viernes, 2 de diciembre de 2016

La violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda anarquista


Luigi Fabbri (1877-1935)

Una de las razones por las que a la propaganda revolucionaria y especialmente a la anarquista, le es costoso hacerse escuchar, y más aún persuadir a los que la escuchan, radica precisamente en que esta propaganda se efectua en una forma y un lenguaje tan violento que en lugar de atraer rechaza la simpatía y el interés de quienes escuchan. Recuerdo que la primera vez que cayeron en mis manos y ante mis ojos periódicos anarquistas, su estilo, en lugar de persuadirme me ofendía, y probablemente no habría llegado a ser nunca un anarquista sin más que la lectura de los periódicos, no hubiera abierto brecha en mi ánimo la discusión benévola con algún amigo y la atenta lectura de los folletos y los libros, por su naturaleza mucho más serios y serenos y nada virulentos. Y recuerdo asimismo, que lo que llamó mi atención y simpatía hacia el anarquismo, fue precisamente la violencia del lenguaje con que se le atacaba en aquel periodo -1892-1893-, por parte de los escritores burgueses de todos los matices.

En aquella violencia de los ataques, advertía yo toda la debilidad de los argumentos autoritarios, y más tarde fue precisamente esta mezquindad de los argumentos contra el anarquismo lo que me persuadió, por una parte de las razones libertarias, y por otra -persuasión que cada vez se ha hecho más firme en mi ánimo-, de que en la polémica y en la propaganda, que es cuando se trata de convencer y no de vencer, emplea un lenguaje más violento aquel que se encuentra más pobre de argumentos. Desde entonces, cada vez que he tenido que sostener una polémica, nunca me he sentido tan seguro de mi mismo como cuando se me ha atacado groseramente: ¿Te enfadas? Pues es que no tienes razón. Este ha sido en tales ocasiones mi pensamiento acerca de mi adversario. Y me place que esta opinión mía he podido hallarla en todos los anarquistas más notables por la ciencia y la cultura y por la eficacia de su propaganda. En sus Memorias de un revolucionario, al narrar, Pedro Kropotkin la fundación del Révolté, dice lo siguiente: Nuestro periódico era moderado en la forma, pero sustancialmente revolucionario... Los periódicos socialistas tienden a menudo a convertirse en una jeremiada sobre las condiciones existentes... se describe con vivos colores la miseria y el sufrimiento, etc. Para contrabalanzar el efecto deprimente que esta lamentación produce, se recurre entonces a la magia de las palabras violentas, con las cuales se pretende dar ánimo a los lectores... Yo creo, al contrario, que un periódico revolucionario debe dedicarse, sobre todo, a recoger los síntomas que por todas partes preludian el advenimiento de una nueva era, la germinación de nuevas formas de vida social, la rebelión que aumenta contra las viejas instituciones. Hacer sentir al obrero que su corazón late al unísono con el corazón de la humanidad en el mundo entero, que toma parte en su rebeldía contra la secular injusticia, en sus tentativas para crear nuevas condiciones sociales... He aquí cuál debería ser la misión principal de un periódico revolucionario.

Puesto que el objetivo de la propaganda es persuadir, es necesario saber emplear un lenguaje apropiado. Recuerdo el caso de un anarquista francés que en sus artículos, conferencias, y hasta en sus conversaciones familiares, lo primero que hacía era tratar a sus adversarios de embrutecidos, fuesen curas o burgueses, republicanos o socialistas, y hasta a los anarquistas que no pensaban como él. Imaginaos a un adversario que nos tratara tan groseramente. De no terminar a puñetazos es seguro que no nos persuadiría aunque tuviese mil veces la razón.

