domingo, 22 de marzo de 2020

Anarquismo, lo básico de un ideal



Nelson Méndez



* Texto de disertación presentada en un debate público en la Universidad Central de Venezuela, Caracas, mayo de 2019.



A bastantes personas les cuesta entender el anarquismo pese a que parte de una idea muy sencilla y clara. Básicamente su mensaje es que dirijamos nuestras vidas en lugar de que nos manipulen y hacerlo en armonía con los demás y el entorno natural. Fue un movimiento que en el pasado alcanzó su mayor fuerza entre los trabajadores, pero que ha incorporado también a otros oprimidos y explotados en tanto aspiren a liberarse sin dominar o tomar revancha sometiendo a su vez a otros grupos.




No hay nada especialmente complicado ni violento en el socialismo libertario excepto que algo tan elemental como la idea de llamar a cada quien a dirigir la propia vida se transforma en una conducta subversiva puesto que impide, precisamente, la manipulación por por alguno(s) de los otros. De ahí las ridículas objeciones que se le oponen, como «imagínate el desbarajuste que habría si todo el mundo hiciera lo que quisiera». Para el anarquismo, la fuente de las divisiones sociales está en la estructura de dominación cuyo eje central es el Estado que es la causa que impide vivir una vida plenamente humana, precisamente por la opresión a la cual la concentración de poder político, ideológico-cultural y económico nos somete. ¿Acaso ahora mismo no vivimos en el caos? Millones de personas carecen de ocupación digna, mientras otras están sobrecargadas de trabajo; se labora en empleos por demás repetitivos y rutinarios, muchas veces perniciosos para nosotros, para los demás o para el medio ambiente, que sólo brindan beneficios a un pequeño grupo frente a la indiferencia de una gran mayoría. Esto, que sucede en todo tipo de régimen estatal, cualquiera que sea el ropaje con que se lo cubra ¿No es desordenado e irracional? Y esta universalidad del desatino nos lleva a la impotencia, ya que pareciera que nada se puede hacer al respecto. Hay gente que muere de hambre a la vez que se arroja comida como desperdicio o se almacena hasta pudrirse para mantener los precios; malgastamos recursos y contaminamos el aire para que circulen automóviles demasiadas veces ocupados por una sola persona, pues así se beneficia a los dueños de la industria y a los productores del petróleo; el planeta entero está en serio peligro por la destrucción de su atmósfera y el cambio climático, que parece inevitable porque proteger al entorno ambiental afecta a los intereses de unos pocos; se sacrifica la satisfacción de necesidades primarias a favor de beneficios superfluos o de propaganda para quienes detentan el poder. La lista de locuras, de situaciones absurdas en la sociedad actual es interminable, generadas precisamente por aquellos que critican al anarquismo como fuente de desorden. ¡Y además se nos pide sacrificar nuestra libertad para promover este desastre cotidiano!



Los supuestos frutos recibidos a cambio de la existencia del Estado son, en esencia, ilusorios, cuando no dañinos. El cuidado de la salud, la educación, la protección policial, son servicios que funcionan pobremente, pero que sirven para hacernos dependientes del Estado y, lo peor de todo, nos compran por muy poco. Frenan la propia iniciativa de crear una seguridad social autogestionada y enfocada hacia nuestras necesidades, no hacia lo que desde el poder se define como asistencia social y sanitaria, que siempre deriva en herramienta de sometimiento y que debe agradecerse como regalo generoso. A su vez, la seguridad social, que pagan los asalariados, genera una disponibilidad de dinero de las más importantes en el capitalismo moderno, que se utiliza para explotar a esos mismos trabajadores. El Estado impide que podamos encauzar la educación de nuestros hijos sin someterlos a los designios de los amos de turno, como en Venezuela donde la injerencia castrense en el gobierno impuso una odiosa instrucción premilitar en la educación, lo mismo que sucede en otros ejemplos con temas religiosos o con ideologías políticas. En todas partes, los policías más que proteger de los delincuentes son sicarios que vigilan y controlan a la población y muchos ejércitos son claramente fuerzas de ocupación en sus propios países. Cualquier obra que se realiza con dineros públicos se paga muy cara porque, en los costos, se incluyen los enormes sobreprecios que demanda la corrupción. Y así podríamos continuar con más ejemplos del peso abrumador del Estado sibre las sociedades que oprime.



