miércoles, 29 de abril de 2020

Breve viaje por la prisión social



Revista A corps perdú (Francia)

* Fragmentos de un texto publicado originalmente en 2009, que en las circunstancias actuales cobra provocadora vigencia.

Encerrar a un ser humano en unos pocos metros cuadrados durante meses y años. Controlarle, espiarle, humillarle y privarle de sus sentimientos. Sin lugar a dudas la cárcel es una forma de tortura. Y sin embargo, a pesar de lo atroz de la tortura, la sociedad no puede arreglárselas sin la cárcel.
 
0 mejor, podríamos decir que la cárcel no es una simple emanación del Estado que intenta reprimir y/o aislar seres humanos desviados, inadaptados, superfluos o indeseables. Al contrario, es una pieza orgánica de la sociedad.

Mirando bien la evolución de las cosas, podríamos sostener que la cárcel no es una extensión de cárcel. Dicho de otra forma, la sociedad entera es una prisión en la que las cárceles son solo el aspecto más evidente y brutal de un sistema que nos convierte a todos en cómplices y víctimas, todos encerrados.

Este texto pretende realizar un breve viaje al interior de los módulos y las secciones de nuestro mundo, un viaje que no pretende tratar a fondo el tema, sino señalar responsabilidades, porque, como se ha dicho muchas veces: la injusticia tiene un nombre, una cara, una dirección.

Sobre la incriminación de la miseria

Las condiciones económicas actuales y el giro autoritario de los gobiernos implican que todos los pobres constituyen potencialmente la futura presa de las cárceles. La vieja máxima según la cual «has cometido un error, lo pagas», aunque siga presente dentro de la ideología de algún ciudadano obtuso, está ampliamente superado por los hechos: no es só1o la elección de la extralegalidad o de la ilegalidad lo que determina la falta, sino la simple condición de clase. Las tenazas legislativas que se estrechan cada vez más sobre la carne de los pobres demuestran claramente que es la pobreza la que es incriminada y perseguida y no el acto en sí. A medida que se extiende la miseria, hay cada vez más gestos inscritos en los códigos penales, hasta dejar claro, incluso a los más ciegos y optimistas de los explotados, que las puertas de la prisión se cerrarán tarde o temprano también sobre ellos.

En la sociedad actual, la figura del criminal está desapareciendo para dejar paso a la del culpable. Es por eso que todos, habitantes de la sociedad-cárcel, estamos destinados de modo intercambiable a pudrirnos detrás de unas alambradas o de otras: poco importa que se trate de las de un centro penitenciario o de un Centro de Internamiento para Extranjeros, de un psiquiátrico o de un campo de refugiados.

Siguiendo esta 1ógica, no es tan paradójico ver que a pesar de todo el recrudecimiento de la violencia, síntoma de la guerra civil planetaria, no es tanto aquella en si la que es perseguida (ya que no es una amenaza para el status quo sino mas bien su sabia vital), sino el simple hecho de existir y de ser. Lo volvemos a repetir, a las personas se las castiga, encierra —y a menudo elimina— porque son pobres y/o superfluos para el funcionamiento productivo y mercantil, y no porque constituyan una amenaza de hecho actuando de forma extra legal.

Por tanto no es casualidad si el día a día dentro de las cárceles, en la expresión de las relaciones sociales entre presos, guardias, administradores y en la interacción entre todos ellos, no se apoya tanto sobre la fuerza de la coerción, sino mas bien sobre la recomposición —en miniatura y de forma exacerbada— de las mismas relaciones sociales alienadas vividas mas allá de las rejas.

Sobre la reproducción de las relaciones

La imbecilidad de los caballeros de los derechos humanos reside en la afirmación de que el encarcelamiento conlleva en sí una agravación del comportamiento de los individuos una vez puestos en libertad. Se dice que la cárcel es una escuela de violencia y de embrutecimiento de los seres humanos. A través de estas simples consideraciones, vemos cuál es el vínculo mórbido que mantienen estas buenas almas del derecho con el sistema que nos rodea.