¿Deberemos, pues, ponernos los guantes para contender con nuestros enemigos y con los que engañan al pueblo? No, ciertamente. Pero mejor sería que la violencia estuviera en los argumentos y no en la forma exterior del lenguaje. Claro es que actualmente, habiendo ya el pueblo abierto algo los ojos y odiando por ello a los dominadores, no hay necesidad de tener pelos en la lengua. Pero suponed por un instante que estáis haciendo propaganda en medio de un grupo de soldados no subversivos, o de campesinos que salen de misa, o de jovenzuelos patriotas y monárquicos: ¿Diréis a aquellos soldados lo que pensáis de su oficio, a los campesinos que su cura es un impostor y su religión una porquería y a los jóvenes monárquicos que la monarquía es una basura?

Algunos me responderán que sí. Pues bien: no diré yo que en tal caso mentiríamos; muy al contrario. Pero si nos hubíeramos propuesto hacer propaganda, podríamos desde luego, renunciar a hacerla, porque nadie nos escucharía, mientras que si con los hechos a la mano y con razones que convenzan, en lugar de ofender, supiéramos demostrar la verdad, ésta acabaría iluminando la mente de más un oyente. Naturalmente que con frecuencia es necesario llamar a las cosas y las personas por su nombre pero es preciso que sea un instante propicio y con razonamientos. Bajo la impresión de ciertos hechos, sería vil y dañoso callarse la propia indignación. Pero indignarse siempre, venga o no a cuento, todos los días, hasta cuando se habla del materialismo histórico, de individualismo o de concentración del capital, es pueril y se corre el riesgo de que los adversarios no nos tomen en serio, habituando de tal modo a los enemigos a las palabras y frases gruesas, que hasta para esto acaban perdiendo toda su eficacia.

Es como aquellos enfermos del estómago que usan estimulantes; la violencia del lenguaje puede ser para el cerebro lo que esos estimulantes para el estómago... Un estimulante enérgico, empleado una, dos , tres veces, o raramente, es eficaz para combatir muchos males gástricos y poducir una buena digestión.Pero si el estimulante lo empleáis todos los días, a cada comida, acabáis por echaros a perder el estómago y no obtener de él ningún beneficio,aunque vayáis aumentando la dosis.

Sé de países muy libres donde la propaganda escrita no tiene obstáculos y la fantasía más desenfrenada y violenta puede atacar el universo entero con toda la dinamita y petróleo de que quiera echar mano contra el vil burgués. Como que en estos países la policía no hace caso, los que escriben con semejante furia agotan pronto todo el repertorio de violencias y ningún efecto causan sobre los lectores. Y lo malo es que cuando un día en que realmente habría que elevar el tono de voz en los artículos y discursos, los escritores y los oradores son impotentes para provocar la menor impresión en un público ya cansado de tales virulencias. Y entonces la propaganda pierde tres cuartas partes de su valor.

Frecuentemente, en la propaganda, somos violentos, no tanto como para convencer como para despechar a nuestros adversarios, o para hacer un bello gesto literario. Es el caso de Tailhade, apologista de todos los atentados, en prosa y en verso admirables, pero que después de un año de cárcel plegó las velas y se metió en el partido nacionalista porque, de continuar como hasta entonces, las cosas le habrían salido ya mal. Es el caso de un terrible escritor individualista, poeta dinamitero, que nos insultaba y nos llamaba moderados... desde América, que cuando regresó a Italia se inscribió inmediatamente en el partido socialista legalitario.

También el bello gesto puede ser bueno y útil, pero cuando se hace con valentía y dignidad, cuando la insolencia se lanza en pleno rostro del enemigo y se aceptan todas las responsabilidades. Entonces la palabra resulta un acto, se convierte en propaganda por el hecho. Más de uno hemos visto que pasa por tímido entre los anarquistas y que, presentada la ocasión, fue un héroe ante un tribunal o frente a las bayonetas, y en cambio hemos visto a muchos terribles vozarrones que se aquietaron al asomar el peligro, o, peor aún, hicieron papeles ridículos, como algunos de los más violentos redactores del Sempre Avanti, de Liorna, y del Ordine, de Turin, que en los años 1893-1894 escribían con una bomba de dinamita en la mesa de redacción, pero que, llevados la tribunal renegaron de la anarquía, sacaron al párroco por testigo de lo bondadosos que eran, después de habler comulgado devotamente, o se llamaron anarquistas evolucionistas spencerianos y otras cosas peores. Y menos mal cuando la violencia del lenguaje tenía la belleza artística o contenía un concepto sustancialmente justo, pero en la inmensa mayoría de los casos, las cosas dichas más violentamente lo son con un vocabulario que causa risa o pena.

