Christian Ferrer |
El autor de Cabezas de tormenta habla de los libertarios de ayer y de los “ideales sensatos” que aún perduran.
Por Sandra Chaher
http://www.pagina12.com.ar/diario/cultura/7-47524-2005-02-20.html
Después de El lenguaje libertario (publicado en Argentina en 1998), un libro en el que compiló formas modernas del pensamiento libertario –no necesariamente anarquista– como las ideas de Michel Foucault, Paul Feyerabend, Agustín García Calvo, Horacio González, Dora Barrancos y Néstor Perlongher, entre otros, Christian Ferrer acaba de sacar Cabezas de tormenta, mucho más personal que el anterior, en el que aborda directamente la temática del anarquismo respondiendo, por un lado, a las preguntas básicas de un lector neófito y a la vez esbozando teorías posibles de interpretación de los hechos desde una perspectiva libertaria.
En 1996 había publicado Mal de ojo, el drama de la mirada, en el que hace una crítica de la técnica que sólo podía haber sido pensada por una mente imbuida por principios libertarios, y que ya estaba escrito con un estilo ensayístico poco habitual; en Cabezas de Tormenta, Ferrer se toma en serio la confesión de que se trata casi de una autobiografía y libera toda la poética y el lirismo que, dice, provienen de un acto de amor hacia la ideología que lo cobija desde la adolescencia.
“El anarquismo ha sido mi vida. Me tocó ser anarquista y en ese sentido no evolucioné nada. Diría que casi estoy congelado en mis 18, 20 años”, dice en el estudio del altillo de su casa, un ambiente en el que los libros son el único horizonte visual, además de una computadora y el toldo que cubre la ventana.
–¿Cómo se acercó al anarquismo: desde la práctica, desde los textos?
–No es fácil contestar eso. Hay varias formas de acercarse. Tradicionalmente fue un movimiento con arraigo popular.
–Pero usted no es tan viejo.
–No (risas). Digamos que el tipo de reclutamiento actual del anarquismo es por pandillas, como de banda, prende en algún grupo rockero o entre estudiantes y se extiende en esas zonas. Tiene algo de necesidad existencial. Mientras que antes era una elección mucho más consciente. Pero éstas tampoco son las únicas formas de llegar. En general, siempre hay un problema con la autoridad, un rechazo a la autoridad.
–¿Ese fue su caso?
–Sí. Puede ser la autoridad paterna, la escolar, una experiencia en general con la injusticia. La diferencia con otras agrupaciones políticas es que aparece el problema de las jerarquías. Puede también haber a veces dificultades para mandar, saber que se tiene el poder de hacerlo y restringirse. En mi caso, yo me vi muy impactado por la contracultura de los ’60 y ’70. Desde la adolescencia, con el rock en la Argentina, y después en Canadá, donde la recibí más ideológicamente, más de lecturas. Es distinto lo que pasó con la gente de aquí en esas décadas, los militantes, cuya formación no se da en la contracultura norteamericana sino en el nacionalismo o la izquierda clásica. Mientras toda esa generación de izquierda tenía como objetivo central el poder, la contracultura americana no tenía esa obsesión, el tema era fundar una nueva espiritualidad.
–¿Cómo fue su vínculo con los textos clásicos del anarquismo?
–No leí a la mayoría. Es muy común. Yo tengo una enorme biblioteca de anarquismo, pero leí cosas por acá, por allá. A los anarquistas les bastaba saber tres o cuatro cosas y ya estaba claro para ellos lo que era el anarquismo: estar en contra de la jerarquía; pensar formas organizativas donde, en lo posible, todo se decidiera por consenso; el grupo de afinidad, que es la forma de reunirse y vincularse, y una serie de tres o cuatro postulados generales que sirven para actuar en el mundo.
–¿Qué queda del ideario anarquista clásico en los activistas actuales, tanto los de vieja data como estas agrupaciones que denomina de pandilla?
–Primero, cambió el contexto: el modelo político al que respondían los anarquistas a fines del siglo XIX y comienzos del XX estaba asociado a la representación política, y los dos grandes enemigos del anarquismo eran el hambre y la autocracia. No es que estos problemas hayan desaparecido: el Estado a veces toma decisiones autocráticas, pero no tiene nada que ver con lo que pasaba en el siglo XIX, y el hambre sigue siendo una preocupación general como horizonte pero ya no es una experiencia cotidiana. A mí me parece que el anarquismo tenía otro problema que pensó y al cual definió como tema a ser resuelto, que lo podemos llamar la alienación existencial. Gran parte de la doctrina anarquista tiene como objetivo luchar contra lo que llamaban la hipocresía burguesa: el matrimonio, la falta de libertad para desplegar las posibilidades antropológicas de cada ser humano.
