José Lapa
En el Perú, por un lado, la pandemia nos ha mostrado la profunda y extendida exclusión, desigualdad social y precariedades de los servicios públicos sobre los que se ha estructurado y funciona “anormalmente” nuestro marketeado modelo neoliberal peruano; y, por otro lado, en medio de la pandemia, se han producido más conflictos sociales –y también políticos– que muestran una vez más la dimensión de hierro con la que se hace defensa de un modelo de barro por parte del Estado, desplegando para ello la violencia y la coerción estatal.
Después del régimen autoritario de los 90, los regímenes “democráticos”de Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuzczinky, Martín Vizcarra y Francisco Sagasti han estado atravesados por crecientes y permanentes conflictos que han sido enfrentados, en su mayoría, autoritariamente para dejar intocado el “exitosísimo” modelo hegemónico y garantizar los intereses del capital y de las clases mandantes en el Perú. Las estructuras estatales y el sistema democrático en los que vivimos han tenido y tienen institucionalizadas, legalizadas y legitimadas la violencia y la represión con las que se enfrenta los conflictos generados que forman parte de la arquitectura coercitiva y represiva: Decreto Legislativo 1186 que regula el uso de la fuerza, Decreto Legislativo 1095 que establece reglas de empleo y uso de la fuerza, Decreto Legislativo 31012 que exime de responsabilidad a miembros de fuerzas del orden en el uso de armas de manera reglamentaria, Decreto Supremo 106-2017-PCM (Ley de Activos Críticos Nacionales), y otros.
La actuación de la arquitectura coercitiva y los llamados a la mano dura de las clases mandantes en el Perú, que tira por la ventana nuestro frágil sistema de derechos humanos, han generado que “entre marzo del 2006 y mayo del 2018, han fallecido en el contexto de conflictos sociales, 279 personas (244 civiles, 35 policías) y resultaron heridas 4816 (3212 civiles, 1599 policías, 5 militares). El conflicto social de Bagua y Utcubamba es el caso en el que se presentó el mayor número de fallecidos, 23 policías y 10 civiles; pero también los casos Conga, Tía María, el ‘Aymarazo’ y Majaz han dejado en conjunto 23 muertos”, según un análisis de la conflictividad social de la Defensoría del Pueblo de agosto y setiembre del 2018.
En el 2020, en medio de la pandemia, los conflictos en los sectores dominantes y privilegiados minero, petrolero y agroexportador no han cesado. Estos conflictos han mostrado una vez más los privilegios constituidos durante los casi 30 años de hegemonía neoliberal: contrato de inversión que le permite realizar recuperación anticipada de impuestos, convenios de estabilidad jurídica, exoneración a las actividades exploración, obras por impuestos, fondo de adelanto social y otros. Así, estos sectores en medio de la pandemia han operado en la “normalidad”, no obstante, los impactos crecientes y acumulativos en ríos, riachuelos, bahías, biodiversidad, las economías locales, criminalización y en más de 5.000 personas contaminadas por metales tóxicos en diferentes partes de la geografía nacional.
El 2020, dada la operación en esa normalidad depredadora en medio de la pandemia, los conflictos no se han reducido de manera significativa en estos sectores, que llegaron en noviembre del 2020 a 198, de los cuales 129 (65.2 %) han sido socioambientales, según el Reporte de conflictos N° 201 de la Defensoría del Pueblo.
Por ejemplo, el conflicto en Espinar (Cusco), en julio y agosto, donde se desarrolla el proyecto minero Antapaccay, de Glencore, tiene en sus bases viejas y nuevas causas agudizadas por la pandemia,que generó que la población de la provincia se movilizará por casi 30 días, exigiendo un bono de 1.000 soles. El 15 de julio se inició el paro indefinido en contra de la empresa minera Antapaccay, la que se oponía en cumplir con la entrega de un bono solidario. Hubo tres heridos por bala, seis por perdigones y 28 agredidos producto de la represión y violenciaq ue atravesó el conflicto. Mientras que, en agosto, el conflicto en el lote 95, en Loreto, generó tres fallecidos y diez heridos por el uso desproporcionado de la fuerza policial.
A los conflictos casi naturales en el sector minero y petrolero se ha sumado el conflicto en el sector agroexportador, que ha tenido en su base la movilización de los asalariados del sector agroexportador en Ica y Trujillo por la explotación salarial–abaratamiento agudizado con el aprovechamoento de la mano de obra migrante–, el recorte de los derechos y los privilegios tributarios del sector agroexportador por más de 20 años. Allí hubo dos fallecidos y decenas de heridos.
Racismo de Estado y la sociedad en conflictos
En el Perú, incluyendo el 2020, tenemos más de 285 ciudadanos fallecidos y 4.816 heridos en conflictos. Sin embargo, una mayoría de fallecidos y heridos están en las llamadas “regiones”, es decir, la mayoría de conflictos se han producido en la marginalidad de la centralidad llamada Lima. Cuando uno le quiere poner rostro a los fallecidos, la mayoría son ciudadanos de papel en una República aún de señores, es decir, indígenas, originarios, campesinos, quechuas, aimaras, awajún, agricultores, hijos de agricultores, trabajadores agrícolas y pobladores, que defienden o exigen derechos. Ciudadanos que han estado sometidos a la exclusión y la discriminación estatal. El Estado los mira y los niega como históricamente se ha excluido y negado los derechos o una vida dignaa los indígenas, negros, mulatos y mestizos, en una sociedad dominantemente racista donde sus “elites” y privilegiados en el poder aún miran a los movilizados como “revoltosos”, “indios”, “radicales”, “rojos”, “terroristas” y “antidesarrollo”. La ciudadanía no solo es una realidad aún irrealizable para la mayoría de peruanos, sino también es una realidad aún impensable para la mayoría de las clases mandantes en el Perú, que tienen más de virreyes que de capitalistas.
Lo cierto es que las bases del "exitoso" modelo hegemónico, defendido por las clases dominantes y mandantes en el Perú y el Estado, están cubiertas por un manto de violencia, coerción y autoritarismo para garantizar la supuesta base de nuestra inventada prosperidad económica, la que violenta y vulnera derechos humanos. Pero también están cubiertas de un racismo instituido en las entrañas de nuestra sociedad y del Estado que la rige.
[Artículo publicado originalmente en Gallo Negro # 1, Lima, marzo 2021. Se puede solicitar el número completo al e-mail marletrios77@hotmail.com]
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