sábado, 5 de agosto de 2017

Canek, el anarquista nieto del Che Guevara



Roberto Garza

Canek llegó al mundo un 22 de mayo, recibiendo el nombre de un guerrero maya que luchó contra el dominio colonial español. “Nací en La Habana en 1974, en una casona en Miramar, sobre la Quinta Avenida: en resumen, en plena Aristocracia esquina con Burguesía”. En esa casa vivían también los compañeros de su padre en el exilio que, con pocas excepciones, terminaron abandonando Cuba en cuanto consiguieron algún salvoconducto: pocos años después la familia hizo lo propio, asentándose en Milán primero y en Barcelona después, ocupados siempre en actividades revolucionarias. A México no regresarían hasta pasado 1978, tras la amnistía decretada por el presidente José López Portillo, para inscribir al hijo de siete años en una escuela llamada José Martí. Allí nacería su hermano menor, Camilo. Canek viajaba con su madre de manera intermitente a la isla, aunque sin volver de lleno hasta 1986, a los 12 años; fue entonces, en la escuela secundaria, donde se descubrió como el nieto del Che, que no de su abuelo, sino del mítico revolucionario que se venera hasta hoy en Cuba: el dios retratado por Korda, presente en todos los edificios, oficinas y hogares cubanos, era sangre de su sangre. El reflejo del símbolo en los ojos y en las expectativas de sus compatriotas lo abrumó desde entonces, al tiempo que lo fascinaría siempre: escudriñaba el mito y el fenómeno, pero rechazaba el destino manifiesto que, a los ojos del público, debía conformarle un cierto pensar y actuar.

Pronto se desencantaría del régimen y abandonaría la escuela, optando por dejarse el cabello largo y por armar una banda de punk y de metal llamada Metalizer, música prohibida por degenerada y por emanar, como la Coca Cola y la democracia, de las marcas registradas del Imperio. Su curiosidad e inteligencia naturales se decantarían por una búsqueda epistémica tan rigurosa como autodidacta, y por el constante análisis de sus raíces, cargadas de ambivalencia: “Me hice en Cuba: la amé y la odié como sólo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es parte fundamental de uno…”. Hilda moriría allí, de cáncer, en 1995. Al año siguiente, Oaxaca, uno de sus lugares favoritos, se convertiría en su lugar de residencia, aunque nunca de forma permanente; cuando lo encontré estaba en Francia, en una granja con su mujer e hijo, a los cuales dejaría atrás para volver a México e iniciar su periplo latinoamericano en pos de los pasos de su abuelo. A La Habana no regresó más, o apenas un par de veces, para visitas muy cortas.

A su madre le llamaba Hildita, como a Fidel le decía tío y a su padre Alberto; en el caso de sus padres no por mera irreverencia, sino por asombro: hasta los siete u ocho años la clandestinidad nómada lo obligó a llamarles por los nombres ficticios del salvoconducto oficial en turno. La oposición de Canek nunca fue armada. Pero su envergadura fue descarnada y compleja; quienes vitorean sus críticas al régimen suelen ignorar u omitir que igual destazaba a las sociedades capitalistas, aparentemente libres y democráticas: como todas las demás manifestaciones de la naturaleza humana, pasaban ambas bajo la navaja de sus letras. Era un auténtico anarquista y, por lo mismo, un misántropo, escudriñando a la propia especie como si no le perteneciera. Carecía de tendencias coléricas —excepto algunas veces, cuando la ocasión lo ameritaba y había alcohol de por medio—, optando por la observación, la reflexión y el diálogo, en ocasiones apasionado, para desmenuzar etiquetas, trincheras, pertenencias o bagajes: las limitaciones impuestas desde la civilización, en sus manifestaciones matrices como nacionalidad, familia y religión, le parecían sinsentidos. Nunca le preocupó su apariencia; le bastaba una camisa y un pantalón de lona arrugada en colores neutros, una cola de caballo amarrada con liga de hule y una barba sin afeites. No cargaba dinero, ni parecía necesitarlo demasiado. Prefería pasar desapercibido, aunque su 180 y tantos centímetros se lo dificultaban. Localizarlo era un ejercicio inútil; su presencia se anunciaba de golpe, con una sonrisa burlona desde la puerta: Canek llegaba cuando llegaba y se iba cuando se iba.

Cuando finalmente establecimos contacto me propuso una columna semanal, que bautizó como Diarios Sin Motocicleta, con un corto preámbulo europeo. Una vez en México comenzó su recorrido por tierra, sin itinerario fijo, parando sin límite de tiempo donde encontrara material interesante. Su deseo era terminar algún día en La Habana, via Patagonia. Los textos llegaban puntuales, semana a semana, acompañados de unas fotos deslumbrantes y evocadoras en blanco y negro. Sus retratos literales y visuales tenían un sentido humano redondo y transfronterizo, trascendiendo con creces al rígido panamericanismo político, ensillado por la guerra fría, de su abuelo. Firmaba los textos como Canek Sánchez. Pasaría más de un año antes de que añadiera el Guevara.

Alrededor de 2012 di por terminado mi trabajo en la revista de marras y dejé la Ciudad de México por Nueva York. Cerca de un año después el periódico cerraría el semanario y, con él, los Diarios sin Motocicleta, que fueron acotados en algún lugar de Perú. Seguí en contacto con Canek con relativa frecuencia; se había acostumbrado a mi manera de editarlo y solía enviarme sus textos y proyectos para revisiones informales. Así conocí sus historias tejidas alrededor de la vida cotidiana en Cuba, unas viñetas de aparente ficción escritas a través de los años que iba arrumbando en alguna carpeta y que, en conjunto, dibujaban la claustrofobia revolucionaria con la difícil virtud de carecer del tinte del prejuicio o de la ideología. No supe más hasta que me enteré de su muerte, en una cirugía de corazón en la Ciudad de México, en enero 21 del 2015. Tenía 40 años. Quedan sus 33 Revoluciones, en Alfaguara, y sus Diarios sin Motocicleta, recopilados por la española Pepitas de Calabaza.

[Párrafos extraidos de un artículo mas extenso disponible en https://www.viceversa-mag.com/canek-el-anarquista.]


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