Por Gustavo Rodríguez
El siglo
XXI presenta un desarrollo de los recursos productivos[1] que era absolutamente inimaginable
para el conjunto de conocimientos y
expectativas del siglo XIX. El capital ya no es el mismo, no presenta su
composición sectorial de otrora ni cumple en todos los casos funciones
idénticas. La tierra ya ni siquiera es solamente la tierra y debe compartir su
viejo rol junto a mares, cielos y subsuelos, amén de satisfacer algunas
consideraciones de orden ecológico que Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx ni
siquiera soñaron. El trabajo también cambia su fisonomía dentro de los procesos
económicos y, en ciertas áreas de la producción, cada vez se parece menos a su
vieja representación, heredada de la física, como energía y como fuerza. Para
colmo –aun con las reservas y los “temores” que normalmente provocan las
situaciones nuevas–, bien se podría incluir hoy entre los recursos productivos
a dos convidados: el conjunto de saberes e informaciones aplicados a la
fabricación de bienes o el ofrecimiento de servicios y los modelos o las formas
de organización reclinados sobre tales menesteres.[2] Por su parte, el Estado –que
durante prolongados períodos históricos fue el gestor y el articulador principal
de los recursos productivos–, y los regímenes políticos que actualmente le son
anexos y según sus características y derivaciones presentes, ya no admiten ser
vistos como las condensaciones de poder que en algún momento aparentaron ser. Los márgenes de decisión
política propiamente estatal han asistido a un proceso de adelgazamiento –virtualmente
anoréxico en muchos casos– y aquella legitimidad que a fines del siglo XIX
carecía prácticamente de rivales hoy comparte sus fueros con una constelación inacabable
de organismos intergubernamentales, corporaciones transnacionales y asesorías
técnicas que siempre parecen estar a punto de su sustitución.[3] Así, las sociedades
contemporáneas se nos presentan bajo un aspecto de complejidad y diversidad que
era decididamente impensable a partir del patrimonio teórico de que disponían
los movimientos de trabajadores de las últimas dos centurias, y la problemática
de la lucha de clases así como del propio comunismo no puede dejar de ser
observada a través de ese prisma inevitable.
La
concepción según la cual el desarrollo de las “fuerzas productivas” acentuaría
sus contradicciones con las relaciones de producción –lo que, según el
marxismo, estaría acompañado por una simplificación del cuadro resultante de
luchas a nivel de las clases sociales, ubicando a ciertos sectores ya sea en el
campo de la burguesía ya en el campo del proletariado– y abriría el camino de
la revolución y de la transformación comunista no constituye en nuestra época
más que una curiosidad para los investigadores de la evolución de la teoría
social. Por lo pronto, el pensamiento económico prácticamente no cuenta hoy con
una idea más absurda que la que estipula que las relaciones de producción se
constituirán en algún momento en un dique de contención al crecimiento de las
“fuerzas productivas” y que ello será el manantial inagotable de las
revoluciones comunistas. Más aún: no existe indicio alguno de que la gran
industria, según el modelo que Marx y Engels apenas comenzaron a conocer y
Lenin exaltara luego en sus momentos de más desfachatado taylorismo, sea el
camino que imperativamente habrá de seguir la concentración de recursos productivos
abriendo paso al crecimiento del proletariado, en el sentido restrictivo de
clase obrera industrial. Antes bien, según lo que hemos comenzado a insinuar,
el desarrollo de los recursos productivos no parece haber operado otra
transformación que la extensión de las relaciones capitalistas, pero asociadas
ahora con la operatoria del Estado en la prestación de determinados servicios y
escindidas de enormes contingentes de población cuya condición de pertenencia o
integración al sistema consiste en haber sido excluidos, expulsándolos a la
periferia del mismo y que no constituyen –a partir de su sola existencia–
ninguna alternativa económica relevante. Entonces, si el comunismo realmente
dependiera de la hegemonía incuestionable de cierto modelo productivo,
concebido como históricamente superior y asociado a la gran industria según los
viejos cánones del fordismo, bien podemos ir despidiéndonos ahora mismo y para
siempre de su realización.
