domingo, 25 de diciembre de 2016

Arte, educación y libertad: La redención del robot


Herbert Read (1893-1968)

El robot es una figura satírica imaginada por el dramaturgo checoslovaco Karel Capek en 1920. Y tal vez ya no sea el símbolo apropiado para ésta la era de la automación. Capek vio al hombre transformarse en máquina: nosotros vemos a las máquinas transformarse en hombres. El hombre ha sido o será eliminado de todos los procesos de producción. La máquina no sólo produce sino que también calcula, dirige o determina calidad y cantidad; como inteligencia directora es más rápida y exacta que el cerebro humano. ¿Qué le queda, pues, al hombre? ¿Qué puede darle sentido a su existencia y evitar que declinen sus facultades específicamente humanas?

No le será difícil al lector adelantarse a mi respuesta. Diré que el hombre debe convertirse en artista y ocupar su nuevo ocio con actividades creadoras. Pero, si la máquina ha de llenar las necesidades del hombre, ¿qué le queda a éste por crear? Hasta cuadros pueden ahora pintarse con máquinas y la música se independiza de la ejecución instrumental humana. El hombre de nuestras adelantadas comunidades tecnológicas vivirá en un vacío intemporal e inmóvil que se acentuará cada vez más. En este vacío, sus sentidos se atrofiarán y de tal proceso nacerá un ser infra o sobrehumano.

En nuestra desesperación, ya volvemos nuestros ojos hacia esa panacea universal que es la educación. Puesto que no necesitaremos de una educación universal de tipo práctico o profesional, se requerirá una educación para el ocio. El arte viene de medida para el papel de redentor. Pero, ¿es ésa la función que le corresponde? Además, ¿es el término educación el más apropiado para designar un proceso que involucra más bien al adulto que al niño?

En el pasado escribí y hablé bastante acerca del lugar de las artes en la educación, y todas mis afirmaciones partieron del supuesto de que el objeto de nuestros cuidados es un retoño en crecimiento que responderá a las influencias externas y a las actividades disciplinarias a medida que crezca. Considero que el problema cambia por completo cuando el crecimiento ha llegado a su fin y el destinatario de nuestra atención ya no es un ser tierno y lábil sino duro y de modalidad definida, un adulto que ha encontrado su puesto en el mundo. En este caso, el vocablo educación ya no es apropiado: lo que se necesita es quizás una transformación.

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Todos los intentos de introducir cambios sociales mediante métodos educativos tropiezan con un escollo casi insuperable: nosotros, la mayoría adulta de la comunidad, nos consideramos ya educados. Salvo rarísimas excepciones no estamos dispuestos a someternos a un proceso de reeducación. Pero aún suponiendo que aceptáramos reeducarnos, quedan los factores psicológicos: nuestro modo de reaccionar está profundamente arraigado en nosotros, o bien es muy probable que los propios órganos de reacción estén petrificados, y para salvar esta valla se requieren medidas y técnicas de enseñanza especiales. Tales son los factores representados por la palabra adulto.

Recordemos ahora la función específica que llena el arte en la vida humana. Es una actividad primaria que busca dar expresión a lo que sentimos e intuimos. Con expresión denotamos aquí una forma física perceptible y aprehensible. El arte es el lenguaje elemental de comunicación que articula el informe fluir de experiencia sensible. Es producto de lo que Coleridge llamó el espíritu plasmador de la imaginación. Croce dijo que las obras de arte son pasiones convertidas en forma expresiva. Como vemos, siempre aparece la idea de dar forma al informe fluir de experiencia sensible, y esta modelación es una actividad que debe ponerse en marcha antes de que las restantes funciones específicas de la mente -la razón, el deseo o la voluntad- puedan proceder a cumplir su tarea secundaria.

La actividad artística pertenece en esencia a las etapas de la civilización en las que el hombre crea formas, mas toda civilización se renueva y revitaliza con la continuidad del proceso, con la recurrente inyección de nuevas imágenes visuales y nuevas formas expresivas en el lenguaje y la imaginación de la raza humana. Esta es la fundamental función biológica y social del arte, función absolutamente vital en las etapas en que una civilización nueva crea sus formas.

