lunes, 20 de enero de 2020

Debate (A): La protesta domesticada



Pedro García Olivo

Gestión política de la desobediencia

El Capitalismo demofascista no se sostiene desde la inmovilización de la ciudadanía, desde la simple represión del descontento: al contrario, prefiere una población involucrada en las cuestiones sociales, políticamente «activa». Desde hace décadas, los defensores teóricos de la democracia representativa han insistido en la necesidad de que los ciudadanos «participen» en todo tipo de asociaciones y movimientos (vecinales, laborales, políticos, religiosos…). Esa recomendación es el «leit motiv» de toda la literatura de la «sociedad civil», de E. Gellner a Ch. Taylor, pasando por J. Rawls y J. Habermas. Se asume la tradicional «apatía» de la población ante las cuestiones políticas, la «insuficiencia» del mero acto de votar y, estimándose «utópica y técnicamente inviable» la democracia directa, todo se espera de esa «reactivación» y «movilización» de los ciudadanos en las diversas tramas relacionales de la sociedad civil. De ese modo, la democracia se haría más verdadera y se fortalecería…
 
M. Walzer: «La política en el Estado democrático contemporáneo no ofrece a muchas personas una oportunidad para la autodeterminación rousseauniana. La ciudadanía, considerada en sí misma, tiene hoy en día sobre todo un papel pasivo: los ciudadanos son espectadores que votan. Entre unas elecciones y otras se les atiende, mejor o peor, mediante los servicios públicos (…). No obstante, en las tramas asociativas de la sociedad civil —en los sindicatos, partidos, movimientos, grupos de interés, etc.— estas mismas personas toman muchas decisiones menos importantes y configuran de algún modo las más distantes determinaciones del Estado y de la Economía. Y en una sociedad civil más densamente organizada tienen la posibilidad de hacer ambas cosas con mayores efectos (…). Los Estados son puestos a prueba por su capacidad para mantener este tipo de participación en la sociedad civil —que es muy distinta a la intensidad heroica de dedicación implícita en la ciudadanía de Rousseau».

Son conocidos, por otro lado, los conceptos que esgrimiera M. Foucault a propósito de la gestión política de la desobediencia: «ilegalismo útil», «disidencia inducida», «transgresión tolerada»… A esa ciudadanía «reactivada» se la invita también a protestar de manera no absolutamente legal; y se administran estratégicamente los juegos de las transgresiones y de los delitos. Diseñados los escenarios de la contestación, concediendo espacios para la violación regulada de las leyes, conforme a una lógica política tendente a la «seguridad» y ya no tanto a la «disciplina», el Sistema descarta los peligros de la novedad y del imprevisto. Frente al ámbito de la Norma queda el de la Desobediencia Inducida, casi saturando todo el horizonte socio-político y conjurando en buena medida el riesgo de lo no-conocido y lo no contemplado…

En El irresponsable, y tomando la Escuela como mirilla, enuncié esta cuestión en los siguientes términos:

El capitalismo avanzado no muestra demasiado interés en hacerse obedecer. Prefiere subordinar su perpetuación al éxito de una cierta economía política de la desobediencia, del ilegalismo, de la rebeldía. Ha comprendido que la reproducción social es, ante todo, obstrucción de la contestación política. Y que esa obstrucción es hoy menos efectiva como “castigo” que como inducción. En lugar de perseguir a los transgresores, interesa actuar sobre las premisas de la verdadera trasgresión; en lugar de confinar a los perturbadores, conviene controlar los factores originarios de la perturbación. Por último, ¿para qué aniquilar la oposición, si es posible llevarla a los lugares sombríos de la reproducción social?, ¿para qué reprimir la desobediencia cuando parece factible erigirla en instrumento de la sumisión de fondo?