No es la violencia de la cárcel la que entra dentro de la sociedad, sino más bien al contrario: el sistema jerárquico, los abusos de poder, el machismo
y la sumisión vividos en las relaciones entre presos son las mismas relaciones que cada uno de nosotros lleva dentro de la sociedad-cárcel. La cárcel refleja lo que hay fuera, y no al contrario. Si hay que buscar las causas de las relaciones alienadas dentro de la cárcel, entonces esta cárcel es el todo, la totalidad de lo existente y de los seres que están contaminados por el encarcelamiento.

Sobre las prisiones morales y educacionistas

Si por prisión entendemos la coerción de los cuerpos y de las mentes, la alienación por y a través de los afectos, la jerarquía impuesta y la sumisión obligatoria a las leyes (morales, jurídicas o de las costumbres), entonces se hace evidente que la supervivencia a la que estamos condenados se desarrolla en el interior de una prisión que no prevé ningún afuera.

Desde su edad más temprana, los hombres civilizados empiezan a purgar sus penas en el interior de la sociedad cárcel, acostumbrándose así al encarcelamiento como norma. La supuesta educación dentro de las estructuras familiares y escolares só1o es el principio de una perpetuidad que nos convierte alternativamente en presos y carceleros de la reproducción de la ideología de la detención. En efecto, es en la norma y en la ideología en lo que se basa la aceptación pasiva de la condición de preso: desde pequeño, el individuo aprende casi inmediatamente la sumisión (llamada ideológicamente respeto, aunque no comporte ninguna base de reciprocidad) hacia la autoridad y las jerarquías. La relación con el padre, los progenitores, los profesores o el cura no se instaura naturalmente por elección y voluntariamente, sino que es un deber. Dentro de tales relaciones, el comportamiento de los guardias no tiene ninguna importancia —pueden hacer cualquier cosa mientras que permanezcan socialmente investidos de su rol— más allá que la sensibilidad de los individuos presos: la autoridad familiar y escolar (o la de la comunidad, en las pocas situaciones en las que su principio sigue intacto) actúan por el bien del preso, por su futura reinserción, para que no cometa ningún error, y sobre todo para asegurar que cuando crezca el pequeño individuo reproduzca los mismos mecanismos en los que se basa toda la estructura del encarcelamiento.

Es bajo este principio del castigo suplementario como vemos claramente como se aplica el método jurídico. El profesor o el padre no estipulan ningún acuerdo con el sujeto en cuestión, pero imponen leyes que, cuando son transgredidas, determinan el castigo del individuo y no necesariamente la sanción de la transgresión. Al igual que cualquier aspecto de la vida social, es el hombre en su conjunto y en su existencia el que es castigado y no el gesto en sí. Esta diferencia podría ser percibida como algo desdeñable a partir del momento en el cual sancionar un acto implica de todas formas tocar de una manera o de otra a la persona. Sin embargo se vuelve fundamental cuando afecta a la construcción ideo1ógica de la necesidad de castigar y la culpabilización de los hombres en su ser y no en su actuar.

La organización concentracionaria de las estructuras escolares y cada vez más de las de ocio, son tan solo una muestra ofrecida por la sociedad para domesticar las mentes y los espíritus y para habituarlos a la permanencia de las jaulas. Es en las incubadoras de la pasividad y de la alineación donde los hombres aprenden y estudian a conciencia una personalidad doble y paradójica, por un lado el hecho de vivir como una masa y por otro la idea jerarquizada de colocarse por encima de esta masa (pero siempre formando parte de ella). En resumen, esperando recibir una buena nota por parte de la autoridad, incluso de convertirse en el primero de la clase, si es posible humillando al último, pero siempre dentro de la clase. Por tanto lo importante es que no nos preguntes nunca si es justo que alguien nos imponga una nota desde lo alto de algún estrado, una nota que no esté ligada ni a nuestro mérito ni a una actitud específica, sino a nuestro ser conjunto/estar juntos: al hecho de ser hombres en la cárcel.

Sobre la prisión de las metrópolis

Basta con observar cualquier barrio construido en estos últimos cincuenta años para darse cuenta lo que somos para el poder. Basta con mirar los llamados barrios populares, esos alvéolos en los que concentran y encierran a los pobres, para que la primera imagen que nos venga a la mente sea la de una cárcel. Todos los gobiernos sucesivos han condenado de forma preventiva a a los pobres por su condición y su peligrosidad potencial. La sucesión y la permanencia de las revueltas populares contra la arrogancia de los poderosos, inducidas por el sueño de una vida diferente, hacen que la reacción se dote de instrumentos para controlar y encauzar el descontento de la calle. Uno de esos instrumentos ha sido la proyección y la reestructuración del urbanismo.