Naturalmente, lo antedicho debe entenderse cum gramu salis, pues desgraciadamente en ciertos ambientes el lenguaje violento en la propaganda y en la polémica se ha ido haciendo tan habitual, que muchos lo creen indispensble y se ofenderan con mis palabras. Pero yo no hablo para estos hombres de valentía y de lealtad, o mejor dicho, sí hablo para ellos, para convencerles con las pruebas de hecho antedichas, de cuán dañoso es en interés de las ideas persistir en métodos no adecuados, antes más bien deletéreos. Si los que me leen son personas progresistas, razonables, no les irritará que ponga mano en la llaga; irritará, indudablemente, a los pocos que saben que obran mal e insisten en hacerlo por fines inconfesables de vanidad o de éxito personal o de gloria seudorevolucionaria.

Hay muchos hombres, verdad es, que si hablan alto y fuerte saben obrar también en consecuencia. Pero también hay otros que no se limitan a ser moderados en los términos y en las formas, sino que lo son también en la sustancia, en los hechos. Deploro lo que hacen éstos y admiro a aquellos y me siento más cerca de ellos que de éstos, aunque nos separen diferencias doctrinales o de táctica. No obstante, la verdad no cambia, o sea, que todo debe estar proporcionado y tendente al fin que nos proponemos.

El fin de la propaganda y de la polémica es convencer y persuadir. Ahora bien: no se convence y no se persuade con violencias en el lenguaje, con insultos e invectivas, sino con la cortesía y la educación de los modales. Solamente cuando se tiene delante una fuerza que nos amenaza y nos oprime, un obstáculo material que nos impide el camino, una violencia opuesta que no se puede vencer sin violencia -sea que se oponga a nuestra propaganda, sea que brutalmente limite nuestra libertad y nuestro bienestar-, solamente entonces es lógica la violencia; pero entonces, ser violentos... de palabra, sería en extremo ridículo. Para presentaros una similitud, dire que es ridículo querer persuadir a la gente con la violencia -sea del insulto o del palo- como sería ridículo querer vencer una insurrección con simples argumentos escritos o hablados.

De acuerdo, como he dicho antes, en que no todos los que gritan más violentamente son pusilámines, como no todos los que hablan y discuten moderadamente son de la madera de los héroes, pero el daño que a la propaganda le proviene del hábito de los primeros es insuperablemente mayor del que pueda provenir del hábito de los segundos. Si mañana, en la lucha material, se muestra pusilánime el que no peroraba como un matasiete, será un mal, pero un mal que pasará inobservado. Pero si resulta pusilánime el que voceaba a todo pasto cosas terribles y se atrajo la antipatía de los que no pensaban como él, el efecto será desastroso, y el pueblo y los adversarios tendrán motivos plausibles a primera vista para no tomarnos en serio.

Verdad es que a veces, en tiempo de calma, se imponen en la propaganda y en la polémica, la palabra ruda que azota el rostro cuando se tiene delante un hecho que indigna o un adversario de reconocida mala fe. Pero la palabra áspera de la protesta y de la bofetada moral tiene mucho más eficacia cuando menos se emplea. Me explicaré. Si a un adversario que apenas roza nuestra sensibilidad u ofende nuestras ideas, le arrojáis a la cara todo el tintero de las insolencias sugeridas por vuestro resentimiento, el día en que otro adversario verdaderamente vil y de mala fe os trate peor, entonces sois impotentes para pararle los pies, puesto que las palabras que diréis contra él no tendrán valor si las habéis ya lanzado contra otros por cosas de menos importancia.

