martes, 23 de abril de 2019

Brasil: Crónica de un desastre anunciado



M. Ricardo de Sousa

Hace algunos años un conocido editor anarquista de Sao Paulo, Plinio Coelho, crítico feroz del PT, alertaba que los gobiernos de Lula y Dilma estaban allanando el camino hacia un político populista de extrema derecha. No se trataba de brujería, ni de haber recurrido a una madre de santo de un terreiro de candomblé, sino tan sólo de la lucidez de alguien que estaba atento al desastre que se anunciaba.

Lula y el PT fueron a partir de los años 80, con el fin de la Dictadura Militar, catalizando las esperanzas de millones de brasileños en un cambio estructural de la sociedad. No esperaban una revolución, sino tan sólo reformas profundas que trajesen alguna justicia social a una de las sociedades más perversas, injustas y desiguales del mundo. La reforma agraria, la reforma urbana, la reforma fiscal, el fin de la corrupción y la lucha contra las grandes mafias del crimen organizado era el mínimo que se esperaba y que se prometía en las campañas electorales.

Es cierto que cuando Lula fue elegido ya había comenzado a acomodar su programa a los poderosos intereses dominantes en la famosa "Carta al Pueblo Brasileño", que no era más que un pacto negociado con los verdaderos dueños del Poder en Brasil. Sin embargo, el programa reformista del PT no era todavía una imposibilidad, tenía en ese momento un gran apoyo social y era el deseo de la militancia popular del partido como de los electores, en un contexto en que los sectores conservadores estaban relativamente acorralados.

Lo que se vio a partir de 2003, sin embargo, fue algo diferente. Se impuso en el PT la línea hegemónica "pragmática" que, en nombre de la "gobernabilidad", estaba dispuesta a hacer todo tipo de acuerdos con los diputados y senadores conservadores y a acomodar su programa a los intereses del gran capital. Fue una época de crecimiento económico, en una coyuntura favorable, en la que los grandes grupos económicos pasaron a encarar al gobierno de Lula de forma más complaciente, olvidando las desconfianzas del pasado. Crecieron los salarios, pero principalmente los beneficios de estos grupos industriales y financieros. Simultáneamente, el gobierno de Lula tuvo la posibilidad de implementar algunos de sus programas sociales que se basaban en una vieja tradición latinoamericana, en el caso brasileño getulista, de subsidios y apoyos estatales a los grupos sociales más pobres. Este asistencialismo permitía también dar el acceso al consumo, aunque mínimo, a los grupos excluidos y a los trabajadores con salarios más bajos.

Los mandatos fueron avanzando y nada de reformas de fondo, por el contrario, la vieja política del "toma allí, da aquí" se fue consolidando como la táctica de negociación parlamentaria con los sectores más conservadores y reaccionarios de la cámara de los diputados y del senado. Fue la época en que vimos a Lula abrazado a Sarney, Collor, Maluf, Eduardo Cunha, Sérgio Cabral y tantos otros siniestros personajes.

Cuando Lula, después de ocho años de gobierno, en 2011, logró transferir el apoyo que aún tenía, en función de una situación económica expansiva y de sus políticas sociales, a una figura borrosa de la burocracia, Dilma Rousseff, no se esperaba la tormenta que ya se podía adivinar con el llamado "mensalão", esquema de corrupción en la Cámara de Diputados que comenzaba a chamuscar el PT. En la vieja tradición del "robar pero hacer" de Ademar de Barros y Paulo Maluf, todavía aceptaron que la corrupción fuese obra de unos cuantos dirigentes y que Lula nada supiera del asunto, como no había llegado aún a la crisis más seria. Y eso aunque los dirigentes del PT acusados, José Genoíno y José Dirceu, fueran dos de los más importantes estrategas del partido, muy próximos a Lula.

Con Dilma los problemas no pararon, la crisis económica y social fue creciendo amenazadora, en las calles las manifestaciones de descontento comenzaron a ser cada vez más ruidosas. Las obras faraónicas para el Mundial de Fútbol de 2014 y para las Olimpiadas de 2016 causaron indignación, tanto más que para la educación y para el sistema de salud, que nunca dejó de ser un desastre, faltaban fondos. En su gobierno se aprobaron leyes especiales de represión social teniendo en vista estos grandes acontecimientos y un esquema de seguridad máxima fue montado para garantizar que la habitual violencia de las grandes ciudades brasileñas, con miles de muertos al año, no molestara a los visitantes extranjeros. Pero las manifestaciones aún eran de movimientos sociales de izquierda, aunque comenzaban a agregar muchos descontentos influenciados por el discurso conservador.

