viernes, 26 de octubre de 2018

Reflexiones sobre la ciudad-espectáculo del capitalismo del siglo XXI



Miquel Amorós

… Nuevas autopistas, nuevas ampliaciones portuarias y nuevas pistas de aterrizaje han de situar a la urbe en el mapa de la «nueva economía», por lo que todo el mundo dirigente trabaja a marchas forzadas. Cada año se construyen en el Estado Español veinticuatro catedrales del relax consumidor, los centros comerciales, visitados anualmente por más de 23 millones de paisanos. A veces ocurre que el ciudadano anda un poco rezagado por culpa de recuerdos del pasado, no tan lejano, y tiene dificultades en ver el confort y la belleza de las nuevas «máquinas del vivir» (o «ecopisos») y de sus emblemas monumentales. Pero son precisamente esas formas nuevas, construidas con nuevos materiales en cuya fabricación puede que no haya «intervenido mano de obra infantil», empleando nuevas técnicas que «no perjudicarán al medio ambiente», y, eso sí fundadas en la privatización absoluta, el desplazamiento constante y la videovigilancia, las que traducen las nuevas relaciones sociales. El nuevo hábitat ciudadano es una especie de molde, o mejor, un aparato ortopédico que sirve para enderezar al nuevo hombre. De forma que, viviendo en tal medio, el hombre artificial del presente sea el hombre sin raíces del futuro.
 
El paradigma del nuevo estilo de vida en las granjas de engorde que llaman ciudades es el de los altos ejecutivos que las vedettes del espectáculo exhiben en las pantallas. Nada que ver con el viejo estilo burgués, orientado a la opulencia y el disfrute exclusivo de minorías. El nuevo estilo no es para gozar sino para mostrarse. La ciudad es ahora espectáculo. Eso tiene traducción urbana, especialmente en los monumentos. Los edificios monumentales típicamente burgueses se integran en un entorno clasista, definiendo el sector dominante de la ciudad. Tanto si son viviendas, como grandes almacenes o estaciones de ferrocarril, la arquitectura burguesa trata de ordenar jerárquicamente el entramado urbano donde se ubican. El arquitecto burgués más bien «aburguesa» el espacio, no lo anula. Sin embargo no ocurrió así con la arquitectura franquista de los sesenta, apoyada en una industria de la construcción incipiente y en una imponente especulación. Los edificios franquistas, concebidos no como partes de un conjunto sino como hecho singular (y singular negocio), dislocan el espacio urbano, son como objetos extraños incrustados en barrios ajenos, rompiendo la trama, hasta el punto que los desorganizan y desertifican. Son monumentos a la amnesia, no al recuerdo; a través de ellos la ciudad expulsa su autenticidad y su historia, y se vuelve transparente y vulgar. La nueva arquitectura, provista de medios mucho más poderosos, magnifica esos efectos de superficialidad y anomia urbicida. Unos cuantos edificios «de marca» y ya tenemos la identidad de la ciudad reducida a un logo y más fragmentada que con el caos automovilista. Fragmentada y llena de turistas. Heredera de la arquitectura fascista, la nueva arquitectura ensalza el poder en sí, que hoy es el de la técnica. Tener estilo particular, lo que se dice tener, no tiene. Busca disociar geométricamente el espacio, mecanizar el hábitat, estandarizar la construcción, imponer el ángulo recto, el cubo de aire. El modelo son los aeropuertos, por lo que las nuevas ciudades habrían de ordenarse en función de aquellos. Serán en el futuro una prolongación del complejo aeroportuario, cuyo principal ariete es el AVE.

El realismo desencarnado del llamado estilo internacional ha venido a ser el más apropiado, pero quizás resulte demasiado verídico en estos momentos del proceso y los dirigentes, pecando de verbalismo arquitectónico, hayan preferido una arquitectura «de autor» para los eventos espectaculares que han marcado los inicios de ambiciosas remodelaciones urbanísticas: el Guggenheim de Bilbao, la torre Agbar de Barcelona, la estación de Las Delicias de Zaragoza, el Kursaal de Donosti, l’Auditori de Valencia..., de los cuales lo mejor que puede decirse es que cuando ardan resultarán imponentes. Los políticos y los hombres de negocios que impulsan los cambios aspiran a que las ciudades se les parezcan, o que se asemejen a sus ambiciones, por eso todavía se necesitan edificios extravagantes y sobre todo gigantescos, susceptibles por sus dimensiones de traducir la enormidad del poder y la emoción mercantil que conmueve a los promotores.

Esta voluntad en hallar una expresión mayúscula del nuevo orden establecido, no deja de lado los aspectos más espectaculares que mejor pueden redundar en su beneficio, como por ejemplo el diseño. Estamos en el periodo romántico del nuevo orden y éste necesita símbolos arquitectónicos, no para que vivan dentro sus dirigentes sino para que representen los ideales de la nueva sociedad globalizada. A través de la verticalidad y del diseño los dirigentes persiguen no sólo la explotación máxima del suelo edificable o la neutralización de la calle, sino la exaltación de aquellos ideales perfilados por la técnica y las finanzas.

Las características principales que definen el nuevo orden urbano son la destrucción del campo, los cinturones de asfalto, la zonificación extrema, la suburbanización creciente, la multiplicación de espacios neutros, la verticalización, el deterioro de los individuos y la tecnovigilancia. La arquitectura del bulldozer típica del orden nuevo nace de la separación entre el lugar y la función, entre la vivienda y el trabajo, entre el abastecimiento y el ocio. Derrumbados los restos de la antigua unidad orgánica, la ciudad pierde sus contornos y el ciudadano está obligado a recorrer grandes distancias para realizar cualquier actividad, dependiendo totalmente del coche y del teléfono móvil. La circulación es una función separada, autónoma, la más influyente en la determinación de la nueva morfología de las ciudades. Las ciudades, habitadas por gente en movimiento, se consagran al uso generalizado del automóvil. El coche, antiguo símbolo de standing, es ahora la prótesis principal que comunica al individuo con la ciudad. Nótese que la supuesta libertad de movimientos que debía de proporcionar al usuario, es en realidad libertad de circular por el territorio de la mercancía, libertad para cumplir las leyes dinámicas del mercado. Por decirlo de otro modo, el automovilista no puede circular en sentido contrario. El lugar en el escalafón social se descubre en la correspondiente jerarquización del territorio producida por la expansión ilimitada de la urbe: los trabajadores habitan los distritos exteriores y las primeras o segundas coronas; los pobres precarios o indocumentados viven en los ghettos; los dirigentes viven en el centro o en las zonas residenciales de lujo; la clase media, entre unos y otros. El espacio urbano abierto va rellenándose con zonas verdes neutrales y vacíos soleados, mientras la calle desaparece en tanto que espacio público. El espacio público en su conjunto se neutraliza al perder su función de lugar de encuentro y relación (lugar de libertad), y se transforma en un fondo muerto que acompaña a la aglomeración y aísla sus partes (lugar de desconexión). El espacio sólo sirve para contener una muchedumbre en movimiento dirigido, no para ir contra corriente o pararse.

[Texto tomado del artículo “La urbe totalitaria”, que en versión original completa es accesible en https://arrezafe.blogspot.com/2012/11/la-urbe-totalitaria-por-miquel-amoros.html.]


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