Probad, en cambio, a tener un lenguaje moderado en la forma, pero que sustancialmente diga por completo y sin transigencias todo vuestro pensamiento, y habituad a vuestros lectores a las formas corteses de la polémica, y veréis como, cuando por un motivo serio levantéis el tono de la voz, seréis comprendidos mucho más que si os obstináis en chillar como energúmenos todos los días.

En la propaganda hay que procurar siempre hacer vibrar alguna cuerda del alma humana, y esto os sería imposible si habituarais vuestro espíritu al maximum de violencia. Después de la primera impresión, sucede el hábito. Es como una persona que se impresionara enormemente al oír un simple estallido de disparo de revólver y que no se conmoviera luego, lo más mínimo, puesta en un campo de ejercicio de tiro. Y nosotros tenemos necesidad imprescindible, de conmover. Es éste el modo de poder sinceramente llamar la ajena atención sobre nuestras razones.

Se me puede objetar, y con razón, que vivimos en un ambiente tal de violencia y de maldad, que no es siempre posible conservar la serenidad deseable. Nadie pretende esto. Mis observaciones sólo tienen un valor indicativo, de máxima, para los que más se dedican a la propaganda. Así, es verdad que hay instituciones y personas hacia las cuales no es posible sentir tolerancia y contra las cuales se tiene el sacrosanto deber, como dice un poeta nuestro, de combatirlas sin respeto y sin cortesía.

Por ejemplo, cuando se habla del gobierno, sería pueril ir en busca de eufemismos. Hablando mal de él, se es más elocuente.

Verdad es que cuando se habla mal de un canalla hay que guardarse mucho de atribuirle actos que no ha hecho, a fin de no darle ocasión con nuestro error, de que haga protestas de bondad y honradez. Por incurrir demasiado en esta exageración, ha podido tener nacimiento en nuestros adversarios, la irónica frase que dice: ¿Llueve? ¡La culpa la tiene el gobierno! Más como todos los gobiernos, aunque no tengan la culpa de que llueva, ocasionan daños mucho mayores, no hay que andarse con temores para atacarles crudamente. De gobiernos, curas y patronos, nunca se dirá bastante, y si la violencia en la polémica y en la propaganda no se emplease sino contra ellos, nada habría dicho, limitándome a poner de relieve el defecto señalado.

Pero la violencia del lenguaje en la polémica y en la propaganda, la violencia verbal y escrita, que a veces se ha resuelto dolorosamente en hechos de violencia material contra las personas, la violencia que, sobre todo, deploro, es la que se emplea contra otros partidos progresistas, más o menos revolucionarios, que esto poco importa, que están compuestos de oprimidos y explotados como nosotros, de gentes que como nosotros están animadas por el deseo de cambiar hacia un estado mejor la situación política y social presente. Aquellos partidos, que aspiran al poder, cuando a él lleguen, indudablemente serán enemigos de los anarquistas, pero como esto está aún lejos de ser, como que su intención puede ser buena y muchos males de los que quieren eliminar también queremos nosotros verlos suprimidos, y como que tenemos muchos enemigos comunes y en común tendremos, sin duda, que librar más de una batalla, es inútil, cuando no perjudicial, tratarlos violentamente, dado que por ahora lo que nos divide es una diferencia de opinión, y tratar violentamente a alguno porque no piensa u obra como nosotros es una prepotencia, es un acto antisocial.