El proceso de renovación de una civilización ya establecida es obra de los artistas y, por ello, la vitalidad de ésta depende siempre de que sus procesos estéticos puedan desarrollarse libremente. Este es también el motivo por el que una civilización sin arte perece y por el que la civilización tecnológica perecerá si no es capaz de dar salida, mejor dicho entrada, al espíritu plasmador de la imaginación.

La vía de acceso se encuentra en la mente del individuo; y puede afirmarse que, desde el nacimiento hasta el fin de la niñez, las puertas están abiertas de par en par. Luego, poco a poco, el polvo del trabajo diario, la mucosidad verbal excretada o por el raciocinio van cubriendo la entrada hasta que, mucho antes de llegar a la edad adulta, el individuo queda sordo y ciego a toda experiencia sensitiva, incapaz de aportar nuevas pasiones a la forma expresiva. Por consiguiente, iniciamos nuestra tarea con un ser cuya facultad estética está ya atrofiada y lo primero que hemos de hacer es reanimar los nervios muertos, reabrir las puertas de la percepción.

Esta suerte de lavado de cerebro ha de ser necesariamente el paso previo a la educación artística de los adultos, sea cual fuere; se trata de una etapa que presenta enormes dificultades, aumentadas por el hecho de que poco y nada se ha experimentado en este campo. Pero lo poco que se ha hecho es muy significativo, por cuya razón me referiré a estas experiencias con cierto detalle.

Merece mencionarse el experimento en gran escala realizado en Weimar y Dessau, Alemania, entre 1919 y 1928. El Bauhaus de Gropius fue en esencia un trabajo experimental en la educación de adultos, pues sus estudiantes contaban entre diecisiete y cuarenta años, teniendo la mayoría entre veinte y veinticinco; la mitad de ellos eran ex combatientes de la primera guerra mundial. En cuanto estableció esta escuela experimental, Gropius solicitó la colaboración de Johannes Itten, maestro a quien había conocido en Viena en 1918 y cuya teoría de la educación le había impresionado profundamente. Itten elaboró ciertos principios básicos para la enseñanza del dibujo encaminados principalmente a poner en acción la fuerza creadora del individuo. Partía del supuesto de que esta fuerza estaba latente -reprimida o atrofiada- en el alumno y por ello se le hacía comenzar por un estudio a fondo de las distintas materias, de su naturaleza y estructura física; de sus colores y texturas contrastantes. Al mismo tiempo, el alumno dibujaba copiando de la naturaleza para familiarizarse con los principios de la configuración y el desarrollo orgánico. Luego, conocidas ya las cualidades sensibles de las materias y las formas funcionales creadas por la naturaleza, el estudiante estaba en condiciones de dar vida a sus propias formas significativas. Permítasenos reproducir la descripción que hace Gropius de este curso preparatorio:

Evitamos cuidadosamente concentrarnos en algún movimiento estilístico particular. La observación y la representación -destinadas a mostrar la deseada identidad de Forma y Contenido- establecen los límites del curso preparatorio. La principal función de éste consiste en liberar al individuo, destruyendo los patrones de pensamiento convencionales a fin de dejar el camino libre para las experiencias y los descubrimientos personales que le permitan al alumno ver todas sus posibilidades y limitaciones. Por esta razón, en el curso preparatorio no es esencial el trabajo colectivo. En él se cultivarán tanto la observación subjetiva como la objetiva; tanto el sistema de leyes abstractas como la interpretación de lo objetivo.

Ante todo, ha de procurarse que cada uno descubra y valore por sí mismo sus medios de expresión personales (1).

El propio Gropius y otros autores han escrito ya ampliamente sobre aquel experimento y considero innecesario agregar más; salvo recalcar un aspecto muy importante: ese curso fue una educación de taller. Vale decir que tomó como punto de partida el pleno reconocimiento de que la técnica es la base de nuestra civilización. El Bauhaus trató de terminar con la desastrosa separación de bellas artes y artesanía; los estudiantes recibían paralelamente enseñanza de un maestro que era artesano y de otro que era artista. Con esta doble enseñanza, con esta instrucción coordinada, se buscaba traer al mundo a un nuevo tipo de trabajador-creador que fuera la unidad funcional de nuestra civilización tecnológica. Pensábase que este sistema formaría un grupo minoritario que se dedicaría a investigar y experimentar. De aquí surgirían los artistas de la nueva era, ese puñado de individuos excepcionalmente dotados que no tolerarán limites para su actividad.

