jueves, 30 de octubre de 2014

Contra el Estado, por la comunidad real


Jesús Sepúlveda

Para desterritorializar al Estado hay que oponerse al militarismo y a su base ideológica: la idea de estado-nación. Si fuera posible suprimir lo imaginario de las comunidades imaginadas, existentes en los diversos proyectos de construcción nacional, la comunidad devendría en un grupo real de personas con rostros y nombres identificables. Su interacción diaria sería a escala humana y la comunidad sería verdadera. Así se desterritorializa al Estado.

A la idea de estado-nación se le liga la noción de raza: fundamento de la xenofobia y del racismo. El Estado nunca ha dejado de ser un instrumento clasista y racista de control y opresión. Su territorialización ocurre mediante el movimiento de tropas y el despliegue militar. Para desmaterializar al Estado hay que desmantelar el militarismo y el armamentismo. El Estado opera como si fuese un gran galpón nacional, que invierte en terrenos de ensayo bélico: las guerras. Con la desmaterialización del Estado se desterritorializa la nación y las fronteras limítrofes pierden realidad, deviniendo lo que son: límites artificiales construidos por los predicadores de todo tipo de nacionalismos y regionalismos, responsables de los vínculos políticos impuestos por el Estado a los sujetos. El nacionalismo persigue subyugar a la gente bajo las prácticas sedentarias derivadas tanto del control urbano como de la economía territorial agropecuaria. El efecto de esas prácticas es la domiciliación, que trae aparejada la acción domesticadora del Estado. No obstante, cuando el dispositivo que promueve el concepto de territorio nacional se disuelve, uno de los mecanismos de la estandarización también deja de funcionar. Desplazarse libremente de una zona a otra -de comunidad a comunidad- sin ser controlado por los sistemas aduaneros ni por las intendencias policiales, conlleva a que la libertad se corporice en una práctica cotidiana. El movimiento constante es una fuerza incontrolable. Su carácter libertario radica en su capacidad de abolición del sedentarismo y de la domiciliación, desbaratando todo control estatal. Desplazarse es desdomesticarse. Ir de un lugar a otro, conocer gente, aprender sus idiomas y entender otras visiones de mundo, es una praxis libertaria. Dicha praxis agudiza la peculiaridad.

El fascismo es fomentado por el nacionalismo: sentimiento de propiedad nacional que exacerban las clases poseedoras y adineradas. Ese sentimiento es transferido a los desposeídos y pobres de la ciudad por medio de los mecanismos de propaganda y adoctrinamiento cívico, oficial y nacional. Algunas personas, por ejemplo, repiten discursos -que publicitan la ideología- en la primera persona plural. Se conjuga el verbo en la forma del nosotros, promoviendo el control idiomático y reforzando las identificaciones entre patria, bandera, gobierno y gente. Decir por ejemplo: “tenemos un parque, una cordillera, un buen equipo o una economía estable”, implica un grado lingüístico de aceptación de cierta identidad colectiva nacional asignada y/o impuesta. Éste es el nosotros de la realeza, adaptado a los tiempos modernos para hacer pensar a la gente que el gobierno y sus instituciones financieras representan al individuo común. La gente habla de las acciones del gobierno como si hubiese tenido alguna participación en la decisiones gubernamentales o en la represión militar. Ésta es la alienación nacionalista que facilita la aparición del fascismo. El adoctrinamiento se reproduce a través de las escuelas, el deporte, los valores tradicionales, las reglas, las narrativas oficiales y los medios de control. La propaganda se aviva a través de las pantallas lumínicas (p.e. la televisión, el cine, la informática, etc.), los medios impresos, la radio, la educación, etcétera. El fascismo se cristaliza en la noción de nación. Por ello, toda identidad comunitaria asignada y/o impuesta tiende a reforzar dichas nociones: nacionalidad, regionalismos, idioma, rol social, colegiaturas, creencias religiosas, clanes familiares, hermandades, relaciones de trabajo, oficio o profesión, etcétera.

La comunidad real no transita por el sendero de estas aplicaciones identitarias. La comunidad real tiene que ver con el compañerismo y la amistad. Y no es difícil imaginarla. La constituyen todos aquellos familiares, amigos y amigas que vemos a diario y con quienes preferimos relacionarnos y disfrutar cada día. Allí se vivencia la solidaridad cotidiana y se le niega presencia al Estado. Allí hay reconocimiento mutuo y respeto a ultranza. Allí también se desterritorializan las fronteras y se arrían con bravura las torpes banderas de la xenofobia.

[Tomado del libro El Jardín de las Peculiaridades, Valparaíso, Nihil Obstat, 2011, pp. 41-43; texto completo accesible en http://vivalaanarquia.files.wordpress.com/2010/12/el-jard_n-de-las-peculiaridades.pdf.]

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