miércoles, 24 de abril de 2019

Debate (A): Notas sobre el origen y vigencia del concepto de democracia



David Graeber

¿Es la “democracia” un concepto inherentemente occidental? ¿Hace referencia a una forma de gobernanza (un modo de auto-organización comunal) o a una forma de gobierno (una manera particular de organizar el aparato del Estado)? ¿Implica la democracia necesariamente el gobierno de la mayoría? ¿Es la democracia representativa una auténtica democracia? ¿Está el término permanentemente empañado por sus orígenes en Atenas, una sociedad militarista, esclavista y fundada en la represión sistemática de las mujeres? ¿O tiene alguna conexión real lo que hoy llamamos “democracia” con la democracia ateniense? ¿Es posible para aquellos que tratan de desarrollar formas de democracia directa descentralizadas basadas en el consenso, reclamar el término? De ser así, ¿cómo convencer a la mayoría de la población de que la “democracia” no tiene nada que ver con la elección de representantes? De no ser así, si, en cambio, aceptamos la definición estándar y preferimos hablar de democracia directa para referirnos a algo más, ¿cómo podemos afirmar que estamos contra la democracia, un término que tiene aparejadas universalmente tantas ideas positivas?
 
Esto son discusiones sobre palabras, más que discusiones sobre prácticas. Existe, de hecho, una mayor convergencia en relación a las prácticas; especialmente entre los sectores más radicales del movimiento. Tanto si uno está hablando con miembros de las comunidades zapatistas de Chiapas, piqueteros desempleados de Argentina, okupas holandeses o activistas contra los desahucios en los barrios negros de Sudáfrica, casi todos coinciden en la importancia de las estructuras horizontales en lugar de verticales; la necesidad de iniciativas para rebelarse desde grupos relativamente pequeños, autónomos y auto-organizados en lugar de transmisiones descendentes a través de una cadena de mando, el rechazo a las estructuras permanentes llamadas de liderazgo, y la necesidad de mantener algún tipo de mecanismo para asegurarse de que las voces de aquellos que normalmente se encuentran marginados o excluidos de los procedimientos participativos sean oídas –como los “facilitadores” norteamericanos, los comités de mujeres y jóvenes del estilo zapatista o cualquier otra de las infinitas posibilidades. Algunos de los conflictos más agrios del pasado, por ejemplo, entre los partidarios del voto por mayoría y los partidarios del consenso, se han resuelto en buena medida, o, mejor dicho, parecen cada vez más irrelevantes, en la medida en que cada vez más movimientos sociales emplean el consenso total entre grupos pequeños y adoptan varias formas de “consenso modificado” para grandes coaliciones. Algo está emergiendo. El problema es cómo denominarlo. Muchos de los conceptos clave del movimiento (autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua, negación del poder estatal, etc.) provienen de la tradición anarquista; sin embargo, muchos de los que defienden estas ideas se muestran reticentes o completamente reacios a llamarse a sí mismos “anarquistas”. Lo mismo ocurre con la democracia. Mi propia perspectiva ha sido normalmente de utilizar abiertamente ambos términos, para argumentar que anarquismo y democracia son –o deberían ser– en gran medida idénticos, pero como digo, no hay consenso en este asunto, ni siquiera una visión mayoritaria.

Me da la impresión de que son cuestiones tácticas, políticas más que nada. La palabra “democracia” ha tenido múltiples significados a lo largo de la historia. Cuando se acuñó, hacía referencia a un sistema en el que los ciudadanos de una comunidad tomaban decisiones con la misma capacidad de voto en asambleas colectivas. La mayor parte de su historia, ésta significó desorden, motines, linchamientos y violencia entre facciones (de hecho, la palabra tenía las mismas connotaciones que la palabra “anarquía” en la actualidad). Sólo recientemente se ha identificado con un sistema en el que los ciudadanos de un Estado eligen a sus representantes para que ejerzan el poder estatal en su nombre. Está claro que no hay una esencia verdadera de la democracia que encontrar aquí. Lo único que todos estos significados tienen en común es, quizás, que todos implican en cierto sentido que los asuntos políticos que generalmente conciernen a una reducida élite se amplían a todo el mundo, y que esto es algo muy bueno o muy malo. En ambos casos, la palabra ha estado tan cargada moralmente que escribir una historia de la democracia desapasionada y desinteresada es casi una contradicción en sí mismo. La mayoría de los autores que pretenden mantener un halo de desinterés, tratan de evitar el término. Aquellos que realizan generalizaciones sobre la democracia tienen inevitablemente sus motivaciones particulares.