El anarquismo es ácrata, no apoya la democracia y mucho menos la democracia representativa. La acracia es la ausencia de un gobierno central que asuma el poder. Toda delegación de poder lleva sin falta a la generación de un dominio por parte de los delegados sobre los que delegan. Por ello no acepta la democracia representativa, porque más temprano que tarde los representantes se desprenden de los intereses de sus representados y sólo persiguen su propia conveniencia. Esto es natural, ya que un pequeño grupo de personas, aunque sean elegidos, no puede materialmente decidir sobre todas las cuestiones que hacen a la vida de una sociedad durante un lapso que, mínimo y en el mejor de los casos, dura 5 ó 6 años. Mucho menos cuando el gobierno está en manos de muy pocas personas, o una sola, para decidir con omnipotencia y omnisapiencia sobre cualquier tema.



La autoridad institucionalizada, por su propia naturaleza, sólo puede interferir e imponer cosas en su beneficio. En este sentido, aún pensadores no anarquistas coinciden en que la fuerza de un Estado radica en el peso que la burocracia tiene sobre sus gobernados y es ocioso referirnos al modo en que el aparato gubernamental, con sus controles, trámites y el requerimiento continuo de permisos y autorizaciones, nos lleva a una vida miserable con sus contradicciones, exigencias y esterilidad, transformándonos en siervos que para todo debemos pedir anuencia. Pero claro es que la burocracia sirve también para repartir cargos, favores, contratos, comprar voluntades, siendo por tanto un arma eficiente de desmovilización social en manos de los dueños del Estado, sea capitalista o socialista.



En Latinoamérica apreciamos con toda su crudeza lo que en otras regiones se presenta con menos vigor, más disimulo o mejor propaganda, como es la estrecha relación entre poder económico y poder político. Pese a la tan cacareada libertad de mercados, ningún empresario tiene posibilidad de prosperar –y aún de sobrevivir en los negocios- si no cuenta con el apoyo gubernamental en lo legislativo, judicial, financiero, o de control social. Por su parte, nadie puede aspirar a asumir la batuta del gobierno sin el soporte de grandes capitales para la subvención de sus pretensiones. En esa situación, el habitante común apenas es un títere al que se sacude cada tanto, cuando hay que avalar con votos este círculo realmente vicioso. En cambio, gobierno y dueños de la economía deciden día a día la marcha de los asuntos que incumben a todos pero benefician a unos pocos.



Es un principio básico del anarquismo que las personas directamente afectadas son las más indicadas para resolver los asuntos que conciernen a su comunidad, siempre mejor que lo que pueden hacerlo burócratas ávidos de poder o inversionistas ansiosos de rentabilidad. Seguro que los pobladores de un sector urbano pueden imaginarse alguna forma de uso del espacio que impida la destrucción de sus hogares y áreas verdes para construir edificios de oficinas, autopistas o centros comerciales; o que los padres pueden idear junto a sus hijos y los maestros una mejor educación que la recibida del Estado, de los mercaderes escolares privados, de la Iglesia o de cualquier otra ideología con pretensiones de dominación2; o que una asociación vecinal autónoma y bien arraigada puede planear la seguridad local con mayor eficiencia que cualquier policía institucionalizada.



Todo el caos, según el socialismo libertario, deriva de la autoridad opresora y del Estado. Sin clases dirigentes, y su imperativo en someternos, no habría Estado. Sin Estado nos encontraríamos en situación de organizarnos libremente según nuestros propios fines. Ello difícilmente daría base a una sociedad tan absurda como ésta en que nos toca vivir, pues la libre organización resultaría en una sociedad mucho más tranquila y armónica que la actual, cuyo mayor interés es el despojo sistemático, la infelicidad y el exterminio temprano o tardío de la mayoría de sus miembros.




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