viernes, 16 de agosto de 2019

Agustín García Calvo, un pensador anarquista contra el poder del Estado



Joaquín Beltrán D.

¿Qué es el Estado? de Agustín García Calvo es un librillo brillante pero que quizá no responda del todo a la pregunta que plantea. Trata de mostrar que “las ideas son el fundamento del Poder” e insiste en cómo una idea abstracta como la del “Estado” influye en nuestra realidad cotidiana hasta detalles irritantes, como por ejemplo “pasarse media vida delante de semáforos y ventanillas”. Al margen de si ésta u otras cuestiones de horror administrativo son “cuestiones de Estado” resulta interesante destacar la imposición de esta “realidad” cotidiana frente a los intentos de estandarización de los “problemas políticos”.
 

El autor presenta al Estado como “una idea mentirosa y real”. La gracia de la conjunción es que solemos sacar de lo “real” a lo que se descubre como “mentira”. Como el hecho de que sea “falsa” no elimina su vigencia, la “realidad” misma deja de servir como criterio de referencia convirtiéndose en ambigua y compleja. Aún así, el autor tiene tendencia a seguir usando la “realidad” quizá como provocación. Por ejemplo, afirmando que lo más “real” es precisamente la “idea” de algo. El truco sería que, a pesar de sus incansables invocaciones a un lenguaje común, utiliza aquí “lo real” para designar no a las cosas, sino a las afirmaciones sobre ellas, que habitualmente serían falsas. Es decir, que al llamar “reales” a las “ideas”, y mientras parece sumido en el “idealismo”, en realidad las está criticando. La crítica al Estado de Agustín García Calvo enlaza mejor con la crítica anti-idealista que niega las pretensiones de una “autoridad” filosófica o política que con la tradición revolucionaria a la que todavía a menudo se reprocha su “idealismo”.

Para él, la “realidad” es como una imposición de falsas definiciones a las cosas, algo convencional cuya efectividad suele revelarse como una opresión. Podríamos objetar que García Calvo adopta contra el Estado la misma posición que contra la “realidad” misma, y que la tendencia “metafísica” a vincular la idea del Estado al problema de la determinación de las cosas de alguna forma lo naturaliza. Excepto por su actitud de rechazo, no se distinguiría de alguna de las apologías cínicas del Estado a que estamos acostumbrados. También podríamos objetar que mientras podemos considerar al Estado como un producto “histórico”, la realidad está siempre en todo caso “por determinar”. Es decir, que conocemos mucho mejor las mentiras de las que surge el Estado que las quepuedan “definir” la realidad.

Esta imbricación le permite a García Calvo, desatendiendo la actividad concreta del Estado, “ampliar” su crítica política, evitando convertir su rechazo en nuevas determinaciones como “idealismo” o “moral”. Cuando luego agudiza su crítica subrayando la amplia connivencia de los individuos con las imposiciones del Poder (lo que antes llamaban “falta de conciencia de clase”) y declara con Foucault al “sujeto” imagen de las determinaciones del Estado, sume a los militantes en la más dura indigencia política.

Sólo le queda la certidumbre de su rechazo. Pero si, como dice el autor, “el lenguaje y la práctica política vienen a ser la misma cosa”, quizá podríamos sugerir que lo mismo que el lenguaje no está concluso, ni se limita a decir lo que ya está dicho (como debería demostrar la Literatura, en la que parece que García Calvo aún confía), tampoco la “realidad” ni el Estado constituyan el Sistema que a menudo se pretende. El autor dice que “Si hablas de una cosa, hablas contra ella”; y es cierto que ante un panorama totalitario como el que sufrimos parece sensato pensar que uno no puede equivocarse diciendo que “No” (lo que tampoco evita que nos incluyan en sus cuentas); pero quizá no tendríamos que retirarnos hasta la indefinición para resistirnos a la obediencia, ni limitar nuestro discurso a la negación o al silencio para no ser “colonizados” por una “naturaleza” o un “lenguaje” que represente los intereses de una “totalidad” (que es sólo una idea, y además falsa). Quizá si la cuestión era evitar las determinaciones que constituyen la “realidad” falsa, acaso habría que empezar con no darla por supuesto, ni conceder a los discursos dominantes la centralidad que se otorgan.

Es muy posible que en efecto todas las determinaciones de las cosas sean falsas; pero acaso el mundo está en todo caso aún “por determinar” (y esto no significa, como quizá objetaría el autor, relegarlo al futuro, sino constatar las carencias del presente). El mundo sigue abierto a nuestra consideración a pesar de nuestras determinaciones; y recordamos de la antigua filosofía escéptica que la falsedad de la “realidad” puede intuirse pero no deducirse. Es decir, que aunque descubramos falsas todas las cosas que consideremos, eso no quiere decir que todas las cosas sean falsas. Lo que si se puede tratar de demostrar es la falsedad de cosas más concretas como las determinaciones del Estado. Según el autor, aunque solemos reconocer la “efectividad” o “realidad” del Estado, apenas sabemos lo que es. Además, hablamos de él de forma contradictoria, confundiendo, por ejemplo, nuestros vínculos afectivos locales con la legitimidad de “nuestras” autoridades. Pero ni la ignorancia ni el mal uso del lenguaje explican suficientemente la falsedad del Estado. Ni siquiera sirve descubrirle en contradicciones flagrantes (porque la Lógica lo es de las “determinaciones” que tratábamos de evitar). Su falsedad se hace patente sobre todo cuando sentimos el abuso de sus imposiciones.