El
estrepitoso fracaso de las experiencias de edificación “socialista” inauguradas
con la revolución rusa de octubre de 1917 y la brusca interrupción de su
septuagenario, encuentran una de sus tantas explicaciones precisamente en el
hecho de haberse sustentado en la convicción contraria. Cifrar las expectativas
“socialistas” en las formas productivas propias de la gran industria era una
idea ya presente en Marx y de la que Lenin puede considerarse su más digno
heredero. En este terreno, cuando Lenin quería mostrarse profundamente
autoritario, no hay duda que conseguía hacerlo a las mil maravillas: “¿Cómo
puede asegurarse la más rigurosa unidad de voluntad? Subordinando la voluntad
de miles de hombres a la de uno solo. Si quienes participan en el trabajo común
poseen una conciencia y una disciplina ideales, esta subordinación puede
recordar más bien la mesura de un director de orquesta. Si no existen esa
disciplina y esa conciencia ideales, la subordinación puede adquirir las formas
tajantes de la dictadura. Pero, de uno u otro modo, la subordinación
incondicional a una voluntad única es absolutamente necesaria para el buen
éxito de los procesos de trabajo, organizados al estilo de la gran industria
mecanizada”.[4]
Perspectiva ésta bien distinta a la de Bakunin, quien no creía que pudiera
haber una asimilación inmediata entre ciertas condiciones instituídas de
producción y la construcción del socialismo: “Esta degradación del trabajo
humano constituye un grave mal que contamina las instituciones morales,
intelectuales y políticas de la sociedad. La historia demuestra que una
multitud inculta, cuya inteligencia natural ha quedado atrofiada y embrutecida
por la monotonía mecánica del trabajo diario, y que anhela en vano el
conocimiento, constituye una masa sin cabeza cuya turbulencia ciega amenaza la
existencia de la misma sociedad”.[5] Las diferencias entre
Bakunin y Lenin son obvias: así como Lenin celebra entusiasta un cierto modelo
productivo y la disciplina del trabajo que le es anexa, Bakunin no puede sino
lamentarse de tales cosas y ver en ellas no un anticipo sino un obstáculo del
socialismo y –con mayor razón todavía– de sus innegociables anhelos
libertarios. Las condiciones reales de producción no son, entonces, el embrión
determinista que inexorablemente conducirá al comunismo sino un atolladero que habrá
que someter al ejercicio de la crítica y la contestación.
Más
allá o más acá de la ciencia ficción, la arquitectura y el diseño utópico –al
menos el de signo ácrata y cuanto está vinculado a y resulta de la acción
revolucionaria– no puede fundarse más que en las configuraciones fundamentales
de las sociedades para las cuales ha sido pensado. Esas configuraciones no
están dadas automáticamente a partir de la organicidad y los movimientos del
capital sino que surgen a partir de la propia experiencia histórica de luchas y
de su reelaboración en términos de proyectos autónomos de ruptura; una
afirmación largamente intuida pero no siempre formulada con claridad y en forma
terminante por el pensamiento anarquista. Así, es posible encontrar todavía
afirmaciones como la siguiente: “Es únicamente en las organizaciones económicas
revolucionarias de la clase obrera que se encuentra la fuerza capaz de realizar
su liberación y la energía creadora necesaria para la reorganización de la
sociedad a base del comunismo libertario”.[6] En este contexto
discursivo, la expresión “organizaciones económicas revolucionarias de la clase
obrera” no termina de asumir o de reconocer su manifiesta ambigüedad. Y ésta se
plantea como tal porque las organizaciones a las que se alude no son
espontáneamente revolucionarias exclusivamente a partir de sus lazos
productivos y porque, en caso de llegar a serlo, su nuevo carácter no se
deduciría directamente de su situación económica sino de su propio esfuerzo de
elaboración y/o confirmación de la misma; su asunción revolucionaria no es el
resultado llano y previsible de una simple operación aritmética a partir de un
lugar dado en la estructura productiva sino el complejo compromiso que se gesta
en un recorrido de luchas y en una decisión autónoma y re-fundacional. Sin
embargo, no por ello deja de ser cierto que no hay ruptura social concebible y
posible si no es, al menos en gran parte, sobre la base de los núcleos
productivos realmente existentes; aunque tal cosa no puede querer decir que
“únicamente” en los mismos se encuentre “la fuerza capaz de realizar su
liberación” ni que su sola presencia alcance y sobre para considerar liquidada
la arquitectura del diseño utópico.
