruente con la condición de país
petrolero.
Ciertamente,
en los principios del siglo XX, el Estado venezolano era el único actor que
contaba con los recursos financieros suficientes para, por ejemplo, desarrollar
las llamadas industrias básicas de Guayana o la compañía nacional de telefonía
(CANTV). Sin embargo, en un momento determinado se cruzó el umbral entre el
Estado empresario para fomentar el desarrollo económico al Estado empresario
para satisfacer clientelas políticas.
Pues, ahora
llegamos al llegadero. Hay pocos sectores de la economía nacional en los cuales
el Estado no ejerza un grado de presencia sustancial. ¿Esto qué ha logrado? El
Estado dueño de fábricas de cemento no logra satisfacer la demanda nacional, el
Estado dueño de hoteles compite con los posaderos y hoteleros pequeños y
medianos privados, el Estado dueño de fábricas de leche… importa leche.
¿Cómo
logramos revertir esta tendencia del Estado a engullir a sus hijos tal cual
Cronos? No es nada fácil, en primer lugar, los trabajadores de las empresas
públicas son renuentes a la privatización, no por una razón principista como la
preservación de la soberanía, sino porque bajo una administración privada
importarían más los estándares de productividad que el carnet del partido de
gobierno.
En segundo
lugar, con las empresas públicas un gobierno populista y clientelar puede fijar
precios artificialmente bajos con lo cual crea dos perversas operaciones 1) La
sensación de que la privatización acarrearía especulación en los precios en
desmedro de los consumidores y 2)
Castiga a los ciudadanos con las consecuencias lógicas de la fijación
arbitraria de precios: desinversión, falta de mantenimiento industrial,
desabastecimiento y surgimiento de mercados negros.
Personalmente,
no creo en la ortodoxia económica liberal en la cual el Estado no debe
intervenir en la economía. Por el contrario, se necesita un Estado fuerte que
regularice el mercado, proporcione seguridad sanitaria, social y personal;
genere una plataforma educativa e instruccional masiva, pública, gratuita y de
calidad. No obstante, creer que el dios Cronos perderá la costumbre de vernos
apetecibles es no solo ingenuo… también es peligroso.
El Estado
empresario es ante todo una creación populista y clientelar pero, tal como los
venezolanos hemos constatado en los últimos 13 años, también puede convertirse
en un terreno fértil para la ambición de un dictador militar que termine encarnado
personalmente al mismo sistema. En Cronos hecho hombre.
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