La legislación asumirá entonces otra función: fijar, en negativo, las modalidades del ilegalismo útil, políticamente rentable; encuadrar todo el Ejército de los críticos, los comprometidos, los lúcidos…, y encomendarle las tareas decisivas de la Vieja Represión; mantener el simulacro de la revuelta, el fantasma de la subversión, allí donde ya no habite el peligro, lejos del escenario actual de los combates y de las miserias; conjurar el enfrentamiento aleatorio de los descontentos al definir su enemigo e incluso su teatro; doblegar la inquietud errante de los escépticos mediante la enunciación tácita de sus razones y la preparación encubierta de las luchas en que habrá de diluirse; introducir la Carencia como germen de la protesta inocua, de la oposición blanda –fuente de una crítica fácil, epifenoménica, incapaz de acceder a los auténticos problemas por la coacción cotidiana de lo inmediato y de lo urgente.

Delimitando, desde el silencio, el territorio de lo excluido, de lo negado, la legislación despliega, alrededor de la Escuela, todo un campo de obediencia (norma). Con ello, centra la apariencia del peligro sobre determinadas figuras, sobre ciertos comportamientos –espacio de la desobediencia inducida, del ilegalismo útil. Allí lo exigido, aquí lo tolerado, más allá lo impensable. Al ámbito de la exigencia corresponde el concepto de “responsabilidad profesoral”; en el dominio de lo tolerado se refugia la posibilidad del reformismo metodológico (ingeniería), de la alternativa constructiva (travesura), de la revuelta estética y de la crítica corporativa; finalmente, en el límite, en el umbral, de lo impensado, se halla el extravagante modelo del anti-educador, del profesor ridículo, inejemplar, deliberadamente irresponsable.

Todo Estatuto del Profesorado puede interpretarse, en este sentido, como simple modernización del orden de la exigencia y de la tolerancia. Optimizar la gestión de los ilegalismos reproductivos: ese sería su propósito. Y solo escapará a su influjo mixtificador quien conserve el valor de negar la Ley desde fuera de la Moral y se permita no tanto el efectismo de la desobediencia como la radicalidad del Crimen. “Entre los invitados, profesores todos, tomó asiento un Asesino”.

El doble plano de la domesticación de la protesta

La protesta ha sido domesticada en sus dos vertientes: la intra-institucional, que tiene que ver con el desenvolvimiento de los individuos en las «instituciones de la sociedad civil» (A. Gramsci) o en los «aparatos del Estado» (L. Althusser), desde la Escuela o la Fábrica hasta el Hospital o el Cuartel, y la extra-institucional, que recoge las formas clásicas de la reivindicación y de la denuncia popular (manifestaciones, huelgas, marchas…).

 - Subjetividad Única Demofascista

Para lo primero, ha sido decisiva la emergencia y consolidación de la Subjetividad Única demofascista, plegada sobre la figura del Policía de Sí Mismo. Las más diversas instituciones han conocido, desde hace décadas, un proceso de reforma y modernización orientado a su «dulcificación» calculada. Al mismo tiempo que se arrumbaban los procedimientos coactivos directos, del orden de la violencia física, y se manifestaba una preferencia muy neta por las estrategias de control de índole simbólica, psicológica, comunicativa, colocando al frente de tales instituciones «profesionales» con perfiles cada vez menos agresivos y más dialogantes, se implementó una técnica novedosa, que optimizó definitivamente el campo de la coerción: se transfirieron, a las víctimas y a los sujetos dominados, atribuciones y prerrogativas que tradicionalmente habían correspondido a los detentadores del poder y a los dominadores. Se hizo así factible la auto-vigilancia, la auto-represión e incluso el auto-castigo; y, repletas de «policías de sí mismos» (el estudiante como auto-profesor, el trabajador como «patrón de sí», el preso en tanto auto-carcelero, los enfermos auto-medicándose, la comunidad toda colaborando con las fuerzas de seguridad…), las instituciones se pacificaron definitivamente.