Podríamos escribir páginas y más páginas sobre esta cuestión e incluso así no acabaríamos de enunciar la impresionante cantidad de monstruosidades concebidas y. construidas, sobre todo las de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en vista de los disturbios recientes en diferentes ciudades del mundo, el aspecto más directamente concentracionario del monstruo metropolitano merece una atención particular.

La arquitectura de las periferias es el triunfo de la alienación. Los barrios son lugares en los que se amontona a los subalternos para que revienten en su atomización social e individual, mientras que por todas partes se levantan edificios de cemento armado con la obsesión del control, a imagen de esos largos corredores llenos de rejas que filtran los accesos de los hombres potencialmente peligrosos en los lugares de reproducción del mercado y del poder.

Con este dispositivo, si los exiliados del «sueño del proletariado» se cabrean y golpean contra los barrotes e incluso queman su celda, se vuelve todavía más fácil para el guardia cerrar esos corredores bajo llave, controlar las salidas y las entradas, antes de disparar desde lo alto de las torres de control. Es así como controlan con cámaras de videovigilancia (ubicadas en cada esquina) secciones enteras de las metrópolis, las comunicaciones entre los guardias son permanentes y los aparatos informáticos, las fibras ópticas y los sistemas por ondas (los cables y las antenas son colocados en toda la cárcel) permiten una coordinación rápida de las fuerzas represivas. La arquitectura de la contención ha realizado un salto cualitativo: antes se encerraba a los hombres en las cárceles después de que se rebelasen; ahora ya están ahí.

En ese contexto, la revuelta de los presos se ve con frecuencia marcada por el encarcelamiento mismo, es decir, centrando su ataque contra partes marginales de la prisión sin tocar su sustancia, incluso oponiendo el mito y la defensa de la prisión a un detalle de esta. ¿Qué significan por ejemplo frases como «la defensa del barrio», «mi ciudad», «la policía fuera de nuestras calles», sino una apropiación de la ideología del encierro? ¿Cómo podemos definir como nuestra la cárcel que ha sido construida contra nosotros? Los barrios son el reflejo del encierro al que estamos condenados y de las relaciones que nos han sido impuestas. Como tales, pertenecen al poder. Y de todo lo que pertenece al poder no hay nada que salvar.

Con esto no queremos decir que tengamos que quemar los edificios en los que vivimos, o al menos no inmediatamente, sino que romper momentáneamente el control só1o es posible abandonando las falsas pertenencias creadas por la ideología carcelaria, para sabotear realmente las redes del control, sin nada que preservar.

Sobre el encarcelamiento de las mentes

Si la sociedad es una cárcel, la cárcel se encuentra por todas partes, y por lo tanto no existe ningún exterior. En realidad, no podemos escapar porque simplemente no hay ningún lugar a donde ir. Esta situación que no nos deja ninguna salida de emergencia es objetivamente insoportable, es fuente de desazón, dolor y desconcierto. La posibilidad de encontrar un espacio en el cual construirse un pequeño rincón de libertad parcial ha sido perdida definitivamente con el triunfo de la alienación dentro de las relaciones. En cuanto a la posibilidad real de subvertir las relaciones existentes, se hace esperar, e incluso parece que de todas formas solo le interesa a un número reducido de personas.

Partiendo de esta constatación, el poder ya no tiene ninguna necesidad de mentir y ha pasado de una propaganda según la cual «este es el mejor de los mundos posibles» a otra que dice: «a pesar de todo, este es el único mundo posible». Sin embargo, siendo consciente de que la anestesia es cada día más necesaria para soportar esta existencia, la dirección de la penitenciaria social ofrece a sus huéspedes las únicas evasiones posibles: las relacionadas con el espíritu.

