Pablo Stefanoni
Hace unos días, en medio de la marea y las sorpresas
mudialísticas, Mario Vargas Llosa escribió una columna en el diario El País en
el que volvió al ruedo con su cruzada antipopulista. Pero esta vez el blanco de
sus disparos no fue la Venezuela bolivariana ni la Argentina kirchnerista sino
el Brasil modelado por Luis Inácio Lula Da Silva. En “La careta del gigante”,
el escritor peruano dice, abusando de comparaciones entre el fútbol, la
política y la economía, que “no hubo ningún milagro en los años de Lula, sino
un espejismo que ahora comienza a despejarse”. Finalmente acusa al lulismo de
“complicidad y apoyo descarado” a regímenes populistas y autoritarios.
De esta forma, Vargas Llosa pasó por encima de la
tradicional división establecida por la difundida teoría de las “dos
izquierdas” (una buena, democrática y moderna, y otra autoritaria, nostálgica y
populista) en la que Brasil quedaba del lado de los buenos. Ahora Lula sería
algo así como el jefe de los populistas.
El análisis tiene algo de paradójico, en la medida de que
estamos asistiendo no a una populización del lulismo sino a una suerte de
lulización de la orilla “radical”. Ecuador, parte de los bolivarianos, viene de
sellar un tratado de comercio con la Unión Europea y en la coalición de fracciones
al interior de Alianza País se viene fortaleciendo el “ala derecha”, dicho con
las limitaciones de formular así la cuestión, en la que se ubica el
vicepresidente Jorge Glas. Lo cierto es que la dolarización impone una serie de
restricciones a la Revolución Ciudadana,
a las cuales no son ajenas decisiones como la controvertida decisión de
explotar el petróleo en el Yasuní-ITT y abandonar el plan de dejar el petróleo
bajo tierra en esa zona protegida a cambio de compensación internacional. Es
claro que hoy no existe apoyo a una recuperación de la moneda nacional, por lo
que el gobierno busca fórmulas para mantener la elevada inversión pública
desplegada desde 2007.
Ecuador comparte con Bolivia el hecho de combinar
bolivarianismo con macroeconomías estables y en crecimiento. Evo Morales tiene
una de las reservas más altas del mundo en relación a su PBI. Se trata de una
visión ortodoxa en ese plano: blindar la economía frente a futuros nubarrones,
que por ahora le ha venido dando resultados (y probablemente de la vigencia del
trauma de la hiperinflación de mediados de los 80 que acabó con el gobierno de
izquierda de Hernán Siles Zuazo). Claro que al costo de que la policía siga
ganando salarios paupérrimos, la salud siga estando por debajo de los estándares
deseables y varias asignaturas pendientes, pese a los innegables avances de
estos años. Para las elecciones de octubre, Morales es el gran favorito, e
incluso incorporó a una variedad de “ex enemigos” a las listas del Movimiento
al Socialismo.
Finalmente, Argentina venía reincorporándose al mercando
financiero –camino frenado por la decisión del juez Griesa, hoy cuestionado por
el propio New York Times y una variedad de figuras del establishment-. Algunos
opositores argentinos han logrado quedar a la derecha de Anne Krueger, una de
las economistas emblemáticas del liberalismo, en sus críticas a la gestión del
gobierno de la batalla con los holdouts.
En este contexto, Michelle Bachelet busca llevar a cabo una
reforma educativa –para desmercantilizar parcialmente la educación, principal
demanda del movimiento estudiantil- y una reforma tributaria para financiarla.
También busca despenalizar el aborto terapéutico y otras medidas que encienden
todas las alarmas de una derecha conservadora reaccionaria pero hoy más débil
que en el pasado.
Además de Bolivia, en octubre de este año se vota en Brasil
y Uruguay. En Brasil, Dilma aparece como la favorita pero no se sabe por
cuánto, posiblemente los problemas económicos que empiezan a aparecer sean más
importantes que el histórico 7-1. En Uruguay también ganaría la izquierda, con
Tabaré Vázquez a la cabeza frente a Luis Lacalle Pou, parte de la “nueva
derecha” que se propone desplazar a la centroizquierda en la región. Con todo,
la candidatura de Tabaré no deja de evidenciar un empantanamiento político –o
incluso un retroceso- para el Frente Amplio, una fuerza a menudo presentada
como un caso emblemático de institucionalidad frente a las experiencias más
dependientes de líderes carismáticos. Tabaré aparece como el más conservador de
los progresistas o el más progresista de los conservadores.
Argentina completará el mapa el año que viene, con enormes
dificultades para construir alternativas progresistas al kirchnerismo. El
propio Unen encuentra problemas para definir una identidad superadora, con
figuras como Carrió que proponen ceder ante los buitres o dar el salto a la
Alianza del Pacífico. La “ilusión de una alternativa socialdemócrata” de la que
habló hace unos días Luis Alberto Romero, en Argentina está desacoplada de los
movimientos sociales, de los trabajadores y demasiado asociada a una
recuperación abstracta de la República liberal.
De este modo, aparece el riesgo, como ha advertido Juan
Gabriel Tokatlian, de que coaliciones anti-igualitarias avancen en la región.
Esa nueva derecha con nuevas caras es un desafío en una región donde las
(centro)izquierdas en el gobierno lograron muchos avances, pero sigue pendiente
una transformación de la matriz productiva así como de reformas más audaces
contra la desigualdad (impuestos, salud, educación).
En este contexto, el mapa de la “marea rosada”
latinoamericana (como la llaman en Estados Unidos) se está redefiniendo de
manera incierta; con la gran ausencia de Venezuela como emisora de las grandes
“utopías”, así como de grandes incapacidades para llevarlas a cabo.
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