En El enigma de la docilidad expresé así esta idea:
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No todos los estudiantes, los obreros, los presos, etc., caen en la trampa, por supuesto: Harcamone, el criminal honrado de Genet, que verdaderamente se había ganado la Prisión (asesinando niños), y no como aquellos otros que recalaban en “la mansión del dolor” (Wilde) por razones patéticas — víctimas de errores judiciales, ladronzuelos arrepentidos, delincuentes ocasionales y hasta involuntarios…—, quiere un día regalarse el capricho de matar a un carcelero. Y no se equivoca de objeto: no elige a la sabandija de turno, al sádico prototípico, cruel e inhumano; sino a aquel jovencito idealista, lleno de buenas intenciones, que habla mucho con ellos, dice ‘comprenderlos’, les pasa cigarrillos, critica a los mandamases de la Prisión, y no se permite nunca la agresión gratuita. Harcamone se da el gusto de asesinar al carcelero a través del cual la institución penitenciaria enmascara su verdad, miente cínicamente y aspira incluso a “hacerse soportable”… Tampoco los pobres de Viridiana se dejaron engañar del todo por la cuasi-monja que los necesitaba para sentirse piadosa, generosa, virtuosa, y que no escatimaba ante ellos los gestos (indignos e indignantes) de una conmiseración imperdonable. Estuvieron a un paso de asesinarla… La pobreza profunda es terrible (“Mi privación mata”, parece querer decirnos, después de cada asesinato, el Maldoror de I. Ducase): con ella nadie puede jugar, sin riesgo, a ganarse el Cielo… Por desgracia, ya no quedan prácticamente asesinos con la honestidad y la lucidez de Harcamone, ni pobres con la entereza imprescindible para odiar de corazón a los “piadosos” que se les acercan carroñeramente… La posdemocracia desdibuja y difumina las relaciones de sometimiento y de explotación, ahorrándose el sobre-uso de la violencia física represiva que caracterizó a los antiguos fascismos…

Y es que el demofascismo será, o es, un ordenamiento de gentes extremadamente civilizadas. Es decir, parafraseando y sacando de sus casillas a N. Elias, gentes que han interiorizado, en grado sumo, el aparato de autocoerción y se han habilitado de ese modo para soportarlo todo sin apenas experimentar emociones de disgusto o de rechazo; gentes sumamente manejables, incapaces ya de odiar lo que es digno de ser odiado y de amar de verdad lo que merece ser amado; gentes amortiguadas a las que desagrada el conflicto, ineptas para la rebelión, que han borrado de su vocabulario no menos el “sí” que el “no” y se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres y mujeres que no han sabido intuir los peligros de la sensatez y mueren sus vidas “en un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el retroceso, no solo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un gusto por la petrificación —tanto por miedo al placer como al dolor” (Cioran). Nuestra Civilización, nuestra Cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de escepticismo/conformismo), ha proporcionado a la posdemocracia los individuos —moldeados durante siglos: “aquello que no sabrás nunca es el transcurso de tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al individuo”, advertía A. Gide— que esta requería para reducir el aparato represivo de Estado; personas avezadas en la nauseabunda técnica de vigilarse, de censurarse, de castigarse, de corregirse, según las expectativas de la Norma Social.

En aquellos países de Europa donde la Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de urbanidad, virtud laica, buena educación,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo posdemocrático es ya una realidad —ha tomado cuerpo, se ha encarnado. Recuerdo con horror aquellos nórdicos que, en la fantasmagórica ciudad del Círculo Polar llamada Alta, no cruzaban las calles hasta que el semáforo, apiadándose de su absurda espera (apenas pasaban coches en todo el día), les daba avergonzado la orden. Y que pagaban por todo, religiosamente, maquínicamente (por los periódicos, las bebidas, los artículos que, con su precio indicado, aparecían por aquí y por allá sin nadie a su cargo, sin mecanismos de bloqueo que los resguardaran del hurto), aun cuando tan sencillo era, yo lo comprobé, llevarse las cosas por las buenas… Para un hombre que ha robado tanto como yo, y que siempre ha considerado la desobediencia como la única moral, aquellas imágenes, estampas de pesadilla, auguraban ya la extinción del corazón humano —será solo un hueco lo que simulará latir bajo el pecho de las gentes demofascistas…>>.

