miércoles, 3 de octubre de 2018

Un axioma de la urbanización capitalista: «Las casas son máquinas para vivir»




Cuadernos de Negación

Le Corbusier (1887-1965) fue un arquitecto suizo considerado el pope de la arquitectura moderna. Tenía una concepción funcionalista de la planificación urbana y de la vivienda. Catalogaba a la vivienda como «una máquina para vivir» añadiendo que «la casa debe ser el estuche de la vida, la máquina de felicidad.» Diseñó su programa de ciudad ideal dividida por áreas funcionales separadas las unas de las otras: vivienda, trabajo, ocio y circulación. La separación de esos cuatro conceptos no termina por definir nada más que la abstracción propia del conocimiento moderno y la cosificación desplegada por la economía. Lo que nos interesa del ejemplo de Le Corbusier y su figura paradigmática —que en el disciplinamiento estudiantil de la arquitectura perdura hasta el día de hoy— es la organización del espacio que hace con esos conceptos, la facilidad con que un hombre puede trazar sobre una hoja en blanco a su mero capricho conceptual la forma en que miles de personas han de vivir su vida. Habitar, trabajar y consumir estarían divididos mediante grandes zonas verdes y unidas entre sí mediante carreteras. Aquí entraba otra parte importante de su proyecto: una ciudad diseñada para el automóvil, por lo tanto más bien excluyente de los seres vivos.
 
Esta segregación abstracta de la vida humana pudo ser edificada, pero la fuerza de los muros de hormigón armado y la poética del espacio sometido al pensamiento abstracto del orden de la economía terminó siendo una pesadilla («el sueño de la razón produce monstruos») que tuvo en la demolición del proyecto urbanístico de Pruitt-Igoe [*] su cara a cara con las contradicciones que no se encuentran en los planos de papel.

Continuando con los mandatos oficiales sobre cómo deberíamos vivir, se nos dice que al interior de los hogares los espacios no se mezclan o, al menos, ese es el objetivo, esa es la imagen dominante a tener en cuenta aunque se viva en condiciones completamente distintas: para dormir y tener sexo está el dormitorio, para cocinar la cocina y para comer el comedor. Es sinónimo de mal gusto y de incivilización mezclar los espacios y sus respectivas funciones. El hogar ideal debe estar habitado por una familia tipo, por ello es extraño que cohabiten personas que no estén ligadas por el contrato familiar, como hace décadas pasadas sucedía comúnmente. Esto es aceptado si se trata de un momento transitorio, como en el caso de los estudiantes que están preparándose y aspirando a incluirse a aquel «estilo de vida» normalizado y en regla, lo cual se hace evidente a la hora de alquilar una vivienda: hay empresas inmobiliarias que sólo alquilan sus inmuebles a familias o reemplazan esto con el pedido de garantías y avales que cumplen una función de resguardo económico pero, a su vez, garantizan que a la vivienda se le dará un uso acorde a las normas sociales dominantes.

Los rasgos de la arquitectura son separación y privación. El inmueble se convierte en espacio de orden público como lo es la calle. Y tal como la calle es un espacio de reordenamiento del Estado en función del Capital, un buen hogar tiene una buena familia y una buena familia es trabajadora y delega toda responsabilidad en las instituciones, la cual separa y ordena los aspectos de la vida (trabajo, escuela, arte, diversión, etc.).

Todo esto hace aparecer a la familia contemporánea como el producto de un constante trabajo, por parte del Estado, de reducción de las posibilidades, de destrucción de la sociabilidad, de atomización de la sociedad. Gloriosa figura de jardinería social de los poderes públicos, la familia celebrada como «la célula de base de la sociedad» parece ser una fase transitoria de un largo y devastador proceso de empobrecimiento de la vida comunal. (Meyer)

Los hogares estandarizados tienen múltiples cualidades positivas para el orden existente. Tanto a la hora de ser controlados, como al momento de su producción, siendo construidos bajo la repetición de cientos de casas anteriores indiferentes a sus entornos, al sentimiento de quienes las habitarán y de quienes las construyen. Tal como no debiera salirse de la norma, tampoco debe construirse una casa (u otra edificación) al margen de lo permitido. Así como el Estado trata de convencernos por todos los medios que no existe nada más allá del voto y las consultas ciudadanas en el terreno de los cambios sociales —que codifica en políticos—, intentan convencernos que no existe espacio fuera de los márgenes señalados por los urbanistas.