–¿La lucha de los primeros anarquistas fue más moral que política?
–No sería moral, sino ideológica. La palabra más justa es que se trataba de una lucha cultural. Era una batalla cultural de avanzada.
–Quedó sin responder cómo se expresa el ideario anarquista histórico en quienes hoy se asumen como anarquistas.
–En principio es un ideal de vida en común, de buena vecindad. Cuando no se puede tener una buena vecindad se inventan leyes, constituciones y policía para llevar las cosas adelante. En segundo lugar, es un ideal de lucha por la bondad humana, es decir: considera que el hombre, por ser bueno, puede actuar benévolamente, por lo tanto es un intento por matar todo lo que hay de erróneo o malo en la historia evolutiva humana. Tercero, es un ideal de igualdad relacional entre seres humanos. Cuarto, de libertad personal que nadie tiene derecho a coartar, particularmente el Estado. Y finalmente, es un ideal que sostiene que la jerarquía corrompe el alma, y en ese sentido propone una sociedad amistosa y no jerárquica. Son ideales que me parecen sensatos.
–¿Un anarquista hoy vive de acuerdo a estas ideas?
–Es una pregunta por la coherencia, y en verdad la pregunta debería ser ¿qué significa llevar una vida anarquista en un mundo no anarquista? Es el mismo problema para un cristiano auténtico. Los anarquistas tratan de realizar algunos de sus ideales, pero eso no quiere decir que sean puritanos o principistas, aunque muchos lo sean. Esos ideales son orientadores éticos de la vida, y sobre todo orientadores de la mirada.
–¿Se reúne habitualmente con otros militantes?
–A veces concurro, tanto a la Federación Libertaria Argentina como a la Biblioteca José Ingenieros.
–¿De qué hablan en estos encuentros?
–Pero muchacha, eso es un secreto (risas).
–¿Hasta qué punto se puede pensar el anarquismo como opción de construcción de una sociedad, teniendo en cuenta el tema central de cuestionamiento al poder y la jerarquía?
–Creo que la pregunta lleva una trampa: la suposición de que un movimiento político tenga que tener soluciones para toda una sociedad. Todos los partidos políticos creen, o publicitan ante el electorado, que tienen solución para un montón de acontecimientos que van desde la deuda externa hasta la seguridad en las discotecas. Y es mentira, no tienen idea. Yo creo que cuando se le pide a un movimiento político que tenga solución para todo, se está reconstruyendo el modelo de jerarquía, de representación y de mentira política al que estamos acostumbrados. El anarquismo no tiene por qué tener respuesta sobre todas las formas de organización social. Una vez en una conferencia le preguntaron a Malatesta: “Después de la revolución, ¿quién se va a hacer cargo de que llegue la harina a las panaderías, y quién de que los trenes lleguen en horario?”. Y Malatesta respondió: “No tengo la menor idea. Lo único que sé es que la gente se reunirá por propia voluntad y decidirá por propia voluntad cómo quiere hacerlo”.
–¿Entonces no hay una respuesta para “el día después de la revolución”?
–Sí la hay, ésa es la otra parte de la respuesta. El anarquismo ha sido un movimiento constructivo. Cualquier anarquista de mucha edad te va a decir que es el mayor principio de orden. El anarquismo ha construido ateneos, bibliotecas, sindicatos, grupos de afinidad, actividades culturales, huelgas, luchas sociales. El problema es que siempre fue más eficaz como crítica al poder. Creo que en el anarquismo siempre ha habido dos corazones: uno turbulento, jacobino, de destrucción del orden imperante y de crítica al poder, y otro amoroso, constructivo, que desarrolló desde imágenes de vida más deseables hasta experiencias comunitarias no matrizadas por la jerarquía, o instituciones de resistencia y lucha que al mismo tiempo se pensaban como base de una nueva sociedad. Lo que los anarquistas esperan, y la palabra espera es muy poderosa –hay que pensar en la espera de algo inmenso–, es sencillamente el derrumbe del mundo jerárquico, tal como alguna vez se derrumbó el Imperio Romano, y tanto como los cristianos esperan la llegada de un mundo mejor. Si digo que es una gran espera es porque es ineliminable. No se ha eliminado al anarquismo, eso es un misterio. Yo creo que si siempre vuelve a aparecer es porque hay algo en él que expresa un malestar, aunque sea en términos demográficos muy mínimos.
–En el libro habla de fe.
–Sí, es así. Y en la espera hay esperanza, que es activa, al contrario de la paciencia o de la ilusión. No sé, no tengo otras respuestas. Los anarquistas siempre se han hecho la pregunta por el futuro, el después, pero a mí no me preocupa tanto eso, como tampoco la revolución. El anarquismo ante todo es una forma buena de vivir, y eso se realiza a partir de ejemplos morales.
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