 - Bienestarismo del Estado Social de Derecho

Para la segunda vertiente de la domesticación de la protesta, ha sido fundamental el ascenso y la consolidación de la ideología y de las prácticas bienestaristas, ligadas al Estado Social de Derecho. El Estado del Bienestar es el referente final de todas las luchas contemporáneas, que mueren en la simple demanda de servicios públicos «de calidad y gratuitos». Para atender tales solicitudes, toda una «burocracia del bienestar social» convirtió las necesidades originarias (salud, saber, tranquilidad, seguridad, opinión, movilidad, vivienda, vestido, alimentación, labor,…) en necesidades postuladas, inductoras de un consumo indefinido. Paralelamente, las libertades fueron sacrificadas en nombre de respectivos derechos, prerrogativas que siempre ocultaban obligaciones: derecho a la salud, a la educación, a la seguridad, a la información, al transporte público, a la vivienda, al trabajo…

De la mano de las burocracias del bienestar social y de los nuevos “profesionales sociales”, el objeto de la protesta ya ha sido definido de antemano. Asesorados por “pedagogos”, han terminado estableciendo, de una vez y para siempre, todo el campo de la reclamación.

 - - De la “necesidad” a las “pseudo-necesidades”

Antes del advenimiento de la sociedad industrial, pudieron darse mundos en los que reinaban las “necesidades originarias”. En ellos, la “carencia” y cierta precariedad existencial eran menos un problema que un estímulo. De una tal “dulce pobreza”, de semejante “humilde bienestar” (F. Hölderlin), brotaban “deseos”, que conducían a la libre satisfacción transindividual o comunitaria de las necesidades naturales. En esos mundos, a veces agrícolas, a veces pastoriles, en ocasiones nómadas, masivamente indígenas, la “ayuda mutua”, los “contratos diádicos” (G. Foster), el “don recíproco” (M. Mauss), señalando la vigencia de la comunidad y de los seres particulares autónomos —capaces estos y aquella de la autoorganización y hasta de la auto-gestión—; todos esos hábitos de apoyo y de solidaridad colectiva, decía, no dejaban lugar para el Estado, lo descartaban prácticamente. Así como la democracia liberal no había acabado aún con prácticas demoslógicas tradicionales, con una gestión directa, horizontal y asamblearia de los asuntos públicos, el Poder Judicial estaba excluido radicalmente debido a la vigencia de un “derecho consuetudinario oral” vivificado cada día a través de las mil maneras concretas de “hacer las paces” entre hermanos. En este universo, la propiedad privada se desconocía o desempeñaba una función muy secundaria; y la fractura social no era más que un muy ilustre ausente…

Pero esos mundos ya no se reconocen en los nuestros. En las tan “civilizadas” sociedades industriales, tecnológico-capitalistas, son las necesidades postuladas las que reinan. Estas llamadas “sociedades de la abundancia” o “de la opulencia”, con el “sucio disfrute” y el “lamentable bienestar” (F. Nietzsche) que las caracteriza, sustituyeron los “deseos” por “reclamos”, satisfechos siempre por el Estado y por las “profesiones tiránicas” que lo respaldan. Lo que se “exige”, lo que se “demanda”, ya no procede de una “necesidad originaria” o “natural”, sino de una “pseudo-necesidad”, ideológicamente gestada (J. Baudrillard), al servicio de una lógica productivista-consumista y bajo una forma de racionalidad estrictamente burocrática. Y tenemos, entonces, un consumo inducido y maximizado de “elaborados institucionales”, de productos y servicios que polarizan socialmente, en sí mismos ecodestructores, “inhabilitantes” y “paralizantes” de la población (consumo sin fin reanudado que genera, en términos de I. Illich, autor que estamos siguiendo, una casi irreversible “toxicomanía” o “dependencia” de la protección estatal). Culminada la aniquilación de la comunidad, de los vínculos primarios, de la fraternidad genuina y del apoyo mutuo solidario, como denunciaron J. Ellul y L. Mundford, se entroniza definitivamente, en lo real-social, al “individuo”, necesariamente heterónomo, psicológicamente impotente, incapaz de organizar su vida o de inventar un futuro al margen de los servicios, la tutela y el patronazgo del Estado. Este “individuo”, excrecencia final del Occidente capitalista, preeminente a nivel sociológico, epistémico, ontológico y axiológico, afianzado en la propiedad privada y sujeto a los códigos de la Jurisprudencia, perfectamente alfabetizado y convenientemente escolarizado, se contentará con una “democracia representativa” resuelta como gobierno de los expertos, tecnócratas y profesionales que gestionan las “necesidades postuladas”…

