Por Rafael Uzcátegui
Los gobiernos autoritarios de izquierda necesitan, como
parte de su proyecto de dominación, el reconocimiento del resto de las
organizaciones e iniciativas del mundo a quienes considera sus pares, en
consonancia con su visión maniquea –y religiosa- de un mundo dividido en fieles
y herejes. Esta mirada polarizada del conflicto, a su vez, necesita un cónsono
correlato interno, en donde el apoyo –incondicional o supuestamente “crítico”-
sea conformado por el universo de izquierda local mientras que sus detractores
sean, obligatoriamente, renegados y mercenarios. Si estos sustentos no existen
se inventan, creando organizaciones fantasmas que magnifiquen internacionalmente
amores y lealtades.
La historia de cómo el castrismo en el poder pudo exterminar al anarquismo cubano es un ejemplo. Los seguidores de Bakunin en la isla fueron parte de la ofensiva popular contra la dictadura de Fulgencio Batista. Los principales periódicos anarquistas cubanos, Solidaridad Gastronómica y El Libertario, reflejaron en sus primeras ediciones post 1958 una actitud cautelosa pero esperanzadora con relación al gobierno revolucionario. Sin embargo, fieles a sus postulados, denunciaron que la burocracia comandada por Fidel Castro se inclinaba hacia un gobierno totalitario. Mientras el castrismo comenzaba la ocupación de sindicatos, allanamiento de imprentas y persecución contra libertarios, paralelamente invitaba a personalidades ácratas para que divulgaran en el extranjero las bondades del régimen. El alemán Agustín Souchy, trasladado para constatar la “revolución en el campo”, escribió el libro “Testimonios sobre la revolución cubana” donde alertaba, en 1960, las funestas consecuencias del centralismo agrario según el modelo soviético. Lo siguiente fue la gestación y difusión de un manifiesto firmado por Manuel Gaona Sousa, un viejo anarquista convertido al fidelismo, para asegurar al mundo: “casi la totalidad de la militancia libertaria de Cuba se encuentra integrada en los distintos organismos de
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