Desde 2014 todo se complicó. La Operación "Lava Jato" siguió todo un conjunto de pistas que descubrieron un gran esquema montado por el gobierno del PT para distribuir dinero entre sí y los partidos aliados a partir de las grandes obras públicas y de Petrobras. En un momento en que la recesión económica empezaba a apretar a los brasileños, con desempleo, quiebra de pequeños negocios e inflación crecientes, ver a los dirigentes políticos del país a desviar millones y millones de recursos públicos desató la rabia de muchos de los votantes que habían apoyado a Lula, Dilma y ej PT, sintiéndose traicionados por el partido. Esta rabia converger con el resentimiento latente de sectores conservadores de la llamada clase media, que perdieron de forma significativa poder adquisitivo y que, en su profundo reaccionarismo, nunca aceptaron el discurso socializante del PT, aunque éste fuera más simbólico que real, ni tampoco los cambios sociales y culturales que estaban ocurriendo en Brasil, muchas de las cuales estaban hasta el margen del PT.

A partir de ahí, la base social que sostenía el gobierno se fue fragmentando y la reacción arrogante del PT contra todos los que salían a la calle, apodos de coxinas, acompañada de la victimización del partido y de Lula, sólo hicieron crecer aún más la rabia. No se podía más tapar el sol con el tamiz, ni ocultar que la izquierda manejó un gran esquema de locupletación con los recursos públicos.

Dilma Rousseff fue separada del poder, en 2016, en pleno pique de la crisis económica, tras grandes manifestaciones callejeras anti-gubernamentales, en una de las típicas maniobras maquiavélicas de los parlamentarios brasileños, pero que se interpretó para el PT y la izquierda como un golpe, aunque ese golpe haya sido dado por los aliados de la víspera del PT, muchos de ellos integrados en los gobiernos de Lula y Dilma y que habían sido socios en los esquemas de corrupción en la última década.

Lo que los grandes estrategas del partido imaginaron sería la forma de cooptar apoyo a sus gobiernos para garantizar la "gobernabilidad", la corrupción, les resultó un tiro por la culata. No sólo políticos aliados y empresarios cómplices decidieron hablar, sino que hasta dirigentes del propio PT vinieron a confirmar los esquemas corruptos de esos gobiernos.

De la idea de un partido víctima y de dirigentes inocentes se pasó entonces al discurso "todos lo hacen", naturalizando así la práctica corrupta del partido que usó los mismos instrumentos de los viejos partidos. Sólo que el problema era, por un lado, que el PT desde su fundación defendía un discurso ético de combate a la corrupción y a la vieja política brasileña. Por otro lado, el esquema que comenzaba a ser expuesto por la policía y la justicia mostraba el más elaborado, complejo y bien gestionado sistema de corrupción montado a partir del poder central. No era ya la práctica de la corrupción aburrida y simple de cada partido y político meteiendo en el bolsillo lo que podía, sino un sistema articulado, y centralizado, de distribución de recursos públicos por los partidos en el poder, PT y sus aliados conservadores.

La rabia y el resentimiento pasaron a ser imparables. Por razones de oportunidad fue un diputado ex capitán, parlanchín y autoritario, Jair Bolsonaro, un Duterte [el presidente de Filipinas] a la brasileña, quien asumió la cabecera de ese combate anti-petista. Los políticos y dirigentes partidarios más importantes estaban en la casi totalidad implicados en los diversos esquemas que comenzaban a ser revelados y a la izquierda ninguno de los partidos consiguió, o tuvo coraje, de entrar en confrontación abierta con el PT. La derecha comenzaba a ganar la disputa, una derecha autoritaria, reaccionaria e inorgánica, en algunos casos de tipo fascista, cementada por los pastores conservadores de las iglesias pentecostales, pero que arrastró en su avance muchos de los desilusionados ex-votantes partidarios de Lula y del PT.

Llegados a las elecciones presidenciales de noviembre de 2018, al extremarse el enfrentamiento, la disputa pasó a ser entre dos mesías: Jair Bolsonaro y Fernando "Lula" Haddad. Lo que muchos imaginaron sería la solución milagrosa, el apoyo de Lula, y la presentación de Haddad como un hombre de confianza de Lula, se convirtió en la segunda vuelta en el veneno. La mayoría de los votantes no votarían por lo que Haddad representaba, aunque del otro lado estuviera el candidato más bocón y reaccionario que alguna vez se presentó a elecciones en este país. En unos comicios radicalizads bajo el signo de "Haddad o fascismo", un tercio de los votantes, los abstencionistas, blancos y nulos, se rehusó a dar su voto al candidato del PT.