El Capital busca controlar el espacio, así como la imagen que construimos de él. Aunque el progresismo pretenda ciudades capitalistas sin «villas de emergencia» (favelas, chabolas, cantegriles, banlieues; cada una con sus particularidades) estas están presentes como válvula de escape ante la explosión de la demanda habitacional, aceptadas a regañadientes o directamente integradas por punteros políticos o narcotraficantes, al margen de la «política oficial» (la cual precisa necesariamente de este «lado oscuro»). El control estatal se encuentra en una encrucijada en las grandes ciudades de casi todo el mundo ya que, a partir de la mitad del siglo XX, una parte significativa de la población planetaria ha ido acumulándose en estos sitios. No todo está bajo control, aunque mientras tanto diferentes brazos estatales ciudadanizan las regiones más pauperizadas de la urbe, civilizando con milicos, policías, trabajadores sociales o filántropos ad-honorem que reproducen la ideología del Estado.

Así como para proletarios asalariados como para quienes viven más miserablemente, lo que no puede ser disciplinado por el urbanismo se logra mediante otras instituciones o «estilos de vida» que ofrece el capitalismo: una vida amueblada a puertas cerradas, un televisor en cada casa, una lavadora, una computadora, una heladera. Y quien no pueda tener todo aquello lo tendrá al menos como referencia, intentando vivir con lo propio lo más parecido al hogar burgués, que es la regla para todo hogar. Los hogares proletarios, actualmente, son a menudo réplicas a menor escala y de menor calidad que los hogares burgueses. Pero no siempre fue así. En algún momento la burguesía se caracterizó por llevar adelante un estilo de vida propio que no era compartido por el resto de la población, quienes vivían de una manera más comunitaria, lo cual naturalmente no hace sólo referencia al espacio físico, sino al hecho de compartir tanto las comidas como la crianza de los niños, tarea de la cual hoy se ocupa la clase burguesa. Recordemos que es en el capitalismo donde la clase dominada es educada casi totalmente por la clase dominante, a través de sus escuelas —tanto privadas como estatales—, con los mass media como impartidores de esa ideología, o imponiendo modernos mecanismos para gestionarla libremente por los dominados, haciéndola fluir sin cuestionar su secreto contenido de clase.

El marco de vida está determinado de una vez por todas hasta en los más mínimos detalles: las tuberías del agua, del gas, la electricidad, el teléfono o la antena colectiva de televisión, reunidas en redes empotradas en las paredes, precondicionan el reparto de las diferentes habitaciones, su uso e incluso sus muebles.

Cualquier cambio en la función de algunas de ellas debe realizarse mediante la violencia, valiéndose de astucias o engaños, y constituye por lo menos un signo de no integración, de grosería, de rareza (…). La mala utilización de la vivienda, es decir, la incomprensión o la transgresión de estas múltiples prescripciones llaman necesariamente la atención y provocan la intervención de los gestores de la desculturización, que son los trabajadores sociales. (Meyer).

A estas «incomprensiones» que atraen sobre sí la intervención de los especialistas en disciplina, podríamos sumar las actuales «medidas ecológicas » sobre el retiro de la basura de las casas, con sus horarios y hasta en su clasificación, lo que constituye una nueva herramienta de disciplinamiento y de recaudación monetaria. El negocio de la basura mueve millones y si no se colabora clasificando plásticos y papeles, se colabora en base al pago de multas que recaudará el Estado.

Reiteradas veces, el ataque de diversos gobiernos a los cartoneros o a quienes simplemente viven de los desperdicios, no es más que una lucha por la propiedad de esa basura. Mientras el gobierno no pueda hacerse cargo del reciclaje, permite y hasta alienta —se aguanta en realidad— el trabajo «ecológico » de quienes viven de la basura. Pero cuando las plantas de reciclaje ya están listas para la valorización, el negocio de la basura no puede permitirse ser saqueado por «esos mugrientos incivilizados».

Por otra parte, cabe remarcar que es con el modo de producción capitalista donde producimos estas absurdas cantidades de basura. Por lo tanto deberíamos ir a la raíz del problema: el capitalismo, incluyendo su brazo ecologista que no es más que una tropa de vendedores de humo y de disciplinadores, que cuando no son empleados directos del Estado son, nuevamente, esos activistas ad-honorem que antes nombrábamos.

Nota

[*] Pruitt-Igoe fue un gran proyecto urbanístico inmerso programáticamente en la arquitectura moderna, que fue desarrollado entre 1954 y 1955 en la ciudad estadounidense de San Luis, Misuri. Poco tiempo después de haberse construido, las condiciones de vida en Pruitt-Igoe comenzaron a decaer; y en la década de 1960, la zona se encontraba en extrema pobreza, con altos índices de criminalidad y segregación. En 1972 —menos de 20 años después de su construcción— el primero de los 33 gigantescos edificios fue demolido. Los otros 32 fueron derruidos en los siguientes dos años. (Wikipedia)

[Tomado del libro de varios autores: Urbanismo, espacio y dominación, Madrid, La Neurosis o las Barricadas, 2013. Volumen completo accesible en https://mega.nz/#!SoIRzCpS!mx4iFQcczjg_kcUD8iJEX_CAmuBCRTKLQ1HnTLIgy6g.]


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