Yanira Hermida
Amar es
una acción que puede trascender todas las barreras y limitaciones humanas, si
miramos hoy día a nuestro sindicato, podemos observar que escasa anda la CGT de
un verdadero amor que nos permita ser libres. De una realidad amorosa y afectiva
entre toda su afiliación, cada día por mezquinas rencillas que solo tienen que
ver con la perpetuación de estructuras de poder presenciamos actos que nos
alejan de la confianza armónica que debe darse entre compañerxs de lucha, y cada
día vemos que entre nosotrxs se propagan relaciones de dominio que nada tienen
que ver con el respeto, los cuidados y el afecto mutuo entre compañerxs,
reproduciendo dentro de nuestro sindicato modos de relacionarse de la sociedad
misógina que nos rodea, perpetuando el juego de la autoridad patriarcal.
Hablar de
amor dentro del movimiento anarquista nos lleva a una de las principales
aportaciones del pensamiento anarcofeminista, un amor nuevo que permitiera a
las mujeres acceder a una revolución plena, pudiendo quebrar todas las cadenas
que atravesaban su vida. Hoy en día pararnos a hablar, pensar y reflexionar
sobre el amor no es siempre una de nuestras prioridades como si ya hubiéramos
quebrado todos los obstáculos que nos impedían amar con libertad. Como si no
nos siguieran inculcando a fuego el venenoso amor romántico desde niñxs, como
si no existiera la LGTBfobia a nuestro alrededor, como si la violencia de
género en el seno de parejas heterosexuales no arrojase continuas muertes ante nuestros
rostros o como si día a día no viéramos acrecentar las agresiones sexuales
sufridas por niñxs y mujeres.
Vivimos
en un mundo en el que nuestra economía liberal y capitalista se asienta sobre
un sistema social patriarcal y heteronormativo en el que para a las cuestiones
estructurales se da por sentada una sola orientación sexual: la heterosexual y
se impone un restringido contexto de identidad de género basado en el sexo
biológico: hombre/macho de la especie frente a mujer/hembra de la especie. La gran
diversidad en las orientaciones sexuales-afectivas y de las identidades de
género para llegar a rozar el estatus de “normalidad” quedan sometidas a la
reproducción de los modos de relacionarse tradicionales, no sin tener que
enfrentar además constantes problemáticas queerfóbicas, como sucede con los matrimonios
igualitarios, los derechos de las familias LGTBIQ y de las personas trans, etc.
Si intentamos además apostar por otras maneras de gestionar nuestras relaciones
eróticas y afectivas nos vemos arrojadas a los márgenes de la sociedad porque
nuestras divergentes formas de relacionarnos y amarnos se continúan viendo como
algo grosero, exótico, pintoresco... como si carecieran de vocación de
estabilidad y relevancia para nuestras experiencias de vida.
Las
pequeñas violencias que nos atraviesan cotidianamente se hacen evidentes cuando
en nuestros entornos más cercanos ponemos encima de la mesa algún aspecto que se
escapa de la norma: saliendo del armario ante nuestra familia como mujeres
lesbianas, bisexuales, algo que se complica más si defendemos un tipo de pareja
no monógama, o si en nuestros puestos de trabajo aludimos a nuestras familias LGTB
o nos evidenciamos como personas trans, por poner algunos ejemplos.
Bajo el
concepto de amor damos cabida a una rica variedad de experiencias, sentimientos
y emociones que en muchas ocasiones pueden englobar: sexo, afecto, amistad, enamoramiento,
apego, atracción, placer, erotismo, fantasía, pasión, etc. Lo juntamos todo
como en un cajón de sastre y desde el discurso dominante de nuestra sociedad lo
trasladamos a un esquema simple y jerárquico donde se construyen los roles de
género que sustentan la sumisión ancestral de las mujeres, nuestro silencio, la
entrega gratuita de nuestras energías ante el altar sagrado de ese amor
patriarcal que nos expropia la individualidad y la libertad en aras de mantener
en marcha la economía reproductiva sobre la que se basa el mercado capitalista.
Nos duele
profundamente las aberraciones sexuales cometidas por “manadas de indeseables”
que han puesto en la parrilla de la actualidad como la desarticulación de las
propuestas educativas para una sexualidad sana han contribuido al aumento de la
violencia sexual contra las mujeres en el Estado español. Ya que,
lamentablemente podemos considerar que nunca nos libramos de ese horripilante
estigma, es más, dentro de la lucha contra la violencia de género, el gran escollo
siempre fue llegar a conocer realmente las dimensiones de la violencia sexual,
a menudo oculta en los cuerpos de muchas personas que no pueden articular los
tabúes, los miedos y las heridas psicológicas sin cerrar.