La propaganda y la polémica que hacemos entre los elementos de los demás partidos, tiende a persuadirles de la bondad de nuestras razones, a atraerlos a nuestro ambiente. Lo que hemos dicho anteriormente en líneas generales, es decir, que se persuade mal al que se trata mal, es más aplicable en línea particular tratándose de elementos asimilables: de obreros, de jóvenes, de inteligencias ya despiertas, de hombres que ya están en camino hacia la verdad. El choque de la violencia, al contrario, lejos de empujarles, los detiene en este camino, por reacción. Algunos de sus jefes pueden obrar de mala fe, pero decidme: ¿estamos seguros de que entre nosotros no haya también personas que obren del mismo modo? Debemos procurar atacarles cogiéndoles, como suele decirse, en el garlito, cuando realmente se ve que obran de mala fe, y no involucrar en el ataque a todo el partido. Ciertamente que muchas doctrinas suyas son erróneas, pero para demostrar su error no son necesarios los insultos; algunos de sus métodos son nocivos a la causa revolucionaria, pero obrando nosotros de modo diferente y propagando con el ejemplo y la demostración razonada, les enseñaremos que nuestros métodos son mejores.

Todas las consideraciones de este trabajo me han sido sugeridas por la constatación de un fenómeno que he observado en nuestro campo. Nos hemos acostumbrado tanto a ahuecar la voz siempre y en todo, que hemos ido perdiendo gradualmente el valor de las palabras y de su relatividad. Los mismos adjetivos despreciativos nos sirven de igual modo para atacar de frente al cura, al monárquico, al republicano, al socialista y hasta al anarquista que no piense como nosotros. Y eso es un defecto primordial. Si alguna diferencia se establece, más bien es en beneficio de nuestros peores enemigos. Se puede decir que los anarquistas y los socialistas no hemos dicho nunca tantas insolencias a los curas y a los monárquicos como a los republicanos, y que los anarquistas nunca dijeron tantas a los burgueses como llevan dichas a los socialistas. Más diré todavía: especialmente en los últimos tiempos, ha habido anarquistas que han tratado a otros anarquistas, que no pensaban exactamente como ellos, como jamás trataron a los clericales, explotadores y policías juntos.

Sin querer insistir sobre las innumerables veces que entre buenos compañeros nos hemos llamado mixtificadores, clericales, locos, cobardes y otras lindezas semejantes, basta un ejemplo que he hallado y que cito con disgusto, en un periódico que se llama anarquista. Helo aquí: en la lista de los suscriptores había un donante que firmaba -no quiero decir su nombre- augurando que en el Congreso de los socialistas-anarquistas, que entonces se preparaba para ser celebrado en Roma, se les arrojara a los congresistas una bomba. Parecerá una burla, una triste burla por cierto, si toda la índole del periódico no fuese un testimonio de que aquella frase expresaba verdaderamente un rencor, casi un odio.

Suele decirse que entre hermanos es donde más abundan las peleas... Triste hermandad por cierto. Yo pienso que urge reaccionar contra estos métodos dolorosos y lamentables, y el único medio adecuado me parece que será el de no recoger nunca los insultos, o, a lo sumo, limitarse a señalar a quien emplea semejante lenguaje del mismo modo que señalamos a los que vienen a sembrar la discordia y la confusión en nuestro campo. A estos antes nos conviene hacerles el honor de la discusión, y si nos vemos obligados a discutir, jamás debemos imitar su estilo ni descender a su terreno, tanto si se trata de adversarios más o menos afines, como si se trata de sedicentes compañeros. En lugar de discutir con ellos sobre ideas, mejor será darles nociones de educación.

Y aún creo que sería mejor que procurásemos conocernos, y, sobre todo, trabajar sin perder nunca de vista que en frente tenemos al enemigo, al verdadero enemigo que acecha el momento de nuestra debilidad para asestarnos sus golpes. Porque nunca como en medio de los partidos en que la acción es la única razón de vida, se puede decir con mayor motivo que el ocio es el peor de todos los vicios y el primero de éstos es el de la discordia.

