miércoles, 16 de enero de 2019

Debate (A): Por qué el antidesarrollismo



Miquel Amorós


La derrota del movimiento obrero fue la causa de que la crítica social quedara aislada en pequeños círculos de irreductibles. Los cambios profundos experimentados por el sistema capitalista junto con el crecimiento del aparato estatal bloquearon cualquier deriva que culminara en una organización de la clase apuntando hacia objetivos revolucionarios. Las luchas se reorientaron hacia reivindicaciones inmediatas centradas principalmente en la conservación del empleo, mientras que la llama de las grandes metas emancipadoras quedó apagada por el vendaval participativo que produjo la apertura de las instituciones a los partidos “obreros”.
 
Tuvo lugar entonces en el terreno teórico el paso de la crítica proletaria a la ideología social liberal burguesa, y en el terreno de la praxis, la trasformación de la lucha de clases en sindicalismo de concertación y contienda electoral. La clase obrera no salió indemne de tanta sacudida, fundiéndose con las nuevas clases medias en una masa amorfa adicta al régimen productivista. Las crisis sucesivas nacidas de las nuevas contradicciones originadas por la globalización apenas han alterado la situación anterior. Las minorías radicales siguen empeñándose en reproducir un obrerismo ideológico sin sentido, aferrándose a las viejas fórmulas superadas. Las alternativas individualistas, primitivistas y ecologistas no son mucho mejores, ya que son simples ideologías de recambio y no expresiones de movimientos trasformadores apoyados en una comprensión real de las condiciones históricas presentes.

El nuevo régimen social se desarrolló a partir de una fu-sión del Capital con el Estado, y por consiguiente, de la economía con el sindicalismo y la política. El crecimiento económico era la condición sine qua non para el acceso a “la sociedad del bienestar”, objetivo que había reemplazado a la “autogestión” y el “socialismo”, y por lo tanto, el imperativo principal de cualquier política de partido. Según la mentalidad progresista de los nuevos dirigentes, la abundancia de mercancías y crédito, la propiedad inmobiliaria y los servicios estatales, frutos de un “desarrollo” tecnoeconómico creador de puestos de trabajo, disolverían cualquier antagonismo social y pondrían fin a una época de lucha de clases. Las masas, encerradas en su vida privada, dejarían de buen grado los asuntos públicos y salariales en manos de los profesionales de la negociación, obedeciendo puntual-mente a las indicaciones trasmitidas por los medios de la comunicación espectacular. El proletariado quedaba existencialmente corrompido por el capital, esclavo de sus intereses económicos inmediatos. No quiere emanciparse, negando su condición, su existencia alienada: solamente desea no quedar fuera del mercado, consolidar su lugar en el marco de la sociedad de consumo. Ahora sigue las pautas políticas que le marcan las clases medias, o sea, que se ha ciudadanizado. En consecuencia, la crítica social tenía que ser forzosamente anticonsumista y antidesarrollista, aunque solamente fuera por contrarrestar el conformismo producido por dicho “bienestar”. Y había de ser, complementariamente, antipatriarcal, antiestatista y antipolítica. Tenía que romper tanto con la tradición socialdemócrata, el obrerismo político y el nuevo ciudadanismo, como con el machismo cotidiano y la ideología del Progreso, creencias espurias con las que el sistema había contaminado a los dominados.

La integración de los trabajadores en tanto que principal fuerza de consumo unificaba la industria con la vida. El desarrollo era el arma mediante la cual el capital colonizaba la vida cotidiana y destruía la sociedad civil -especialmente el medio obrero- privándola de la menor autonomía. La descolonización no podía ser más que antidesarrollista. La crítica de la idea de Progreso, como la de la neutralidad de la técnica y del Estado que le servía de corolario, era el nuevo punto de partida. Otras razones ve-nían a reafirmar el antidesarrollismo como característica principal del anticapitalismo: las derivadas de la fusión del territorio y la urbe en detrimento del primero. El impacto destructivo de las políticas desarrollistas sobre los individuos y el entorno (que ponía en peligro la permanencia de la vida misma en el planeta) contaminaba, trastornaba el clima, despoblaba el campo, agotaba los recursos, desequilibraba el territorio y forzaba un estilo de vida urbano artificial y alienado. Así pues, la crítica social incorporaba como elementos fundamenta-les la crítica de la agricultura industrial, del despilfarro energético, del consumismo y del urbanismo. La revolución no provocaría una aceleración de la economía, sino que activaría un freno de emergencia. La producción, la circulación y la distribución capitalistas no son autogestionables. La propiedad nacional o colectivista de unos medios de producción y circulación (distribución) eminentemente destructivos no solucionaría ninguno de los problemas planteados, ya que la solución sería más bien el resultado de diversos procesos de desglobalización, desindustrialización, desurbanización y desestatización.