Continuando con I. Illich, cabe establecer estas manifestaciones del tránsito entre esos dos mundos, el de las “necesidades originarias” y el de las “pseudo-necesidades” ideológicas y reproductivas: donde se necesitaba salud, se acabó reclamando médicos y hospitales; donde se deseaba saber, se terminó pidiendo profesores y escuelas; donde cuidado de la comunidad, trabajadores sociales y oficinas; donde tranquilidad, policías y cárceles; donde seguridad, ejércitos y cuarteles; donde opinión, periodistas y agencias; donde movilidad, transporte público; donde vivienda, constructores, inmobiliarias y unidades habitacionales; donde vestido, agentes de la industria textil y de la moda, marcas y ropas diseñadas; donde alimentación, industria alimentaria y tráfico de víveres; donde labor, empleo…

 - - De las “libertades” a los “derechos”

Cada “derecho” (estipulado, sancionado por la Administración) recorta una “libertad”; y, así como las “libertades” llevaban a prescindir del Estado, los “derechos” lo refuerzan. La libertad de gestionar el propio bienestar físico y psíquico, confiando para las crisis y dolencias mayores en los saberes curativos comunitarios, tradicionales, ha cedido ante un “derecho a la salud” resuelto como obligación de consentir la medicalización integral del cuerpo, con su dimensión bio-política y su apelación al consumo (de fármacos, análisis, tratamientos, servicios hospitalarios…).

La libertad de aprender sin encierro y sin profesores, tal y como se respira, murió en el “derecho a la educación”, vale decir, en la obligación de propiciar el enclaustramiento intermitente de los menores y el monopolio educativo de los docentes. Obligación, también, de “comprar” libros, currículum, material escolar, clases…

La libertad de defenderse uno por sí mismo y de contribuir en la medida de lo posible a la tranquilidad de la comunidad fue cancelada por el “derecho a la seguridad personal”, que se traduce en obligación de someterse a la vigilancia policial y militar. Y entonces nos “venden” gendarmes, uniformes, cámaras, porras, balas, pistolas, centros penitenciarios…

La libertad de forjarse la propia opinión, individualmente o en grupo, sucumbió ante el “derecho a la información”, devenido obligación de abrazar la “doxa” escolar, universitaria, mediática. Para ello, adquirimos periódicos, revistas, espacios televisivos, horas de conexión a las redes…

La libertad de construir el propio habitáculo, con la ayuda de los compañeros, de forma “orgánica”, sin pagar a nadie por ello, pereció ante el “derecho a una vida digna”, que incluía el padecimiento de una vivienda “formal”, y que abocaba a la obligación de residir en una “unidad habitacional” estandarizada, acabada de una vez, edificada por técnicos separados y accesible solo a traves del mercado. Y pagamos por el proyecto, por los planos, por las autorizaciones y permisos, por la mano de obra, por los materiales…

La libertad de desplazarse por uno mismo, con la fuerza motriz del cuerpo (a pie o en bicicleta), fue sofocada por el “derecho al transporte público”, esa obligación de dejarte mover, llevar, conducir. De algún modo, al adquirir el billete, “compramos” el abandono y anquilosamiento de nuestro ser físico…

La libertad de ocupar el propio tiempo en la producción de bienes de uso no mercantilizables, para uno y para la comunidad, de forma creativa, no-reglada, autónoma, da paso al “derecho al trabajo” como obligación de dejarse explotar para subsistir y consumir, creando bienes de cambio para el mercado, de manera alienada, disciplinada, heterónoma.

