miércoles, 27 de noviembre de 2019

¿Qué no se mueva nadie?



Revista libertaria Al Margen

* Editorial del # 111 “Movilidad: transporte y comercio en la aldea global”.

Moverse, trasladarse de lugar, viajar o emigrar ha sido una actividads consustancial del ser humano. Por supuesto que esa movilidad no ha sido siempre voluntaria y placentera, ya que en la mayoría de los casos ha obedecido a necesidades de recursos vitales, a persecuciones, a hambrunas y a catástrofes más o menos naturales.

Con independencia de la motivación de tales migraciones, lo cierto es que ese ir y venir de los pueblos ha permitido intercambios de experiencias y productos, enriquecimiento cultural y progreso humano. Esa búsqueda de mejores lugares para vivir no ha cesado desde la más remota antigüedad a nuestros días, de tal forma que hoy apenas hay pueblos que no hayan experimentado influencias y mestizajes de infinidad de procedencias.
 
Ajenos y de espaldas a esta rica evolución de la humanidad aún subsisten raras especies de humanoides que niegan esa realidad y se aferran a ideas racistas, negando a otras personas el derecho a entrar en un país que esos sectores xenófobos consideran de su propiedad pero que real y exclusivamente es de una poderosa minoría de acaudalados.

Los avances tecnológicos han transformado y masificado la forma de moverse de un lugar a otro. Hemos pasado de unos viajes muy puntuales y poco agresivos con el medio natural a traslados frecuentes y con un alto coste ecológico, hasta el extremo que la masificación turística y el extremo consumo de combustibles fósiles amenaza la convivencia en los destinos más habituales y la calidad del aire y las aguas.

La paradoja de esta situación es que un sector privilegiado ya puede permitirse el lujo de viajar a Groenlandia o la Antártida, hacer cola para subir al Everest, dejando un reguero de basura, o incluso reservar una costosa plaza para visitar la Luna, mientras otras personas menos afortunadas tienen prohibido cruzar los 15 km. que separan África de Europa o los pocos metros del rio Bravo, que los EE.UU. han convertido en barrera entre la América rica y la empobrecida.

Otro aspecto no menos grotesco se da en la Península Ibérica, donde puedes ir de una gran ciudad a otra en avión, tren AVE o autopista, mientras la gente de los pueblos ha perdido el tren y el autobús para ir a cualquier sitio. Y no hablamos de trasladarse por placer, nos referimos a necesidades tan elementales como a ir al médico, a comprarse unas alpargatas o en búsqueda de un banco.

Inmersos plenamente en la sociedad de consumo y el capitalismo salvaje, todo puede ser convertido en negocio, medido en rentabilidad. Y en ese todo se incluye el transporte de personas y mercancías. Pensando en esas abultadas cuentas de resultados de las grandes empresas, y no en las necesidades de la gente, se ensanchan carreteras y autopistas que volverán a congestionarse a medida que aumenta el parque de vehículos privados, se construyen nuevas terminales para incrementar el tráfico aéreo, se amplían los puertos para permitir el atraque de mayores buques y se ponen de moda lejanos y exóticos complejos turísticos a los que ir a hacerse fotos y a dejar basura. Grandes barcos cruzan los mares cargados de turistas y contenedores. Poco importa si a escasa distancia tenemos atractivos lugares de descanso o productos incluso mejores que los importados: lo que cuenta es el negocio de las empresas que mueven a personas y mercancías.

Mientras primen los intereses de los magnates sobre el bienestar de la humanidad, de nada sirve que los políticos del G7 o del G20 se reúnan y hagan como que les preocupa la pobreza o el cambio climático. Pero como necesitan los votos y la sumisión de la mayoría social, dirán que apuestan por el reciclaje, por las nuevas energías y por los coches eléctricos; simples gestos simbólicos ante el desastre ecológico que se nos viene encima.

Colapso ecológico, económico y social más cercano incluso que lo pronosticado hace unos años, que sólo podría ser detenido o aminorado si el mundo cambia de modelo y apuesta por el decrecimiento y el reparto igualitario y justo de la riqueza existente y creada por el pueblo trabajador.

Nuestra labor ha de pasar no sólo por denunciar y concienciar frente a la hecatombe planetaria. También tenemos la responsabilidad de apoyar y difundir todas las luchas que ya se están dando contra cada una de las manifestaciones de esta locura consumista y depredadora. No podemos quedarnos quietos mientras nos explotan y destruyen; hemos de estar al lado de esa juventud que se moviliza en todo el mundo contra el cambio climático y todo tipo de agresiones a la naturaleza. Nuestra sociedad tiene que moverse para conservar y mejorar el mundo que otras generaciones nos dejaron.

[Publicado originalmente en la revista libertaria Al Margen # 111, Valencia (Esp.), otoño 2019.]


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