La posibilidad de derrotar a Bolsonaro, dentro de la lógica política partidista, sólo podría haber existido si Haddad hubiera asumido una autocrítica en relación a las prácticas gubernamentales desastrosas del PT y negociado con el PDT, PSDB, PV, Red y PPS un frente contra la amenaza autoritaria. Sin embargo, el PT, que en nombre del "pragmatismo" hizo todo tipo de acuerdos espurios con los partidos conservadores y los parlamentarios más reaccionarios a lo largo de más de una década, usando la corrupción como instrumento de cooptación, no fue capaz de hacer un simple acuerdo político con los potenciales aliados de la segunda vuelta.

El chantaje de "Haddad o el fascismo", con todo lo que significa de manipulación política, en un contexto dramático, no funcionó.

Como escribió el poeta: "¿Y ahora José?"

La situación es compleja e imprevisible. Al menos va a crecer a partir de 2019 el carácter autoritario del Estado brasileño, se van a desarrollar políticas conservadoras de restricción de derechos y una guerra ideológica contra los valores de una cultura progresista y cosmopolita, más allá de una agenda económica ultra liberal que es el " punto fundamental para el gran capital. Una cosa es cierta: Jair Bolsonaro no dispone de una mayoría social, su victoria aunque significativa, resultando del 55,13% de los votos, está lejos de recoger ese apoyo. Sin embargo, parece claro que la confrontación y la oposición a las políticas conservadoras, principalmente desde una perspectiva libertaria de la autonomía y autoorganización, pasará más por la sociedad, por las calles y por los lugares de trabajo, que por las disputas institucionales y partidarias en Brasilia. A menos que los sindicatos, movimientos sociales, MST, ecologistas, feministas y naciones indígenas rompan los lazos de dependencia y subordinación en relación al Estado y a los partidos, lo que en el caso de Brasil es en relación al PT, no saldremos de esta lógica contaminada de la alternancia de los grupos dirigentes que van ocupando el Poder del Estado sin que nada cambie de fundamental en la sociedad brasileña. Que los anti-capitalistas se convirtieran en esta fase, en nombre de un frentismo, en la ingenua tropa de choque de defensa del PT, al lado del PSOL, sería el último desastre, tanto más que los trece años de lulismo nos demostraron que las cuestiones centrales en la sociedad continúan siendo el Estado y el Capitalismo. De esta realidad no hay manera de escapar. Si hay una cosa que la historia reciente de Brasil nos vuelve también a recordar es que nada se puede esperar de cualquier vanguardia iluminada y menos aún de cualquier mesías, llámese António Consejero, Getúlio Vargas, Jânio Quadros, Luis Inacio o Jair Bolsonaro.

La izquierda y la autofagia

A propósito de las elecciones brasileñas, muchos comentaristas de renombre, sociólogos y políticos vinieron a explicarnos a los brasileños que un día en Portugal Alvaro Cunhal había llamado a los militantes del Partido Comunista Portugués a votar por Mário Soares, incluso si tenían que cubrirse la nariz ante el hedor o la cara por la verguenza, ante el candidato. Este gastronómico acto de tragar sapos era dado como el ejemplo pedagógico a ser seguido por los electores brasileños descontentos con el PT si quisieran impedir la victoria de Jair Bolsonaro, reaccionario hardcore. Sin embargo, olvidaron que el mejor ejemplo de la sumisión al pragmatismo realista lo tuvimos en Brasil donde el histórico dirigente comunista Luiz Carlos Prestes apoyó a Getúlio Vargas, y pidió votos a su favor, después de que este dictador mandó arrestar, torturar y matar a comunistas y anarquistas, y fue el responsable directo de la deportación de Olga Benario, la comunista compañera de Prestes, a la Alemania nazi donde murió en un campo de concentración.

Preste, pues, resulta el mejor ejemplo de la disposición de los comunistas y de la izquierda para devorar las propias vísceras en nombre del partido, de la nación y del pueblo.

[Texto original en portugúes publicado por https://noticiasanarquistas.noblogs.org/post/2019/04/22/portugal-brasil-cronica-de-um-desastre-anunciado. Traducido al castellano por la Redacción de El Libertario.]


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