El anarquismo, como cuerpo de ideas y práctica social, asume un conjunto de valores cuya expresión depende de cada realidad concreta a la cual se enfrentan los anarquistas. Sin olvidar la acumulación teórica y de experiencias realizadas en el pasado, cada activista libertario ofrece una respuesta que se configura ante una realidad en permanente cambio. La formación de un potente movimiento anarcosindicalista agrupado bajo la FORA en Argentina a comienzos de siglo pasado, nutrido de la cuantiosa inmigración europea de la época o el énfasis indigenista de Ricardo Flores Magón en México, cuyo anarquismo remitía directamente a determinadas tradiciones comunales de los pueblos originarios, son dos ejemplos de la especificidad asumida por lo libertario en cada región.
¿Cuál es el contexto al que nos enfrentamos en Venezuela?, ¿cuál es el bagaje cultural e histórico que ha moldeado nuestra sociedad y ante el que deseamos ofrecer una alternativa?, ¿Cuáles han sido los errores y virtudes de otras iniciativas “progresistas” en el país? Las respuestas, a estas y otras preguntas, contrastadas con el imaginario antiautoritario, son las que definen los contornos de un anarquismo enraizado y sentido desde este pedazo de tierra. Ofrecemos, entonces, un primer aporte en este sentido: Lo libertario en nuestro país es –o deber ser- profundamente antimilitarista. En contraste, afirmamos que la ausencia de esta perspectiva desconocerá una de las matrices ideológicas de la dominación en nuestro país, su concreción institucional –las Fuerzas Armadas- y la influencia de uno de sus subproductos –el caudillo-.
Boves, primer caudillo popular
El culto a Bolívar, eje de la pretendida “identidad nacional”, se ha edificado sobre una larga y eficaz elaboración colectiva que ha mitificado –incluso falseando parajes históricos y omitiendo su deseo de gobiernos dictatoriales en el continente tras la gesta independentista- nuestra relación con la figura militar, la cual se percibe por una interesada construcción como sinónimo de protector de los oprimidos. La exacerbación actual de lo militar como garante de eficiencia, obediencia y orden público es sólo una expresión del tejido ideológico incubado en nuestro inconsciente colectivo, que empieza a hilarse en plena guerra de Independencia y ha sido capitalizado por sucesivos “hombres fuertes”. Durante 51 años del siglo pasado nuestro país fue gobernado por caudillos, con “una personalidad carismática, con amplia red de relaciones y con una fuente de recursos considerable y permanente; materializa ciertamente la concepción del orden y del progreso nacional”.
No fue Bolívar el primer caudillo popular venezolano, sino José Tomás Boves. Al frente de un ejército de diez mil personas –de las cuales menos de 200 eran españoles-, logró granjearse la simpatía del pueblo llano y aprovechar su resentimiento contra los blancos criollos, clase a la que pertenecía Bolívar. Vallenilla Lanz afirma que “Redimió los esclavos de la servidumbre fue el primero en comenzar la igualación de las castas elevando a los zambos y mulatos de su ejército a las altas jerarquías militares. Su popularidad llegó a ser inmensa”. Muerto en 1814, es otro José pero del bando contrario, quien por su origen humilde y recio carácter se pone al frente de los antiguos combatientes realistas: “Al pasarse de una a otra fila –nos dice el autor de “Cesarismo Democrático”- no hicieron más que cambiar de jefe: en el fondo oscuro de su mentalidad y de sus afecciones, el Mayordomo Páez era el heredero legítimo del Taita Boves”.
Electo como primer presidente de la República en 1830, Páez pronto es el principal acaparador de la deuda pública y poseedor de grandes fincas de terreno, controlando el monopolio de la carne, las casas de juego y el remate de los diezmos. “La libertad ha llegado para quienes logran entrar en el status de propietario, la sociedad sigue siendo clasista, el grupo detentor de privilegios es el único que ha sufrido reacomodos con la incorporación de los altos oficiales, ahora latifundistas”.
Para finales del siglo XIX era la zona más occidental del país la que con su producción cafetalera sostenía económicamente a la nación. De esta región aparecen quienes conformarían la llamada “hegemonía andina”, donde la hacienda rural constituía la principal unidad económica basada en el poder individual y las lealtades personales, dos precondiciones del caudillismo. Juan Vicente Gómez, quien gobernó desde 1908 hasta 1935, es el padre de nuestro Estado moderno, especialmente por organizar un Ejército de carácter nacional. El oriundo de La Mulera reformó la constitución en siete ocasiones para legitimar su permanencia en el poder y se rodeó de una serie de intelectuales que trataron de darle coherencia ideológica a su mandato. El más conocido fue Laureano Vallenilla Lanz, quien con su libro “Cesarismo democrático” trató de argumentar la necesidad del “gendarme necesario”, “el único que conviene a nuestra evolución normal”.