El ocio y la distracción de las masas proporcionadas en los estadios y durante las vacaciones acaban con cualquier estallido de pensamiento autónomo —ahogándolo en el éxtasis artificial y obsceno de la jauría festiva—, pero parece que ya no bastan para parar la gangrena de los seres condenados a la cautividad. Desde hace unas décadas, y desarrollándose cada vez más, se nos ofrece también por todas partes una evasión mental suplementaria gracias a las diferentes sustancias psicotrópicas. Drogas de todo tipo y de diversa naturaleza, legales o ilegales, invaden ahora esta cárcel gigantesca, ofreciendo un alivio provisional, construyendo además una nueva cárcel dentro de la cárcel.

En el juego de las muñecas rusas del encierro, el director puede al fin alcanzar las últimas fases del control y planificar las bases de una sociedad de la espera infinita: la de un mundo psiquiatrizado. Un mundo de anestesiamiento en donde lo insoportable se vuelve soportable, vivible. Y como en toda 1ógica de acomodación, cuando algo se vuelve soportable, ya no sentimos la exigencia de cambiarlo. Para transformar los pensamientos en algo inofensivo, ya no hay necesidad de destruirlos o de mistificarlos: basta simplemente con impedir que nazcan, desde su alumbramiento a su intención.

Podemos decir que la evasión que nos pasan es el fracaso de toda razón de la libertad. Llevan a cabo la misma odiosa función que una hermanita de la caridad en un campo de concentración, con la única diferencia de que las drogas (legales o no) ni siquiera sirven para aliviar las heridas superficiales.

Tomar el camino de la destrucción de la cárcel social ignorando la construcción constante de camisas de fuerza en nuestras mentes sería como intentar abolir el Estado salvando al ministerio del Interior. En el mundo moderno, es más necesario que nunca redefinir las responsabilidades de la coerción, con el fin de ver más claramente cuáles son los intereses (y por tanto nuestros objetivos) de los que nos quieren enchironar —tanto en el interior como en el exterior de uno mismo—. Ya es tiempo de empezar a afirmar sin tapujos que el político, el psiquiatra, el policía y el traficante de drogas tienen, todos, la misma responsabilidad en nuestra opresión. Lo mismo que se debe ligar la suerte del cura, el ciudadano o el ideólogo que hace apología (incluso dentro del rollito) de las drogas como «substancias liberadoras». [...]

Sobre tu evasión imposible y tu subversión necesaria

Hemos visto extensamente que no hay ninguna posibilidad de evadirse de la prisión social y que esta última se extiende a todos los aspectos de lo existente: por tanto la única posibilidad que queda es la de la «destrucción desde el interior». Es a través de la subversión de las relaciones sociales que podemos volver a empezar a construir los espacios de libertad que nos son negados. Y para conseguirlo, hay que empezar a deshacerse de los obstáculos que se interponen entre nosotros y nuestro deseo de emancipación, sabiendo que el camino revolucionario no es un camino abstracto, no más que los mecanismos, las estructuras y las responsabilidades de la segregación.

En efecto, los espacios de libertad no se abren automáticamente en la revuelta y vemos que el límite en la conflictividad social actual entre la implosión de la guerra civil y la explosión de la guerra social es sutil. Pero también es verdad que sólo en los momentos de sublevación se libera un espacio físico y temporal en el cual es posible construir e inventar las bases para unas relaciones liberadas.

El apoyo dado a las revueltas de los presos de la prisión social no debe ni puede seguir siendo acrítico y apologético. Debe transformarse necesariamente en una posibilidad de complicidad constructiva: una vez más, es en la dialéctica que se instaura entre los insurrectos en un momento de ruptura donde emergen las posibilidades de trazar el camino de la guerra social. Nuestro deseo es el de contribuir a determinar el paso que haría que los presos no se rebelen más como presos de la cárcel social, sino como individuos que aspiran al aniquilamiento de toda coerción. Es inútil esperar estar a la altura del objetivo, se trata sobre todo de dotarnos inmediatamente de los medios necesarios para serlo y basta.

[Fragmentos tomados del texto original del mismo título, que está incluido en el libro colectivo Anarquismo y cárceles, La neurosos o las barricadas, Madrid, 2015. Accesible en http://encontingencia.es/wp-content/uploads/2018/03/Ca%CC%81rcelesy-anarquismoebook.pdf.]


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