El amor
libre va más allá de ser una pretendida moda en la que se dinamiten los modos
de relacionarse tradicionales y de acabar con la moral judeocristiana que empaña
una de las necesidades básicas del ser humano. El amor libre es un arma de
cambio profundo de la sociedad, es un camino hacia las posibilidades de materializar
la libertad personal y colectiva a través de una ética libertaria. Tras leer
fascinada muchos textos históricos donde anarquistas hablaban y desarrollaban
el tema del amor libre, caí de bruces con la realidad cuando comencé a comprobar
que en muchos de nuestros espacios libertarios mantenemos aún la moral
tradicional de doble rasero que con diferente vara de medir juzga y determina
las conductas sexuales de las compañeras y compañeros. Descubrir que en los
ambientes mixtos alternativos no logramos librarnos de las violencias
patriarcales que intentan despojarnos a los cuerpos de mujeres de sus propias
decisiones, deseos y amores. Voy a reflexionar respecto a este tema sobre tres
episodios reales que he vivido en entornos cercanos a la CGT.
No es la
primera vez que cuento que dentro del movimiento anarquista ha existido, y
existe porque aún se conserva, cierta violencia sexual hacia las mujeres. Como
mujer, debo reconocer que no es donde más la he sufrido, y que en mi caso hablo
concretamente de una excepción, de un compañero que recurrentemente allá donde
me lo encontraba y nos unía el camino, no cesaba en su intento de arrinconarme,
invadir mi espacio personal, y mantener de manera “sutil” un contacto físico no
deseado por mi parte. Un compañero cuya mirada se vuelve incómoda cuando
observa el cuerpo de una mujer.
Otro
ejemplo que me dio que pensar sobre el sesgo de género en nuestras
intervenciones en la CGT ocurrió en una charla que di en las I
Jornadas Libertarias del Camp de Morvedre. En esta ocasión comencé haciendo referencia
a determinadas cuestiones de mi sexualidad y de mi manera de expresar mi
identidad de género para al hacer un paralelismo visibilizar la existencia de
argumentaciones lesbófobas en torno a la vida de Lucía Sánchez Saornil. El
interés sobre el tema del proyecto emancipador de las libertarias, para la
mayoría de los compañeros que tomaron la palabra durante mi intervención, quedó
reducido a un absurdo debate en torno a la sexualidad, en el que lo único que
hicieron fue cuestionar la diversidad sexual y los conceptos con los que actualmente
se identifican las diferentes maneras de relacionarse en lo afectivo-sexual.
Intervenciones absolutamente sexualizadas sin aportar ninguna reflexión ni
realizar ninguna pregunta y cuestionando mis argumentos basándose en sus percepciones
personales, toda vez interrumpiendo mi discurso sin respetar el turno de
palabra. Aprovecharon que yo promovía romper los tabúes en torno a la
sexualidad femenina para marcar el dominio en un discurso en que querían destacar
la relevancia de la libertad sexual, tal y como ellos querían entenderla, pero
sin dejarme cuestionar la heterosexualidad patriarcal y misógina normalizada,
ya que como pude observar aún les dolía mucho a algunos despegarse de esas
cuestiones. Agradezco a un honesto y simpático compañero de Barcelona que
participó en dicho acto, que al final me dijera cómo le molestaba que esas
conductas siempre nos las hicieran a las compañeras cuando hablamos y que estaba
seguro de que no se atrevían a hacerlo cuando él y otros realizaban sus
intervenciones.
Una de
las conversaciones que más me ha impactado sobre cómo seguimos viendo como un
hecho amenazante o denigrante el libre disfrute del sexo por parte de las compañeras,
tuvo lugar cuando comentaba un compañero la manera de actuar de un Secretariado
Permanente con el que no estaba de acuerdo. En su crítica a la mala gestión de
su sindicato sacó a relucir los encuentros sexuales de una secretaria con
varios compañeros durante un pleno, recuerdo que me apenó y me entristeció
tanto escuchar cómo se intentaba deslegitimar a una mujer por su libertad sexual
en el ámbito libertario, pensar que aún en nuestros contextos de lucha no
seamos capaces de separar estas cosas. Lamentablemente no fue la única vez,
años después en el seno de una reunión de mujeres se planteaba la relación afectivo-sexual
de un compañero y una compañera como explicación al rumbo político que tomaban
sus actos y gestiones dentro del sindicato. Esta vez de nuevo me golpeó con
fuerza, ya que dentro de nuestra organización existen muchas parejas que
militan juntas y jamás escuché hablar de ellas de esa manera, el trasfondo que
marcaba la diferencia en esta ocasión es que se supone que esa relación era
menos legítima al no ser la relación principal de ambxs ya que tenían al margen
otras parejas con las que formaban familia.
¿Es
posible que no nos sacudamos del todo aún la gris moralina heredada del
franquismo y su nacionalcatolicismo? ¿Que integremos en nuestros espacios
ácratas la rancia ética amorosa que nos rodea y campa por los platós de la
telebasura nacional? ¿Podemos considerarnos libertarixs y mantener un uso
interesado y político de la vida sexual de nuestrxs compañerxs?
[Publicado
originalmente en el periódico Rojo y
Negro # 326, Madrid, septiembre 2018. Número completo accesible en http://www.rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20326%20septiembre.pdf.]
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