Precisamente,
la evolución real de la estructura productiva somete hoy la configuración
concreta de ese diseño a nuevas complicaciones. Por lo pronto, en tiempos de la
1ª Internacional –¡y durante la mayor parte del siglo XX!– se creyó firmemente
que el movimiento histórico tendría por desembocadura, inmediata o a mediano
plazo, tanto el crecimiento cuantitativo del proletariado como su
homogeneización interna en los términos de las formas productivas “superiores”
representadas por la gran industria. Sin embargo, el propio devenir se ha
encargado por sí sólo y sin auxilio teórico alguno de negar categóricamente
tales vaticinios. A lo que en realidad hemos asistido es a una complejización
creciente de los procesos de trabajo mediante la emancipación de la técnica, a
un inacabable surtido de divisiones y subdivisiones en la esfera de la
producción de bienes y de servicios y a una segmentación horizontal y vertical
de lo que todavía hoy suele registrarse bajo la consoladora pero a todas luces
insuficiente expresión de “mano de obra”. La gran industria, la producción en
serie y las cadenas de montaje ya no constituyen el paradigma productivo en
aquellos países donde alguna vez se conociera su hegemonía y nunca llegaron a
serlo en la mayor parte de América Latina, África y Asia, que apenas llegaron a
ser “bendecidas” con su rocío. La diversificación, la segmentación y la
tecnocratización sustituyeron en los hechos a la profecía de una
homogeneización que jamás se verificó. Y no sólo la estructura productiva
realmente existente e imperante en las mayores extensiones planetarias vio cómo
se multiplicaba la cantidad de lugares y posiciones posibles sino que,
prácticamente, cada proceso productivo particular recibió el homenaje de una
división interna del trabajo, de una diferenciación y de una tecnificación
creciente que eran impensables en los esquemas tradicionales. Hoy –y desde hace
décadas– no podemos menos que constatar el enorme redimensionamiento de los
servicios con respecto a la producción fabril de bienes en sentido estricto y
también tendremos que reconocer en casi cualquier proceso particular de trabajo
la multiplicación de aquellos puestos que ya no se caracterizan como labores
manuales y directas sino que, contrariamente, encuentran su rasgo de distinción
en múltiples funciones de supervisión, planificación y “apoyo técnico”.
En este
contexto, la vieja conciencia unitaria de clase es sorprendida en su buena fe
original, por lo menos por dos razones: en primer lugar, porque de acuerdo a
sus propias bases teóricas de sustentación debería experimentar el mismo
proceso de fragmentación que afecta a sus soportes existenciales y, en segundo
término, porque ya no puede servirse de aquellas antiguas nociones que apelaban
al interés inmediato como detonante de su historia formativa. Así, la comunidad
mítica del proletariado debe abrir paso y ofrecer un lugar al reconocimiento de
contradicciones internas en su propio seno, con sus correspondientes
formulaciones discursivas e independientemente del nivel de análisis que se
adopte; sea éste el campo, la fábrica, el taller, la oficina, la escuela, la estructura
productiva nacional o –con mayor razón todavía– el cuadro de divisiones y
subdivisiones internacionales del trabajo. Si realmente fuera cierto que la
existencia delimitada por las condiciones inmediatas de trabajo determina la
conciencia que se tenga de ellas y de tantas otras cosas, entonces tendríamos
que habérnoslas con tantas ideologías como categorías laborales pudiéramos
encontrar. Y, para colmo, tendríamos que darle a la distribución de la
conciencia la forma de un escalafón y resignarnos una y otra vez a que el
interés de cada cual provocara en su soberano despliegue algo no muy diferente
a una guerra de todos contra todos. Sospecha que obliga por sí misma, en
cualquier intento de reconstrucción teórica, a desechar ese supuesto bizantino
del interés estructural y “objetivo” y a ubicar en su lugar un proyecto
histórico que se remonte más allá de sus posibilidades inmediatas y una
asunción colectiva de tensiones y de deseos; momentos éstos del pensamiento y
de la práctica a pautar y a construir como parte de la experiencia cotidiana,
de la memoria y del patrimonio de aquellos sujetos sociales a los que se asigne
los protagonismos más relevantes y la correspondiente epopeya de la ruptura.