El parto gomecista de las Fuerzas Armadas
Durante el periodo 1830-35 con Páez el ejército libertador se extingue en los hechos. Su fuerza militar no llegaba a 2.000 hombres, concentrados en la Infantería. Hasta la llegada de Gómez fueron sustituidos por las montoneras capitaneadas por caudillos regionales. En 1910 se abre la Academia Militar de Venezuela para formar a un ejército que nace para conservar el orden interno, su papel predominante hasta el día de hoy. La mayor influencia formativa del ejército fueron las doctrinas de Helmut von Moltke, director del Estado Mayor Prusiano, en boga en la Europa del momento y quien entre otras innovaciones estableció el servicio militar obligatorio. Gómez comprende los beneficios de fomentar el culto a los “padres de la patria” y el nacionalismo en general, emparentando tempranamente al Ejército nacional con el de los libertadores.
Fallecido el Benemérito, asume el poder su Ministro de Guerra Eleazar López Contreras. A su vez, es sucedido por Isaias Medina Angarita (quien también regentaba la cartera de Defensa), derrocado por el golpe de estado del 18 de octubre de 1945. José Ramón Avendaño plantea que “la estructura gomecista encuentra su continuidad en el Ejército, formado como instrumento, pero que ha logrado estabilizarse en factor de poder”. Quienes alentaron y justificaron la asonada militar a su vez son víctimas de un golpe, y en 1948 toman las riendas por una década las Fuerzas Armadas como institución, teniendo a Marcos Pérez Jiménez al frente. La idea del “Destino manifiesto”, según la cual la superioridad de las armas los convertía en rectores de la estabilidad y el progreso –con la Argentina peronista como modelo- da la justificación a los castrenses para tal tutelaje. El gobierno militar fomentaba el patriotismo con las fastuosas celebraciones de la “semana de la patria”, aliviando la presión interna abriendo frentes de lucha contra “enemigos externos”, Colombia –disputa del golfo de Venezuela- y con la Guyana inglesa por el Esequibo.
Además del agotamiento del régimen perezjimenista y la agitación de la clandestinidad, hay quienes ven que el distanciamiento del dictador con las Fuerzas Armadas – imponiéndoles entre otras cosas su dirección a la Seguridad Nacional- una razón para el alzamiento militar, primero por Hugo Trejo y luego en la jornada del 23 de Enero de 1958. El ejército del dictador sufre pocas modificaciones, por lo que el Pacto de Punto Fijo debe entenderse no sólo como un acuerdo de gobernabilidad y alternancia en el Estado, sino como las reglas de juego que impidan a los militares retomar el poder político. Wolfang Larrazabal (presidente del Círculo Militar y el Instituto Nacional de Deportes perezjimenista), confirmaba entonces la efectividad del acuerdo: “La Junta de Gobierno declara con toda propiedad que las Fuerzas Armadas han sellado pacto de lealtad para respaldar, tanto al gobierno provisional como al sentido institucional y democrático del futuro Estado de derecho, ya iniciado”. A pesar de la existencia de uniformados fieles al antiguo dictador, el grueso de la institución se acopló a la nueva situación tanto por la extensión de su papel de por sí privilegiado como por la cruzada anticomunista emprendida por Rómulo Betancourt.
Militarismo e izquierda criolla
La izquierda venezolana ha afirmado durante toda su historia que el Ejército venezolano –debido a su conformación por clases humildes- no es comparable con los Ejércitos argentinos o chileno, quienes por su carácter gorilista y elitesco mancharon de rojo sus países. Este análisis olvida que las Fuerzas Armadas, configurándose como una clase diferenciada –y privilegiada- de los “civiles”, ejecutan el monopolio de la violencia institucional a nombre del Estado, poderes con blindados instintos de conservación que son ejercidos sobre el resto de la sociedad. Los libertarios consideran al ejército como un dispositivo cuya naturaleza es la organización jerárquica centralizada, la disciplina coercitiva, la autoridad vertical incontestable y la violencia como resolutora de conflictos. Comunistas y socialistas criollos realizan una mecánica lectura materialista a una institución que homogeneiza las identidades particulares en una cadena de mando/obediencia propia. Privilegiando conclusiones de una pretendida lucha de clases dentro de la tropa, diseñaron una política para “profundizar las contradicciones” y engrosar a las Fuerzas Armadas a las filas de la revolución. La izquierda en su conjunto asume la noción de que era necesario emplear al componente armado para lograr una nueva situación. El Coronel Jose Machillanda, en su obra “Poder político y poder militar en Venezuela” plantea lo siguiente: “Posteriormente a esa “nueva situación táctica” se avanzaría a una segunda más agresiva y violenta; conformar unas fuerzas armadas alrededor del núcleo militar que tomase el poder junto con unas Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, o sea una organización guerrillera, producir un profundo trastorno en la sociedad y en las relaciones de poder y de fuerzas que permitirían la toma del poder político”.