El Bauhaus ha quedado como prototipo de la educación artística propia de la civilización tecnológica y sólo un estúpido conservadurismo ha detenido la difusión y aplicación de la idea en el mundo entero, con los consiguientes efectos desastrosos sobre el desenvolvimiento del diseño industrial y la eficiencia técnica de todos los países.

La educación impartida en el Bauhaus era esencialmente una educación para adultos, o, de todos modos, para estudiantes egresados de la enseñanza superior. Pero no estaba hecha especial o específicamente para el adulto en el sentido sociológico que se da actualmente al término, y mucho menos para el robot desplazado y desorientado. Ese adulto presenta un problema especial porque su sensibilidad, que es el aspecto de la personalidad que la educación artística busca desarrollar, ya está atrofiada. Cuando digo atrofiada, quiero dar a entender que esa sensibilidad estuvo viva otrora. La actividad de los niños y los pueblos primitivos nos da pie para creer que todo hombre sano tiene una profunda capacidad para poner en acción las energías creadoras que guarda en sí, siempre y cuando se interese intensamente en su trabajo. Estas palabras de Moholy-Nagy, uno de los grandes maestros salidos del Bauhaus, expresan una esperanza sin la cual todo lo que aquí digamos carecería de sentido. Veamos qué más tenía que decirnos Moholy-Nagy:

La naturaleza nos ha dotado a todos para recibir y asimilar las experiencias sensoriales. Todos somos sensibles a los sonidos y los colores, tenemos tacto y sentido del volumen, etc. Ello significa que, por naturaleza, estamos capacitados para disfrutar de todos los placeres de la experiencia sensorial, que un hombre sano puede también hacerse músico, pintor, escultor, arquitecto, del mismo modo como es orador cuando habla. Vale decir que le es posible plasmar sus reacciones en cualquier materia ... La vida real prueba la verdad de este aserto: en situaciones peligrosas o en momentos de inspiración, los convencionalismos y las inhibiciones de la rutina diaria son echados a un lado y el individuo llega muchas veces a alturas que jamás alcanzaría en otras circunstancias (2).

Creo haber sido el primero en presentar como ejemplo de inesperada creación artística espontánea las nobles palabras pronunciadas por Bartolomeo Vanzetti simple vendedor de pescados, al ser condenado a muerte por un crimen que no había cometido (3). Es sabido que estas expresiones espontáneas llenas de belleza o nobleza, que son tan excepcionales en la vida normal, suelen producirse en momentos de tensión. La psiquis humana guarda dormida en su interior una energía de expresión y plasmación que es justamente la que precisamos liberar y poner al servicio de las actividades funcionales de la civilización tecnológica a fin de darle a ésta vitalidad y fuerza de progreso. La educación, la de los adultos, en particular, es la encargada de llevar a cabo esta tarea.

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Todo enfoque de la educación artística aquí considerada, presenta dos peligros opuestos. Uno está representado por el término aficionado y el otro por la palabra profesional. No es exagerado decir que existe un estado de guerra entre las dos facciones extremas. Así, el pintor profesional sólo siente desprecio por el aficionado, por el hombre que pinta los domingos, que practica la pintura para recrearse en sus momentos libres. Por otra parte, las personas que se consideran a sí mismas cultas suelen menospreciar a los que viven en el mundo de la técnica, a los que se dedican a las investigaciones científicas o la producción industrial. Éste es el tema del famoso opúsculo escrito por Lord Snow acerca de las dos culturas, de las dos facciones irreconciliables de nuestra sociedad. El que tal división social haya llegado a producirse y amenace la vida de la civilización actual, es exclusivamente culpa de nuestro falso sistema educativo. Sembramos la semilla de la separación de la temprana infancia, cuando decretamos que el hombre de ciencia no necesita de la gramática y que el gramático no ha menester de la ciencia. Mientras persista tal dicotomía en la entraña de nuestro sistema educativo, la misión primera de la educación de los adultos consistirá en volver a unir lo que aquél separó. A fin de cuentas, el humanismo no es ni científico ni académico: es sencillamente humano. No se trata, pues, de conferir valores a la fábrica mecanizada, como quería Eric Ashby, ya que ella es inhumana, y no debemos aceptar su falta de humanidad como valor susceptible de conciliarse con los valores humanos. Más bien hemos de dejar la fábrica a un lado porque nada tiene que ver con los valores humanos, y retomar al hombre abandonado a su suerte. El hombre ha sido arrojado de ese paraíso cibernético: igual que Adán y Eva tiene que comenzar de nuevo y cultivar un páramo.

