Octavio Alberola
Tras el derrumbe del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética, de ese socialismo totalitario que pretendía ser hasta entonces el motor de la historia moderna, la bipolaridad política dejó de serlo y se llegó inclusive a afirmar que el mundo unipolar en curso de instauración marcaba el fin de la historia. En efecto, sobre las ruinas del llamado socialismo real quedaba triunfante el Capitalismo y sólo la Democracia burguesa aparecía -más que antes- como el paradigma político del contrato social.
La lucha de clases continuaba; pero no tendría ya por objetivo la Revolución sino la lucha electoral. Tanto la Derecha como la Izquierda asumían la victoria del sistema capitalista (“libre mercado”), sellando un “compromiso histórico” para competir por el poder político exclusivamente a través del sufragio universal como expresión de la voluntad popular.
Por ello, durante estos veinte años transcurridos desde el final de la “guerra fría”, han desaparecido en América Latina casi todos los regímenes dictatoriales que se habían impuesto por las armas; pasando a ser un continente en el que se ha instalado, salvo en Cuba, la democracia electoral como medio de gestión política de la sociedad y la libertad de mercado como medio de gestión de la economía. De ahí la creciente simbiosis entre la iniciativa privada y la financiación proveniente del Estado, con una interdependencia cada vez mayor entre la empresa privada y la pública. Inclusive en la Cuba castrista, ese vestigio anacrónico de la “guerra fría” que demagógicamente pretende mantener aún vivo ese enfrentamiento bipolar.
No es pues de extrañar que, desde la llegada al Poder de Hugo Chávez y otros líderes populistas latinoamericanos, vivamos nuevamente inmersos en la persuasión de la bipolaridad de la lucha política. Y ello no sólo porque desde la izquierda como de la derecha se hace todo lo posible por persuadirnos de tal bipolaridad, y de que no hay otra alternativa, sino también porque esta bipolaridad se presenta como una oposición inconciliable entre el nuevo socialismo (el socialismo del siglo XXI) y el imperialismo (yanqui, evidentemente).
Coincidencia comprensible entre los que aspiran a gobernar, a reducir la historia pasada y presente a tal disyuntiva, puesto que derecha e izquierda se necesitan mutuamente para legitimarse y justificar su lucha por el control institucional. Pero incomprensible de parte de los que, triunfe una o triunfe la otra, seguirán siendo víctimas de la explotación y la dominación, puesto que el socialismo del siglo XXI es, como lo fue el socialismo real, simplemente capitalismo de Estado.
Es cierto que la necesidad de faros y certezas empuja a muchos izquierdistas a buscar refugio en cualquier discurso prometedor de cambio, por demagógico y retórico que éste sea. Particularmente cuando se tiene mentalidad seguidista y se vive sin ver lo que acontece alrededor (en la China, por ejemplo) y lo que la historia reciente ha evidenciado (en la Unión Soviética y demás países del socialismo real) de manera tan concluyente. De ahí que no deba sorprender la reaparición de nuevos sueños colectivos en Paraísos y que éstos tomen la forma de un delirio revolucionario sustentado por una escatología socialista y católica, en Venezuela, e inclusive étnica, en Bolivia; con una enfermiza pasión de los gobernantes por eternizarse en el Poder. Pero, tampoco constituye una sorpresa que, ante la prueba del ejercicio del Poder, el recetario del populismo izquierdista muestre una vez más su incapacidad a cumplir sus promesas emancipadoras y ponga en evidencia su verdadera intencionalidad autoritaria y personalista, re diseñando legislaciones, el ámbito político y el ejercicio de la autoridad a su conveniencia y deseo.
Surgido del fracaso de las políticas "neoliberales", que los propios partidos socialdemócratas hicieron suyas, y del auge del movimiento alter-mundialista de los años noventa, este nuevo populismo prometía reconstruir el Estado social y a más largo plazo un socialismo compatible con la democracia representativa para acabar con las lacras del desempleo, la precariedad y la miseria que el "neoliberalismo" había creado o agudizado.
Esta alternativa reactivó el gusto por la lucha política en muchos jóvenes y algunos viejos que habían comenzado a desconfiar de los juegos electorales y los compromisos institucionales, que rechazaban este mundo inmundo sin llegar a concebir el “otro mundo posible”... Ése que ahora creían alcanzable a través de esta nueva radicalidad política. Pero, a la hora de la verdad y tal como algunos lo habíamos advertido, esta alternativa, que se pretendía y pretende aún anticapitalista, lejos de romper con el capitalismo se adaptó al orden establecido y se sometió a los imperativos del mercado, olvidándose de cumplir sus promesas o incapaz de satisfacerlas a causa de la corrupción burocrática. Y eso pese a que, con tal excusa, se prosiguieron y se acrecentaron las políticas desarrollistas que antes se habían calificado de devastadoras y denunciado por estar en manos de las transnacionales capitalistas.
No es pues sólo por no haber sabido o querido crear una nueva representación política de los explotados y los oprimidos que esta alternativa debe asumir tal fracaso -pese a haber ejercido el Poder de manera casi totalitaria y sin oposición realmente digna de ese nombre durante muchos años ya- sino que también debe asumir la responsabilidad de la continuidad del proceso de devastación del planeta. Con el agravante de su complicidad en la destrucción del entorno natural, social y cultural de comunidades indígenas a las que se había prometido preservar sus tierras y formas de vida tradicionales.
Este es pues el balance de un populismo que, además de socialista, se proclama nacionalista. De un populismo que en ocasiones actúa de manera xenófoba y que se ha sumado a la desmesura de un sistema, el capitalismo (privado y de Estado), que pretende cuantificar lo incuantificable y dar una medida común a lo inconmensurable. De un populismo, pretendidamente de izquierda, que ha contribuido decisivamente a desarmar y reintegrar al sistema de explotación y dominación capitalista a los movimientos antisistémicos y a casi aniquilar las expectativas de las auténticas alternativas y propuestas anticapitalistas en el horizonte histórico contemporáneo.
Todo esto es lo que, para mi, pone en evidencia objetivamente este libro; pues, aunque en el subtítulo se precisa que es “una crítica anarquista al gobierno bolivariano”, no se trata de un análisis ideológico sino que es el resultado de un largo y riguroso trabajo de investigación, lleno de referencias de primera mano y acompañado de un rico conjunto de notas que permiten al lector completar la información y verificar los datos y los hechos reseñados.
El chavismo es remontado hasta sus orígenes y analizado en toda su complejidad. Pero, sobre todo, inscrito en la historia de Venezuela y en lo que constituye su principal especificidad política y económica: el hecho de que la principal industria del país es la exportación de petróleo y recursos energéticos.
El libro sigue a la traza esta historia y sus consecuencias para el pueblo venezolano e inclusive para otros pueblos del continente. Es, como dice el propio autor, una mezcla de “historia, análisis político y periodismo, mediante testimonios de protagonistas derivados de cada una de las situaciones”. Y por ello no es posible dar, en este prólogo, una idea exacta de la riqueza informativa y contextual de este estudio. No obstante, estoy plenamente convencido de que el lector la apreciará y que el conjunto provocará en él una saludable toma de conciencia sobre un proceso que está demostrando ampliamente sus funestas consecuencias para el pueblo venezolano y el devenir del movimiento emancipador.
Octavio Alberola
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