Se cuenta que luego del golpe de 1945, quien primero trató de ganarse a oficiales para un movimiento insurreccional fue el accióndemocratista Alberto Carnevali a finales de 1951. Durante Betancourt, las iniciativas beligerantes asumieron un fuerte discurso nacionalista y antiimperialista como intento de ganarse al “sector progresista” verde-olivo. Tras algunos levantamientos como el “Porteñazo” o el “Carupanazo”, los intentos insurreccionales verán su vitalidad hasta los sucesos de “El Encanto”, el cual sirve de excusa al gobierno para lanzar una contraofensiva exitosa contra el “comunismo”, cohesionando al sector castrense e inhabilitando al PCV y el MIR. En lo sucesivo, la cuantiosa renta petrolera minimiza los conflictos y pacifica a buena parte de los alzados en armas. Los últimos reductos guerrilleros, el Frente de Liberación Nacional (F.L.N-F.A.L.N.), compuesto por sectores del M.I.R., el grupo de Douglas Bravo luego del Manifiesto de Iracara cuando rompen con el P.C.V. y sectores militares (Moncada Vidal, Víctor Hugo Morales, Martín Parada), continúan esgrimiendo la tesis de la insurgencia “cívico-militar” para la transformación del país. Tesis que subyació en el imaginario izquierdista en las décadas siguientes y que fue asumido atropelladamente por los insurgentes del 4 de febrero de 1992 -aunque los alzados se atribuyeran, más o menos con éxito, el parto de dicha estrategia-.
Pero, existe un gran cabo suelto en esta teoría. Desde comienzos de la década de los 50´s, oficiales venezolanos comienzan a peregrinar a centros de entrenamientos norteamericanos como Randolph Field, Nelly Field, Fort Benning y la Escuela de las Américas, como consecuencia del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, TIAR. El país tomaba decisivamente partido por los Estados Unidos en la Guerra Fría, asumiendo explícitamente el discurso anticomunista a partir de Betancourt. Los Teatros de Operaciones “pacifican” las zonas en conflicto con el traqueteo de los fusiles a su vez el ejército fue el brazo ejecutor de las ocupaciones militares de las universidades. Durante la revuelta popular del “Caracazo”, el 27 de febrero de 1989, la Fuerza Armada en su conjunto ratifica el papel asumido desde su génesis gomecista: conservador del orden interno, o sea el status quo. ¿Es posible que este mismo ejército, diez años después, sea el garante de un proyecto autocalificado como “revolucionario”?. Los castrenses, sorteando sus luchas internas por el control de la dirección, se han sabido adaptar a las nuevas situaciones mientras éstas mantengan intactas su propia organización interna y sus prebendas. Si existe algún sector privilegiado por el presupuesto nacional, contando con una completa seguridad social y con la posibilidad de asegurar aún el ascenso del status de sus agremiados, ese grupo se llama las Fuerzas Armadas Venezolanas.
Profundo y consecuente
Es inexacto, y propio de la oposición cerril de los partidos conservadores, calificar el actual estado de cosas como una dictadura militar. En cambio, nos encontramos frente a un progresivo proceso de militarización del poder gubernamental, cuidando las formalidades democráticas. Sin ser producto de una “nueva relación entre las FFAA, civiles y el Estado”, como se repite desde Miraflores, sino por la amplificación, en un caldo de cultivo favorable de la militarización subyacente en la matriz cultural venezolana. A ello se debería la recurrencia del golpismo y la conspiración uniformada como génesis del “orden” perdido, alentada sin distinción clasista, desde el 23 de enero hasta Plaza Altamira. Al respecto, Samuel Huntington da en el clavo cuando propone que “las causas del golpe de estado más importantes no son militares sino políticas y reflejan no las características sociales y de organización del establecimiento militar, sino la estructura política e institucional de la sociedad”. La preeminencia de la lógica descrita reitera que el actual estado de cosas es una continuación, y no una ruptura, de la línea evolutiva seguida desde la Independencia.
El militarismo, en cualquiera de sus variantes –prusiano, chileno o venezolano- impone la autoridad incontestable, la organización vertical, el machismo, la xenofobia, el chauvinismo, el culto a la violencia y al maniqueísmo, así como la autoconservación de la institución, de un dispositivo ejecutor del poder. La misma -y sus valores- son incompatibles con una democracia directa, inclusiva y no representativa, motivación de buena parte de los movimientos sociales contemporáneos. La respuesta ante el militarismo es la organización de la gente bajo valores antagónicos y la comprensión del papel dominador de la lógica caudillista y cuartelera. Una cabeza lúcida como la de Albert Einstein lo entendía: “ese fantasma se hubiera desvanecido hace mucho tiempo si no fuera por la corrupción sistemática a que es sometido el recto sentido de los pueblos a través de la escuela y de la prensa, por obra de personas e instituciones interesadas económica y políticamente en la guerra”. Un antimilitarismo profundo y consecuente es la prerrogativa de cualquier iniciativa en Venezuela que pretenda merecer el adjetivo de “libertario”.
Rafael Uzcátegui
domingo, 23 de mayo de 2010
Libertad y militarismo en Venezuela: la respuesta antiautoritaria
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