Simone Weil, esa gran alma, esa joven filósofa francesa que murió de hambre en la Segunda Guerra Mundial, trabajó durante un año en una fábrica mecanizada. Voluntariamente, llevó la vida del obrero que interviene en el trabajo en cadena. Sólo encontró la más profunda degradación del espíritu humano. En efecto, Simone Weil descubrió que al operario de estos establecimientos le es negada hasta la última posibilidad de dignidad, que incluso un esclavo tenía: el estoicismo. El trabajo que lo sustenta, que es una monótona sucesión de movimientos mecánicos invariables realizados con rápido ritmo, no tiene más incentivo que el temor y la paga. Un sentimiento como el estoicismo sería un lujo que sólo serviría para sacarlo de su rutina. Mucho más simple y menos penoso es adaptarse al ritmo mecánico. ¿Qué clase de educación podemos ofrecer a estos adultos? A estos adultos que, como queda dicho, constituyen la masa de nuestra civilización tecnológica. Para ellos, la técnica no tiene valores, no tiene patrones de excelencia y de gusto; para ellos, la técnica es esclavitud. La automación es su salvación.

¿Pero qué haremos con estos robots redimidos? Debemos darles un fin en la vida, una función dentro de la sociedad; de lo contrario, no sabrían qué hacer con la libertad recuperada. Después de su experiencia en la fábrica Renault, Simone Weil escribió:

La educación -tenga por objeto a niños o adultos, a individuos o un pueblo entero, incluso a uno mismo- consiste en crear motivos. Mostrar qué es beneficioso, qué es obligatorio y qué es bueno: tal la tarea de la educación. La educación se ocupa de los motivos que impulsan a la acción efectiva. Pues no hay acción cuando faltan motivos capaces de proveer las fuerzas necesarias para su ejecución (8).

En mi opinión, ésta es la mayor verdad acerca de la educación. Además del problema de los medios que han de emplearse, también tratado por nuestra pensadora, existe el de la elección de los motivos. Simone Weil era una mística. Afirmaba que el trabajo físico era la muerte diaria y, al igual que la muerte, algo obligado que no deja alternativa:

El mundo sólo se da al Hombre en forma de alimento y abrigo si el Hombre se da al mundo en forma de trabajo. La aceptación de esta ley, por la cual el trabajo resulta indispensable para la conservación de la vida, representa el más perfecto acto de obediencia que le es dado realizar al hombre y por ello, concluye Simone Weil, el trabajo físico debe ser el núcleo espiritual de una vida social bien ordenada. Mas es éste un motivo que difícilmente podría dar nuevo ímpetu a la educación de los adultos; además, no vemos gran diferencia entre esta actitud espiritual y el estoicismo que Simone Weil encontró incompatible con el trabajo de las fábricas mecanizadas. Nuestra tarea no consiste en conciliar al obrero con su muerte diaria ni en darle el consuelo de la literatura y el arte de un pasado cultural que es completamente ajeno a la vida de la era tecnológica. Nuestra misión -nuestra limitada misión- es la de introducir valores y motivos en la vida diaria y las actividades de la gente común, valores y motivos que sirvan como necesario estímulo para promover su desarrollo espiritual.