No siempre, especialmente entre los que saben manejar la pluma, la violencia contra los compañeros o contra los amigos de los partidos afines, se emplea del modo más rudo, que acaso no sería peor. ¡Cuántos alfilerazos propinados con sabia malignidad! ¡Cuántas elegantes ironías, cuánto sarcasmo, cuánto deseo de tumbar a un adversario! Especialmente se usan estas armas cuando sabemos que no tenemos razón, cuando la conciencia nos dice que atacamos a quien no lo merece y a quien más bien es digno de alabanza. Y entonces, por tratarse de persona superior, se daña doblemente la propaganda, porque no tan sólo no logramos convencer al atacado, sino que disgustamos a los demás que le estiman.

Otro defecto gravísimo cuando se polemiza con alguno y se le critica, es el de suponerle a priori de mala fe. Naturalmente, con quien discute de mala fe, es necesario poder aducir pruebas evidentes para todos. Bastará presentar estas pruebas para dar por terminada decorosamente la polémica. Y si la prueba no puede darse, y no se tiene la certeza absoluta, sería erróneo basar una ruda polémica sobre presunciones vagas y simples. Es preferible, aunque se sospeche lo contrario, suponer una buena fe en el adversario, sin perjuicio de vapulearle cuando más tarde su mala fe resultase evidente. En general, cuando se trata de propaganda o de polémica proselitista, es necesario plantear la discusión sobre la base de la recíproca buena fe admitida a priori, dado que el objeto es convencer con preferencia al mayor número posible de oyentes afines del adversario. Si me pongo a discutir con un jefe de partido político sobre la conquista de los poderes públicos, sé muy bien que dificilmente lograré convencerle, pero lo que primordialmente me interesará es hacerme escuchar de la gente que le sigue. Pues bien: para que sea posible una discusión semejante, para no darle pretexto de negarse a la controversia, tendré interés en tratarle como si fuese de buena fe.

Por lo demás, este deber de tratar con respeto a las ideas y las personas que las sostienen, se impone cuando se discute con gente que no conocemos y que vive lejos de nosotros. Imagináos que tuvieramos que discutir con otros anarquistas de localidades distintas a la nuestra. ¿Qué se diría si les tratásemos como si fuesen gentes equívocas y de mala fe, basándonos en la arbitraria interpretación de un hecho aislado o sobre frases que se nos han dicho de ellos, o sobre un artículo de un periódico, o sobre cualquier otro dato simple de esta índole? ¿Qué se diría si les imputáramos errores en que acaso nosotros mismos hubiésemos incurrido? ¿Qué se diría si les atribuyéramos ideas que no tienen, propensos a pensar de ellos mal antes que bien? ¿Qué se diría, en suma, si les tratáramos, no como a compañeros sinceros, sino como a gente mal intencionada y adversaria a la que se debe o se quiere vilipendiar o anular? Pués se diría que somos unos mal educados, unos maliciosos, unos intolerantes que pretenden ahogar la voz del que no piensa como ellos. Se diría que más deseamos difamarles para arrebatarles la estimación del público que les sigue, y por espíritu de supremacía a todo trance. Tal vez no fuesemos tan culpables, pero se tendría razón en suponerlo.

Puesto que estamos hablando de la violencia en el lenguaje, hablemos también, antes de terminar, de aquella violencia dirigida, no ya contra las personas, sino contra las ideas, y a la que podríamos llamar violencia retórica.

Cuando hacemos propaganda, tenemos la costumbre, para causar más impresión, de hablar y escribir de modo figurado, por medio de contrastes, de hipérboles, de similitudes. Es un método natural, al que nos obliga el tener que dirigirnos a personas o poco cultas o de ánimo sencillo, y, por lo tanto, más impresionables, a las cuales nuestras ideas se les pueden inculcar más viva y sentidamente en forma imaginativa que con razones demasiado frías y matemáticas.

Pero esta utilidad tiene un peligro. Por la tendencia natural que todos tenemos a exagerar el argumento y las imágenes cuando escribimos o hablamos de cosas que nos apasionan, la misma exageración consigue a veces neutralizar el efecto de nuestras palabras.