Pero, hay
más aún. Por lo pronto, el proceso de complejización y división del trabajo ha
estado acompañado, en una relación de condicionamientos, por una tecnificación de
antecedentes lejanísimos pero que la dinámica capitalista volvió repentinamente
creciente; la que primero sustituyó la fuerza física, más tarde suplantó
ciertas habilidades artesanales y hoy pretende, ocupar el lugar de la
inteligencia humana. La máquina interviene no sólo en los términos propios a la
composición del capital sino que afecta enteramente los procesos productivos,
se incrusta en ellos, los reorganiza desde su propia interioridad y se
transforma así en un recurso específico que proyecta su influencia más allá de
su mero dominio y de su aplicación. Lo que se pone en juego es bastante más que
la propiedad jurídica formal sobre las máquinas puesto que en esa
reorganización de los procesos productivos, los propios recursos laborales
cambian su inscripción y su naturaleza. No sólo se produce una desvalorización
del trabajo manual sino un repliegue generalizado del trabajo en su sentido
clásico y de la cantidad relativa de trabajadores en condiciones de ocupar las
plazas efectivamente disponibles.[7] Si optáramos por
ilustraciones –sensacionalistas pero reales– del camino recorrido y sólo para
señalar el sentido de los cambios, podríamos decir ahora que, en tiempos de
Bakunin y de Marx, un barbero había de realizar algunas de las operaciones
quirúrgicas propias de la época mientras que hoy la cirugía incorpora el uso
del rayo láser y exige de sus practicantes una decena de años de formación universitaria.
Nada se resuelve sosteniendo que tanto las sociedades de aquel entonces como
las actuales acreditan un carácter capitalista
–aunque la tengan realmente, por supuesto– si no somos capaces de darnos
cuenta de las extraordinarias mutaciones habidas en los procesos productivos
entre ambas situaciones extremas. Del mismo modo, si unas cuantas décadas atrás
los Partidos Comunistas consiguieron que la hoz y el martillo fueran la
representación icónica de la “clase en ascenso” y de su alianza con el
campesinado, hoy no podrían generar con la misma simbología otra cosa que nostalgia
y fascinación indudablemente requeridas de acompañamiento por la evocación
mítica de los orígenes.
El remate
de todos estos sub-procesos convergentes no es otro que aquel que se expresa a
través de la pérdida de centralidad del trabajo en su acepción tradicional y de
la falta de gravitación del mismo como referente cultural básico. El trabajo
estable, concebido como empleo dependiente de una empresa y asociado muchas
veces con la posesión de un oficio cualificado, el que generalmente desarrollaba
ciertas señas de identidad, no sólo ha dejado de ser una constante sino que
tiende a volverse una posibilidad remota y, como tal, un anhelo de difícil
realización. El trabajo formal así concebido ocupa cada vez menos tiempo en las
vidas de las personas[8] y su significación, como
nodo de derivaciones y sentidos culturales, tiende a volverse cada vez menor.
El trabajo ya no es un motivo generalizado de orgullo sino apenas un refugio de
sobrevivencia y un hecho “extraño” a nuestras vidas. Ya no hay realizaciones en
torno suyo sino apenas un conjunto de instrumentalidades inevitables en las
cuales los trabajadores mismos no constituyen otra cosa que una mediación hacia
fines supuestamente “superiores”. Aquella identidad que heredamos del siglo
XIX, la que tenía en el trabajo su principal referente y que permitía representar
a la sociedad como un espacio ordenado; esa identidad que hizo suponer que el
mundo nuevo sólo requería la tarea, conceptualmente simple, de suprimir el
imperio del Estado y del capital, hoy se ha diluido en las nebulosas de la insatisfacción
y de la ira. Ese escrito anónimo, mordaz y enigmático que es Ai ferri corti,[9] lo expresa en términos
quizás difíciles de mejorar: “¿Pero
cómo crear una nueva comunidad a partir de la cólera? Terminemos de una vez por
todas con los ilusionismos de la dialéctica. Los explotados no son portadores
de ningún proyecto positivo, así fuese la sociedad sin clases (todo esto se
parece muy de cerca al esquema productivo). Su única comunidad es el capital,
del cual pueden escapar sólo a condición de destruir todo aquello que los hace
existir como explotados: salario, mercancía, roles y jerarquías. El capitalismo
no sienta en absoluto las bases de su propia superación hacia el comunismo –la
famosa burguesía “que forja las armas que le darán su muerte”–, sino antes bien
las bases de un mundo de horrores.”