Los motivos y valores que me gustaría incluir en la educación adulta tienen relación directa con las actividades profesionales. No son lo que llamaríamos patrones de gusto. El gusto es una virtud de la clase media, un eclecticismo retrospectivo que poco y nada tiene que ver con el pensar visual de que carece la era técnica en que vivimos. Nuestro norte es estimular dicho pensar visual, esta aprehensión sensorial de la forma en todas sus manifestaciones cotidianas. El factor que más se ha descuidado en la educación es la actividad mental autónoma que obra constantemente transformando la multiplicidad de impresiones visuales en unidades aprehensibles, en formas que reflejan intuitivamente lo que sentimos. Cada uno de estos actos de cognisción vital es una forma artística elemental y la educación debería ser el cultivo natural de tales formas elementales de cognisción visual, su realización en símbolos que expresen y así comuniquen un sentir vital. El arte es un principio del desarrollo vital, es el desenvolvimiento de la capacidad natural para ordenar la experiencia perceptiva, para dominarla cognoscitivamente dándole unidad de forma. Si logramos concentrarnos en estas aptitudes mentales innatas, cultivadas como cultivamos nuestra capacidad de razonamiento conceptual, el gusto dejará de ser problema. Hasta es concebible que algún día usemos las computadoras electrónicas para determinar la forma de los productos del gusto.

Con todo, todavía nos falta hallar una solución práctica. No pretendo haber dado una clave para encontrarla. Cada sociedad, cada comunidad debe buscar su propia solución, compatible con su situación histórica. Lo que enseñemos, hemos de enseñarlo inspirados por un interés fundamental, por la plena conciencia personal del motivo que entra en cada caso. No enseñaría historia a un ingeniero en electrónica, o cosmología a un diseñador de aviones. Procuraría, en cambio, infundir en hombres y mujeres motivos que llenaran su vida de fuerza creadora. Como he tratado de demostrar, ésta se halla latente en la constitución humana y el hecho de que ninguno de los medios educativos de que disponemos actualmente sirva para liberarla, nos da la medida de nuestro fracaso. Preciso es confesar que, sin saberlo, hemos reprimido esta energía hasta hacer que el espíritu plasmador de la imaginación se desvaneciera de esa cultura académica de la que tenemos conciencia para reaparecer a hurtadillas, inadvertida, en los talleres de unas pocas nuevas industrias, como la aeronáutica, que carecen de historia y tradiciones culturales y, por ende, permiten a la visión creadora de formas seguir libremente los principios armoniosos de creación.

Nuestra experiencia en el campo de la educación del ser humano en las primeras etapas de su vida, nos ha enseñado, quiero creer, que es un craso error separar la educación del juego. Error igualmente fundamental, es, en mi opinión, no tomar como un todo la educación y el trabajo en la etapa adulta. En mi caso, por ejemplo, me resulta inconcebible esta disociación; pero yo soy un intelectual: mi trabajo es mi educación. Ahora bien, si aceptamos esto como verdad en lo que respecta a las cosas creadas con palabras, colores o sonidos, ¿por qué no ha de serlo también en lo concerniente a todo lo que el hombre crea, no sólo con sus manos sino con las máquinas? El verdadero mal del trabajo en fábricas reside, como se ha dicho muchas veces, en que el trabajador no se interesa por la forma y la función de la pieza que produce. La automación puede aliviarle algo el tedio de la repetición mecánica de movimientos, pero no puede salvarlo del aburrimiento que encontrará en la vida misma si no es capaz de descubrir un propósito creador en todo lo que haga. Debemos darle nuevo significado a la palabra trabajo, y entonces quizás descubramos que es sinónimo de juego. Viene al caso recordar lo dicho por Schiller -y muchas veces repetido por mi-, al afirmar que el hombre sólo juega cuando es hombre en el más cabal sentido de la palabra, y sólo es completamente hombre cuando juega. Sería otra de las ironías de la historia el que la automación, tan temida por el hombre, le diera esa libertad que busca desde hace tanto. Mas la libertad seguirá siendo una ilusión mientras no se la llene con los motivos y las disciplinas de la imaginación creadora.

NOTAS

(1) Bauhaus 1919-1928, p. 26, eds. Herbert Bayer, Walter e Ise Gropius, Londres, 1939.

(2) The New Vision, p. 15, Londres, 1939.

(3) English Prose Style, Londres, 1928.

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(8) The Need for Roots, trad. Arthur Wills, pp. 181-2, Londres, 1952.

[Párrafos extraidos del libro La redención del robot, que en edición virtual completa está disponible en http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/pedagogia/robot/caratula.html.]


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