Según el autor, “gracias a la sangre del pueblo -para decirlo con la retórica de los viejos revolucionarios- consigue plasmarse en realidad palpable la abstracción mentirosa del Gobierno”. Cuando desmentimos al Poder de las ideas que son su fundamento, éste se nos revela como pura represión. Algunos sitúan el origen mismo del Estado en la violencia ejercida para mantenerlo.

En general, García Calvo parece más preocupado en criticar esa connivencia nuestra con las ideas dominantes que la coerción directa que sufrimos de las instituciones (y que probablemente la provoca). Y se echa de menos en el libro mayor mención a esta violencia cuyo monopolio se reserva el Estado y que por tanto le caracteriza. Aunque es cierto que conseguir nuestra complicidad y que la ejerzamos en su nombre puede considerarse acaso todavía mayor manipulación y violencia.

Esto explicaría también la permanente guerra del Estado contra el pueblo. Esta desavenencia, que el marxismo explicaba con la distinción entre clases sociales, aparece en García Calvo como un problema conceptual, la incompatibilidad entre las determinaciones de la política y la indeterminación del mundo. Según García Calvo, la “mentira” del Estado consiste precisamente en la identificación interesada entre “gobierno” y “pueblo”, que para el autor son términos antagónicos, y cuya culminación sería la “Democracia” que une en una misma palabra ambos términos. (Otros prefieren en cambio denunciar lo mismo apoyando a la “democracia” como una demanda incumplida). Para el anarquismo clásico, que más que sobre sus diversas formas históricas, se interesa precisamente por la idea del Estado como estructura de dominación, también son antitéticos, pero la cuestión no sería tanto entonces si un pueblo ha de gobernarse, como de si “gobernar” significa justificar el abuso de poder. Y en sus halagüeñas expectativas de futuro, tan criticadas por García Calvo, acaso convergen con su valoración de lo “indeterminado” en la marginalidad del presente.

Siguiendo con su consideración del Estado como “idea”, García Calvo tiende de alinear todas las instituciones (Estado, Dios, Capital, Familia, incluso la propia “identidad” de la Persona, etc.) en un frente único al que oponerse como si fueran una misma idea. Pues una característica principal del Estado, que ocupa el lugar del Todo o de Dios, sería abarcarlo todo. Por eso, por ejemplo, sitúa el origen del Estado moderno en el Imperio, en vez de al contrario. Y es cierto que acaso esa sea su vocación, pero precisamente si el modelo del Estado se reproduce infinitamente, a pesar de pretender ser completo, eso demuestra que no lo abarca todo. Como señala el autor al final del libro en un paréntesis: “si el éxito no es total, cualquier dudoso ámbito de infinitud que por fuera del Todo quede será una duda de infinitud dentro del Todo que baste para resquebrajar la construcción entera”.

Así que quizá si no aceptamos la pretensión del Estado de abarcarlo todo, intento en el que incluso Dios fracasó, sino que lo describimos en el estado “histórico” y maltrecho en el que se mantiene, no tan diferente del nuestro (pues algunos sostienen que somos su imagen tanto como antes decían lo éramos de dios), quizá tampoco el Estado sea lo que pretende ser (una “realidad” que se impone a su propia falsedad).

Si le consideramos como un producto histórico -y el Estado es un memorial de agravios contra el pueblo que merecerían enumerarse-, su muerte habría de ser también histórica. Por ejemplo, si observamos las propias “determinaciones” del Estado en las que sería tan vulnerable como nosotros, como las que el mismo García Calvo destaca: la estandarización de la lengua; la unificación política de la religión; la delimitación de la geografía y el control de sus habitantes; la construcción de una estructura centralista de poder, facilitada por el tamaño desmedido de los Estados; el sometimiento a una ley escrita (por ellos); el super-desarrollo de la burocracia; la planificación de la vida social; el establecimiento del capitalismo; y la difusión de una ideología para justificarse y de una cultura nacional para tratar de dirigir las iniciativas creativas. (De todas estas características parece que también podríamos prescindir).

Por eso resulta quizá un exceso de García Calvo, incluso a pesar de las repetidas experiencias que parecerían probarla, su suposición de que cualquier lucha contra el Estado contribuye a afianzarlo. Pues hay otros horizontes que los del Estado, y no tendríamos porqué renunciar a lo que en nuestra voz haya de legítimamente “popular” (por decirlo con un término que el autor se resiste a asimilar al poder). Y además afortunadamente la desobediencia es irreductible.

[Tomado de un ensayo más extenso titulado “Visión de los anarquistas sobre el Estado: Una perspectiva desde la historia”, que en versión completa es accesible en http://www.encuentros-multidisciplinares.org/revista-61/joaquin_beltran.pdf.]


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