La crítica social no puede prescindir de conceptos como el de alienación, ideología, razón o sujeto histórico, sin los cuales nunca rebasará el horizonte cultural de la dominación. El sujeto revolucionario es un ser histórico, una comunidad de individuos cuyos intereses son universales, producida en el tiempo y que camina hacia su realización plena en el tiempo. Su existencia no viene garantizada por ninguna situación objetiva. La crítica tradicional concedía el papel de sujeto de la historia y redentor de la humanidad al proletariado, pero dadas las condiciones económico-políticas actuales, no puede atribuirse ese honor a la masa desfavorecida de asalariados. Primero, porque ha perdido su centralidad, ya que no es la principal fuerza productiva; segundo, porque no forma un mundo aparte en el seno de la sociedad, con sus propios valores, tradiciones y reglas. No puede constituirse un sujeto –una comunidad, una clase- exclusiva-mente basándose en la condición de asalariado, ni tampoco los conflictos laborales son capaces de abrir unas perspectivas anticapitalistas mínimas. Por otro lado, no son precisamente los asalariados de hoy quienes reivindican el honor de la primera fila en el combate por la abolición del Capital y el Estado, prefiriendo de largo dejarse llevar por las políticas posibilistas de las nuevas clases medias, las únicas que han mostrado capacidad de iniciativa institucional. El nuevo sujeto, es decir, la comunidad de combatientes anticapitalistas, no existe en la actualidad: ha de emerger de conflictos cuya resolución sea imposible en el marco del sistema actual de dominio. Pero no sólo eso: ha de erigirse en sujeto moral, virgen de cualquier valor burgués, es decir, ha de llevar en su seno, en sus pasiones y en sus aspiraciones los gérmenes del comunismo libertario del futuro.

Habiendo alcanzado sus límites internos y externos, el capitalismo se ha instalado permanentemente en la crisis y prosigue su marcha a través de innumerables confrontaciones. Dejando aparte la geopolítica militar, responsable de las guerras por el control de recursos, y limitándonos a las condiciones locales, dos son los tipos de lucha capaces de cuestionar la naturaleza del sistema: las luchas urbanas y la defensa del territorio. En las conurbaciones tienen lugar resistencias contra la exclusión y contra el endurecimiento represivo que exige el control de las masas excluidas. Buen ejemplo de ello son las luchas contra los desahucios, las privatizaciones, el turismo, la precariedad y los abusos jurídico-policiales. Sin embargo, es en el territorio no urbano donde se generan los conflictos mayores, aquellos que agravan las condiciones de vida y ponen en peligro la supervivencia de la población, y que, por lo tanto, son los que pueden aportar mayor conciencia antidesarrollista. El territorio periurbano, expurgado de actividades agrícolas, se ha convertido en escenario de grandes proyectos especulativos sin ninguna utilidad para sus habitantes: prospecciones de petróleo y gas no convencionales, construcción de grandes infraestructuras, de macrocárceles, de vertederos, de plantas incineradoras, de centrales energéticas, de residencias vacacionales, etc. En consecuencia, la defensa del territorio contra su reordenación explotadora constituye el eje donde pivota la lucha antidesarrollista, defensa que cuenta con la particularidad de sobrepasar el horizonte rural: sus efectivos proceden mayoritariamente de las conurbaciones.

El tipo organizativo que surge de la nueva conflictividad se apoya en relaciones de vecindad, más que de lugar de trabajo. El sujeto se reconstituye ante todo como organización vecinal, colectividad o concejo, no como sindicato, coalición o partido, y eso es así porque la cuestión social se presenta cada vez más como cuestión territorial. Esta clase de organización, que abarca todas las esferas de la actividad social, goza de la ventaja de estar mejor prevenida contra la burocracia, pues funciona horizontalmente, rotando cargos representativos y tareas. No presenta un perfil único, pues es producto de condiciones locales de lucha, actuando bien como asambleas o plataformas, bien como grupos de apoyo o “zonas a defender”. Tampoco están a salvo de la recuperación o del reformismo, puesto que la conciencia antidesarrollista no acompaña las luchas con la suficiente contundencia como para volverlas irrecuperables y suversivas. Y no las acompaña en la medida que el grado de disidencia de los combatientes es pobre y el fetichismo de la política es grande, cosa que impide hacer de la segregación un arma. Pero dado que el sistema es irreformable, la lucha no ha de centrarse sola-mente en sus aspectos negativos, sino también en aquellos que de alguna forma constituyen embriones experimentales de una sociedad nueva. La comunidad se crea tanto en la movilización y la resistencia como en la obra constructiva y creadora. Y así en el espacio urbano hemos visto aparecer ágoras de barrio, coordinadoras asamblearias de trabajadores, huertos comunitarios, comedores populares, clínicas alternativas, talleres autogestionados y otras iniciativas más o menos logradas como respuesta a problemas concretos. En el territorio se producen experiencias ruralizadoras como cooperativas integrales, ocupación de tierras, cultivos salvajes agroecológicos, producción de energía renovable, recuperación de bienes comunales, reivindicación de prácticas de autogobierno tradicionales (juntas, concejos), etc. Son ejemplos dispersos, marginales, voluntaristas y mal equipados, pero de suma importancia, puesto que indican el camino a seguir cuando un verdadero movimiento social cristalice y supere el estadio de las barricadas.


Recapitulando, el antidesarrollismo es una reflexión crítica y una práctica antagonista nacidas de los conflictos provocados por el desarrollo en la fase última del régimen capitalista. Es una teoría abierta que hace balance de la lucha de clases pasada e incorpora a la vieja tradición anarquista y socialista la crítica de la vida cotidiana, del urbanismo, la ciencia, la tecnología y el progreso. Y es a la vez un sentimiento difuso de futuro fallido que empuja a la acción. La obsolescencia programada de la humanidad no podrá pararse más que con el desmantelamiento de industrias e infraestructuras, el reequilibrio poblacional entre ciudad y campo, la descentralización social y la desestatización, asuntos que los desastres de la mundialización han llevado a la calle. El sujeto revolucionario surgirá de la confluencia entre esa sensación de pérdida irreparable que comunican las agresiones del capital/estado, o sea, del sistema, y la insrrección contra un destino inaceptable.

[Tomado de la publicación anarquista Siglo XXI # 42, Madrid, enero 2019. Número completo accesible en https://drive.google.com/file/d/1JShDAnoJpYvehAIqDB951UkTksWJxDkS/view.]


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