Por supuesto, yo las tengo. Por eso he creído justo explicar mis motivaciones al lector desde el principio. Creo que existe una razón por la que la palabra “democracia”, independientemente de cuántos tiranos y demagogos abusen de ella, aún conserva ese tenaz aclamo popular. La mayoría de la gente todavía identifica democracia con cierta noción de gestión colectiva de los propios asuntos por parte de la gente corriente. Esto ya parecía ser así en el siglo XIX y por esa razón los políticos de la época, que en un principio rechazaron el término, empezaron con reticencias a utilizarlo y a presentarse a sí mismos como “demócratas” –y gradualmente a remendar una historia en la que se representaban a sí mismos como herederos de una tradición que se remontaba a la antigua Atenas. Voy a asumir –por ninguna razón en particular o ninguna razón académica particular, puesto que esto no son cuestiones académicas sino morales y políticas– que la historia de la “democracia” debe ser tratada como algo más que la historia de la palabra “democracia”. Si la democracia es simplemente un asunto de comunidades que gestionan sus propios asuntos a través de un proceso abierto e igualitario de discusión pública, no hay razón para que formas igualitarias de toma de decisión de las comunidades rurales en África o Brasil no deban ser al menos tan dignas del nombre que los sistemas constitucionales que en la actualidad gobiernan a la mayoría de los Estados-nación.

De este modo, propondré una serie de argumentos relacionados, y quizás la mejor forma de hacerlo sea presentarlos ya:

1) Casi todo el que escribe sobre el tema asume que la “democracia” es un concepto “occidental” que comienza en la antigua Atenas, y que lo que los políticos de los siglos XVIII y XIX rescataron en Europa Occidental y América del Norte era esencialmente la misma cosa. La democracia es vista, por tanto, como algo cuyo hábitat natural es Europa Occidental y sus colonias anglófonas y francófonas. Ninguna de estas asunciones está justificada. “Civilización occidental” es un concepto particularmente incoherente pero si hace referencia a algo, es a una tradición intelectual. Y esta tradición intelectual es tan hostil hacia cualquier cosa que podíamos reconocer como democracia, como la India, la China o la Mesoamericana.

2) Las prácticas democráticas –procesos de toma de decisión igualitarios– tienen lugar, sin embargo, en todas partes, y no son característicos de ninguna “civilización”, cultura o tradición dada. Tienden a brotar allí donde la vida humana transcurre fuera de estructuras sistemáticas de coerción.

3) El “ideal democrático” tiende a emerger cuando, bajo ciertas circunstancias históricas, intelectuales y políticas, generalmente navegando en uno u otro sentido entre los Estados y los movimientos y prácticas populares, se cuestionan las propias tradiciones –siempre en diálogo con otras– tirando de casos pasados y presentes de práctica democrática para argumentar que su tradición tiene una base fundamental de democracia. Denomino a esos momentos de “refundación democrática”. En relación a las tradiciones intelectuales, ellas son también momentos de recuperación, en las que ideales e instituciones que son frecuentemente el producto de formas increíblemente complejas de interacción entre gentes de muy diversas historias y tradiciones, aparecen representadas como emergiendo a partir de la lógica de esa misma tradición intelectual. A lo largo de los siglos XIX y XX especialmente, esos momentos ocurrieron no sólo en Europa sino en casi todas partes.

4) El hecho de que este ideal está siempre fundado en (por lo menos en parte) tradiciones inventadas no significa que no sea auténtico o legítimo, o por lo menos, menos auténtico o legítimo que otros. La contradicción es, sin embargo, que este ideal estaba basado siempre en el sueño imposible de casar los procedimientos o prácticas democráticas con los mecanismos coercitivos del Estado. El resultado no son “Democracias” en un sentido significativo, sino Repúblicas con unos pocos, normalmente muy limitados, principios democráticos.

5) Lo que estamos viviendo hoy no es una crisis de la democracia sino una crisis del Estado. En los últimos años ha habido un resurgimiento masivo del interés en las prácticas y procedimientos democráticos dentro de los movimientos sociales  globales, pero esto ha tenido lugar casi por completo al margen de los marcos estatales. El futuro de la democracia reside, precisamente, en esta área.

[Fragmento del texto “Nunca ha existido Occidente ó la democracia emerge de los espacios  intermedios”, incluido en la compilación Anarquismo y Antropología,  que en versión original íntegra es accesible en https://anarkobiblioteka3.files.wordpress.com/2016/08/anarquismo_y_antropologc3ada_-_varios.pdf.]


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