Admitamos,
a la sazón, que el comunismo –más aún si, como nosotros lo concebimos, no puede
dejar de ser libertario– jamás habrá de ser el producto mecánico y automático
del desarrollo de las fuerzas productivas porque éste sólo conduce a su propia
perpetuación. Asumamos también, que ese desarrollo –gracias a la tecnología– ha
producido una complejización y una diversificación ostentosas en la esfera del
trabajo y que la pérdida de homogeneidades identitarias hace más difícil aún la
edificación de una sociedad igualitaria y solidaria. Aceptemos entonces, que la
sociedad comunista anárquica no puede basarse en la pretendida expropiación
revolucionaria de los medios de producción y la cacareada autogestión de los
mismos a manos de los trabajadores libres puesto que dichos medios se valían
para el trabajo esclavo y por ende son
inútiles a la emancipación Deduzcamos, además, que un proyecto de
recreación social que sólo intente justificarse en el obrerismo o en los
trabajadores manuales asalariados no contaría con muchos respaldos y sólo
podría fundarse en una feroz dictadura “socialista” cuyas virtualidades son
sobradamente conocidas. Asentemos, por extensión de nuestros razonamientos, la
idea de que uno de los grandes problemas a resolver por cierto núcleo de
necesidades, deseos, voluntades y proyectos refractarios pasa a ser,
radicalmente, el de los sujetos conscientes que sustituyan con ventajas al difunto
proletariado. Por consiguiente, lo que cabe dejar establecido en este preciso
instante, a modo de conclusión provisional, es que dichos sujetos no podrán ser
simplemente la contracara generada por el capitalismo en su propia dinámica y
que tampoco podrán localizarse exclusivamente en la lucha de clases tal como se
le ha concebido tradicionalmente. Seguirá siendo cierto, indiscutiblemente, que
ninguna sociedad puede refundarse en libertad sin haber resuelto el gran tema
de la abolición del trabajo –la destrucción de la mercancía y el
desmantelamiento de la producción–, pero habrá que incorporar también la
convicción de que tal cosa no opera en un espacio de determinaciones
unidireccionales y que, por lo tanto, ninguna sociedad puede recrear tampoco
nada perdurable y que realmente valga la pena si ése es el único problema que
está en condiciones de resolver; ignorando momentáneamente el disparate que
supone creer que ello podría encararse omitiendo cualquier otra consideración.
Aceptemos ahora que crear y recrear vida colectiva en libertad son actividades
consientes y autónomas que se extienden muchísimo más allá de la esfera del
trabajo y que exigen, para poder concretarse, una toma de conciencia
generalizada encauzada hacia la destrucción total del sistema de dominación. Esperemos,
entonces, el momento en que habremos de estar en condiciones de abordar este
tema desde una perspectiva mucho más nutrida que la actual.
Gustavo Rodríguez
San
Luis Potosí
A 18 de agosto de 2011
[1]
Hablamos de “fuerzas productivas” y no de “recursos productivos” porque nuestra
exposición intena adaptarse, en la medida de lo posible, a la terminología
propia de la época a la cual se refiere; una terminología que, en lo esencial,
tenía una procedencia fundamentalmente marxista. Los economistas ortodoxos de
nuestro tiempo prefieren hacer referencia no a las fuerzas productivas sino a
los “factores de producción”. De nuestra parte –en el momento en que este desarrollo da un salto y pasa de la
interpretación del pasado al intento por descifrar algunas claves de nuestro
presente–, creemos imprescindible
ir procesando una conceptualización y un conjunto de usos léxicos propios que
vayan generando sus propias marcas de identidad y de “autoestima” y labrando el
camino de una elaboración teórica relativamente autónoma; por ello, hemos
incorporado este término frecuentemente empleado por Rafael Spósito. Sin
perjuicio de esta intención, es necesario reconocer que el vocablo “recursos”
tampoco es enteramente satisfactorio por cuanto no permite incorporar el hecho
de que, en un orden de mayor generalidad, los trabajadores, en tanto expresen
un devenir histórico de enfrentamientos, no son una mera pieza de disposición
gerencial sino los agentes de una pulsión colectiva movilizada a partir de sus
propios deseos y necesidades.