En el fondo, muchas de las consideraciones ya desarrolladas sobre la apreciación de las personas, son, en cierta medida, válidas también para la apreciación de los hechos.

Para explicar mi pensamiento, me valdré de un ejemplo personal. Una vez me encontraba entre buenísimos compañeros reunidos en una ciudad de las Marcas. Era el día veinte de septiembre, aniversario de la caída del poder temporal de los papas. Entre otras cosas, se me escapó decir que ésta era una fecha de importancia histórica relevante y que para el progreso la caída del poder temporal fue una fortuna. ¡Qué efecto produjeron mis palabras! Habituados los compañeros a decir y a oir decir todos los días que actualmente estamos peor que bajo el gobierno de los curas, habían acabado por creerlo, y por más que me esforcé por dar mis razones y en demostrar que no por esto me había vuelto monárquico, aquellos compañeros se quedaron con la convicción de que yo era un anarquista muy poco convencido y muy poco conciente.

Otro ejemplo: hace algún tiempo, leí en un periódico anarquista, a propósito de la política anticongregacionista francesa, un bello artículo sobre la inanidad de la legislación anticlerical, en lo cual yo estaba de completo acuerdo con el articulista. Pero la conclusión del artículo era que la mentira laica es más peligrosa que la mentira religiosa. La mentira es siempre despreciable, sea laica, sea religiosa, sea anarquista. Pero en el sentido que a la palabra mentira daba el articulista, la conclusión suponía un gran error. Y este error consistía en tener por peor la tiranía laica que la religiosa.

Entendámonos. A mi me parece que los anarquistas no debemos hacer muchas distinciones: que el gobierno, sea monárquico, teocrático, socialista o republicano, es para nosotros casi lo mismo y que debemos combatirlos a todos.

Pero si alguna distinción debe hacerse, no debemos hacerla precisamente a beneficio de los peores. Por esto no puede decirse que la mentira laica sea peor que la religiosa.

La mentira religiosa es siempre la más potente y nociva de todas, en modo superlativamente mayor que la laica, la cual, no por mérito suyo, sino por su debilidad intrínseca, es menos nociva. Y de hecho, más facilmente venceremos a ésta que a aquella.

Me explicaré mejor. Si sois víctimas de un accidente y, al mismo tiempo, sufrís de mal de muelas, seguramente, refiriéndoos al segundo caso no diréis en serio que es peor el mal de muelas que un ataque de apoplejia. Ciertamente, es preferible no sufrir de ninguna de las dos cosas, de acuerdo. Pero si alguna distinción se debe hacer, francamente, preferimos el dolor de muelas. ¿No os parece?

Esto mismo decía Carlos Malato a propósito de la revolución rusa de 1905, polemizando con ciertos compañeros que sostenían, por amor a las hipérboles, que en Francia se estaba peor que en la Rusia de los zares, exageración que llevaba a la consecuencia de desinteresarse por el movimiento ruso y no tomar parte en la protesta que el mundo intelectual y obrero de París llevaba en pro de los revolucionarios rusos. Bien contrario era lo que debía decirse. Debía decirse que si el gobierno francés era más liberal que el ruso, no es por mérito suyo, sino porque el pueblo francés supo hacer la revolución, la Comuna, y, por tanto, ha sabido resistir a todas las violencias reaccionarias. Debía decirse: deseamos que el pueblo ruso sepa hacer más que el pueblo francés, y mejor...

Deben, pues, dejarse a un lado las exageraciones inútiles, las inútiles violencias, las polémicas fraticidas; y debe trabajarse para hacer algo, por poco que sea, pero algo, en lugar de perder el tiempo charlando demasiado.

[Capítulo tomado del libro Influencias burguesas sobre el anarquismo, que en versión completa esta disponible en http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/influencias/caratula_influ.html.]


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