 - -  Función pública “inhabilitante”

Para I. Illich, a partir de este doble proceso se hace evidente el carácter “inhabilitante” de la función pública: la provisión estatal de servicios y prestaciones, acentuada con el Estado Social de Derecho, o Estado del Bienestar, desposee al sujeto y a la comunidad de capacidades y facultades que antes ostentaban y los convierte en “dependientes” de esa garantía y de esa protección. Genera en el individuo “impotencia física y psicológica”, “desvalimiento existencial”, arrojándolo sin remedio a una forma laica de fundamentalismo: el fundamentalismo estatal.

Disuelta la comunidad e inhabilitado el individuo, no queda más referente que el Estado. En la medida en que, como señalan las tradiciones marxistas y libertarias, la organización estatal tiene por objeto reproducir la dominación de clase y salvaguardar los intereses de las oligarquías, de las burguesías hegemónicas, un Estado amplio, sólido y expandido, un Estado del Bienestar, se convierte precisamente en la Utopía del Capital, pues es la modalidad de administración que mejor lima los descontentos e integra a las oposiciones.

A las “burocracias del bienestar social” (estatales o para-estatales, pero siempre reglamentadas institucionalmente), a los médicos y enfermeros, profesores y maestros, jueces y abogados, periodistas, ingenieros, comisarios, políticos, científicos e investigadores sociales,…, a todos estos “profesionales despóticos” corresponde fijar nuestras “necesidades” y determinar los modos de su satisfacción, estableciendo de paso las vías de una obediencia y un consumo que nos arrojan, desnudos y desarmados, a las playas del Estado del Bienestar. Son estas las fuerzas que prefiguras nuestros “derechos”, afectadas muy a menudo por el ya referido “Síndrome de Viridiana”. Son estos los agentes concretos, encarnados, de la inhabilitación de la población…

Paz en las instituciones y delimitación asumida del horizonte de la reivindicación: he aquí las dos dimensiones de la domesticación de la protesta, que salda la disolución de la comunidad y el fin de la autonomía de los individuos. El “policía de sí mismo” es también un “toxicómano de la protección estatal”: con una vida perfectamente sistematizada, demanda lo que la Administración ha determinado que debe demandar.

 - - Ritualización y esclerosis de la lucha clásica

Metodologías asimiladas: Convertido el deseo social en “reclamo” al Estado, la lucha se domestica desde el punto de vista de sus objetivos. Pero también ha quedado “domada” atendiendo a sus vehículos, a sus herramientas, a sus procedimientos, que no han podido sobrellevar sin merma la “erosión” del devenir. Dependientes de una forma de racionalidad política ya anacrónica, “fosilizada”, las instancias de la protesta política (partidos, sindicatos, huelgas legales, manifestaciones autorizadas, marchas y concentraciones,…) han perdido por completo sus filos críticos: en ellas ya no habita el menor “peligro”, de cara a la reproducción del sistema capitalista. No han sido inmunes a aquella “temporalidad de los conceptos críticos” subrayada por Marx: todas las formas de lucha son “contingentes”, “tempestivas”, válidas solo para un período; y, si se prorrogan, si se eternizan, se convierten en “ideologías”, en mordazas para la praxis. En opinión de K. Korsch, eso era lo que le había sucedido al marxismo en su conjunto: devenir en ideología al haberse transformado el horizonte histórico que lo forjó y dentro del cual podía presentarse como un “discurso de verdad”, un discurso crítico.