[2] Es justo
reconocer respecto a los saberes que, precisamente, uno de los rasgos
contemporáneos de la estrategia empresarial –particularmente de las grandes compañías transnacionales– consiste en su completa asimilación
e incorporación al capital por la vía de las patentes, royalties, etc.; aun
cuando se trate de una batalla inconclusa. Los modelos organizativos, por su
parte, también podrían ser incluidos en la esfera del trabajo, aunque ahora lo
fueran como un atributo gerencial. Sin embargo, y aun pese a los riesgos
teóricos que esto implica, dados los elementos de novedad presentes en uno y
otro caso, hemos preferido explorar el camino de su consideración separada.
Además, el hecho de que las formas de registro contable no den todavía debida
cuenta de tales categorías no tiene, desde nuestro punto de vista, ningún
significado teórico relevante.
[3]
Entiéndase bien: cuando decimos “parecen estar a punto de su
sustitución”, estamos diciendo, precisamente, que tal sustitución no se ha
producido. Los Estados, unos más que otros, y en ciertas circunstancias más que
en otras, continúan siendo la principal instancia de legitimación, en los
niveles territoriales y poblacionales de su competencia, incluso de las
condensaciones no estatales de poder; siendo ésta una distinción que
teóricamente disfruta de la mayor relevancia y que no nos permite descuido
alguno.
[4] V. I.
Lenin; Las tareas inmediatas del poder
soviético; publicado el 28 de abril de 1918 en el número 83 de Pravda; en
Obras Escogidas; pág. 444; Editorial Progreso, Moscú, 1969.
[5] La cita pertenece
al Catecismo revolucionario (1866) de
Mijaíl Bakunin y está recogida en la selección a cargo de Sam Dolgoff La anarquía según Bakunin, pág. 101;
Editorial Tusquets, Barcelona, 1983. Compárese también esta visión preocupada
de Bakunin con el optimismo de Marx; el que, como hemos visto, se desentendía
de lamentarse incluso del trabajo infantil.
[6] Art.
11 de los Estatutos de la Asociación Internacional de Trabajadores.
[7] Esta
situación echa por tierra las nociones tradicionales en torno a un supuesto
“ejército de reserva”; un asunto de extraordinario interés pero que no será
posible abordar específicamente en este trabajo.
[8] Las
siguientes cifras pueden ser útiles a la hora de apreciar la extensión del
fenómeno: un obrero realizaba anualmente 5.000 horas de trabajo hace 150 años;
3.200 horas hace un siglo, 1.900 horas en los años setenta y 1.520 actualmente.
Relacionándolo con la duración total del tiempo que permanece despierto en el
conjunto del ciclo de la vida “el tiempo de trabajo representó el 70 por ciento
en 1850, el 43 por ciento en 1900, solamente el 18 por ciento en 1980 y el 14
por ciento hoy”. Cf., Roger Sue, Temps et
ordre social, cit. en Renée Passet, “Las posibilidades (frustradas) de las
tecnologías de lo inmaterial”; recogido, a su vez, en Pensamiento crítico vs. Pensamiento único, Le Monde Diplomatique,
Edición española, Editorial Debate, Madrid, 1998. Más allá de lo dicho y de la
convicción de que seguramente expresa una tendencia difícilmente desmentible,
es de hacer notar que el mencionado trabajo no especifica la metodología según
la cual se construyó el indicador ni aclara cuál es exactamente el universo de
aplicación del mismo.
[9] Ai ferri corti con l’esistente, i suoi
defensori e i suoi falsi critici –que
puede ser traducido como “en duelo a muerte con lo existente, sus defensores y
sus falsos críticos”–, texto
anónimo y particularmente celebrado por la tendencia insurreccional anarquista,
actualmente disponible en un par de páginas web: www.alasbarricadas.org y www.flag.blackened.net/pdg.
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