Ritualizada y esclerotizada, la protesta no alcanza otro “éxito” que la obtención de aquello que la Administración deseaba implantar (incrementos salariales para que el alza de los precios no reduzca los niveles deseables de consumo, “derechos” que ahogan libertades, privilegios corporativos para atomizar la sociedad y reducir el tratamiento de la conflictividad a un balanceo estratégico entre los intereses particulares de los distintos “grupos de presión”, incluidos los sindicatos,…) y, por defecto, una especie de embriaguez de sí misma en virtud de su envergadura, de sus dimensiones, del seguimiento de la convocatoria.

Pero este narcisismo de la protesta ritualizada no tiene más efecto que legitimar a las organizaciones convocantes y narcotizar por un tiempo a los “movilizados”. Partidos, sindicatos, asociaciones, colectivos… “miden” su fuerza, su “cotización” como grupos de presión, a traves de tales eventos. Y, por otro lado, la asistencia a las convocatorias, no muy distinta ya de la tradicional “asistencia a misa”, sirve para lavar la consciencia de una población casi absolutamente integrada, adaptada, sistematizada: “se me perdonará mi oficio mercenario y mi estilo burgués de vida porque proclamo “creer” en la Utopía y porque asisto a todas las convocatorias del progresismo político”…

Ritual y esclerotizada, la protesta contemporánea es, también, irrelevante. Tras las marchas, después de las concentraciones o los encierros, finalizadas las huelgas, todo sigue igual… Y sobran, al respecto, los ejemplos: el 15-M en España, con aquella flores para la policía, el acuerdo con los negocios de la zona, las “buenas conductas” generales, las plazas llenas de gente, miles y miles de participantes en las asambleas, reportajes para los medios de todo el
mundo…, y, a los pocos días, triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular, conservador; y lo que le rentó en votos al “macrismo” argentino asesinar a Santiago Maldonado, a pesar de las marchas y las concentraciones…

Deconstrucción

Frente a este horizonte de la lucha esterilizada, determinado por la crisis de la racionalidad política clásica, cabe proponer un cambio de perspectiva. Aplicando una metodología puramente “deconstructiva”, se trataría de operar estratégicamente en el viejo tejido de la Razón política, ya que, enquistado el capitalismo, sin modificación sustantiva de la economía y de la sociedad, todavía no es históricamente practicable la invención repentina de un paradigma absolutamente distinto y el tránsito brutal de lo establecido a lo ideado. Este trabajo negativo, desplegado en el propio tejido de lo rechazado, de lo hegemónico, aspiraría a producir desgarros, a desbaratar costuras, a des-componer el conjunto mediante la alteración de las relaciones entre sus partes (J. Derrida). Tomaría los conceptos dados, caducos y vigentes al mismo tiempo, y los opondría entre sí, resignificándolos circunstancialmente. Pondría en circulación nuevas palabras, nuevos términos, insertándolos, como un apósito desestructurador, en aquel tejido de la racionalidad dominante. Crearía segmentos de teoría disidente para mezclarlos, como un veneno, en el cuerpo de los pensamientos canónicos. Hablaría, pues, el lenguaje de la política instituida, pero con un acento tan extraño y contaminando el relato con vocablos y metáforas tan disonantes, que casi pareciera salirse ya de esa arena y levantar sus tiendas en los parajes de la anti-política.

Fiel a esa consigna, y para el asunto de la lucha política, este escrito, denunciando la inoperancia de las formas dadas de reivindicación, quiere hablar de “antipedagogía”, de “desistematización”, de “auto-construcción ética y estética”, de bio-poética del antagonismo y hasta de anti-política. Ello nos llevará también a hablar del anarquismo y de los anarquistas; y del modo en que cabe ubicar la resistencia ácrata en este contexto de la protesta domesticada.

[Tomado del Ensayo "En los tiempos de la protesta domesticada", que en versión integral es accesible en https://www.asociaciongerminal.org/?p=2706.]


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