Carlos Taibo
Se ha dicho muchas veces que John Zerzan es un pensador desmesurado. Por momentos tengo la impresión, sin embargo, de que sólo los pensadores desmesurados nos abren los ojos ante aquello que está por detrás de lo que vemos –y creemos entender- con excesiva comodidad. Esta circunstancia, por sí sola, obliga a concluir que tenemos que lamentar el escaso eco que la obra de Zerzan ha alcanzado, hasta ahora, entre nosotros. Tengo la confianza de que la traducción de este libro, que creo que aporta un más que razonable compendio de las opiniones de nuestro autor, abrirá el camino a discusiones que son cada vez más urgentes.
Se ha dicho muchas veces que John Zerzan es un pensador desmesurado. Por momentos tengo la impresión, sin embargo, de que sólo los pensadores desmesurados nos abren los ojos ante aquello que está por detrás de lo que vemos –y creemos entender- con excesiva comodidad. Esta circunstancia, por sí sola, obliga a concluir que tenemos que lamentar el escaso eco que la obra de Zerzan ha alcanzado, hasta ahora, entre nosotros. Tengo la confianza de que la traducción de este libro, que creo que aporta un más que razonable compendio de las opiniones de nuestro autor, abrirá el camino a discusiones que son cada vez más urgentes.
En El crepúsculo de las máquinas se ofrece, por encima de todo, una crítica de la civilización, en el buen entendido de que esta última no precisa de adjetivos acotadores. No está de más que rescatemos seis de los elementos que recorren el esfuerzo corrrespondiente. El primero de ellos es una crítica, paralela, del lenguaje. A los ojos de Zerzan, este último nos aleja del “flujo de la vida”, al tiempo que promueve la dominación, la jerarquía y la represión. En la trastienda se revela la certeza de que la comunicación y la sociedad existían ya antes de la aparición de lo simbólico, acompañada de la certificación de que los modos de vida indígenas siguen siendo infelizmente acosados por la civilización. El lenguaje “establece reglas y límites, e impone unas gafas de graduación única para todos”. En este orden de cosas se aprecia, por añadidura, una relación expresa entre “el desencanto tecnológico y social” que nos acosa, por un lado, y el propio lenguaje, por el otro.
Pero Zerzan agrega, en segundo lugar, que la civilización acarrea también una doble historia de dominación: si la primera manifestación de ésta se ejerce sobre la naturaleza, la segunda afecta a las mujeres. No se pierda el lector, en lo que atañe a esto último, la muy sugerente observación que inicia el capítulo segundo de este libro y que subraya la saludabilísima dimensión que acompaña a la defensa de las “chozas de paja” construidas por las mujeres, empeñadas éstas en resistir ante la opresión, la destrucción y la tecnologización. Desde la perspectiva de Zerzan, la imposición de la cultura simbólica y de una vida basada en el género –uno y otro factor no vienen dados, en modo alguno, por la naturaleza- está en el origen de las múltiples estrategias de jerarquización y dominación que padecemos.
Hay en estos textos, en un tercer estadio, una sugerente consideración del fenómeno de la guerra y, también, de los orígenes de ésta. Zerzan pone el acento en la idea de que los seres humanos que vivieron en la etapa precivilizatoria lo hicieron, llamativamente, en ausencia de la violencia organizada. La institucionalización de la guerra pareció guardar relación, por su parte, con la domesticación, en términos generales, y con fenómenos precisos como el deseo de ocupar nuevas tierras o el asentamiento de la agricultura. La domesticación en cuestión trajo consigo, en particular, la aparición de “especialistas en coerción a jornada completa” cuya condición se vio apuntalada por la institución Estado. En la trastienda ganó terreno, también, el comportamiento ritualizado, uno de los reflejos mayores, y más eficientes, de lo que significa la autoridad.
No falta en estas páginas tampoco, y en cuarto lugar, una reflexión sobre la religión, entendida, en primera instancia, como una poderosísima herramienta de control y de represión. Las religiones que surgieron en lo que Zerzan llama “era axial” permitieron cortar los nexos con un mundo, el anterior, profano y diverso, y le confirieron a las sociedades correspondientes una condición sobrenatural y antinatural. De esta suerte, la identidad religiosa se impuso a lo que se hacía valer con anterioridad: la inserción del ser humano en el mundo natural. El proceso que me ocupa guardó una relación evidente, según Zerzan, con la consolidación de sistemas tecnológicos e imperios, de la que fueron elementos articuladores la masificación y la división del trabajo. De resultas, “el pluralismo de los pequeños productores, basado en la tierra y ligado a las costumbres politeístas locales, fue transformado por el crecimiento urbano y la estratificación”.Entre los grandes perdedores se contaron la libertad, la autosuficiencia y, en suma, las relaciones humanas directas, en un proceso ratificado, muchos siglos después de la era axial, por el pensamiento ilustrado.
Otra materia, la quinta, que sobresale en estos textos es la relativa al papel desempeñado por las ciudades. Zerzan asevera que lo “humano” experimentó una completa deformación al calor de las ciudades, al tiempo que subraya que estas últimas han permitido un aberrante procedimiento de uniformización de espacios, costumbres y conductas: “El supermercado, el centro comercial, la sala de espera de los aeropuertos, todos son idénticos en todas partes, del mismo modo que la oficina, la escuela, el bloque de pisos, el hospital y la prisión son apenas distinguibles entre ellos en nuestras ciudades”. En paralelo, los centros urbanos han venido a ratificar la división del trabajo, la especialización y la complejización, y, por supuesto, la despersonalización. Zerzan recuerda que Tocqueville tuvo a bien subrayar que quien habita en la ciudad, inmerso en una vorágine de dependencia, soledad y trastornos emocionales, se siente inequívocamente “ajeno al destino de los otros”. No olvidemos, en suma, que muchas ciudades se erigieron, llamativamente, como capitales de los Estados y que la propia palabra civilización remite de manera expresa a la condición de aquéllas.
Rematemos nuestro recorrido por algunas de las tesis que Zerzan maneja en esta obra con un recordatorio más: el de los argumentos que nuestro autor empleó con profusión en el único de sus libros que ha tenido genuino eco entre nosotros. Hablo de Futuro primitivo. A tono con muchas de las ideas vertidas por antropólogos como Marshall Sahlins y Pierre Clastres, Zerzan desarrolla una idea a la que, aquí, me interesa otorgar relieve en el marco de un debate preciso. Y es que a menudo he escuchado que las prácticas anarquistas a duras penas han encontrado eco en la historia, constreñidas como han quedado –nos dicen- al ámbito de un puñado de hechos cronológicamente acotados: las revoluciones rusas de principios del XX, los consejos obreros que despuntaron en momentos precisos en países como Italia, Alemania o Hungría, o, en fin, las colectivizaciones durante la guerra civil española. Zerzan nos recuerda que, muy al contrario, la práctica de lo que hoy llamamos autogestión, democracia directa y apoyo mutuo ha sido común, y profunda, en muchas comunidades humanas desde tiempo inmemorial. Ello ha sido así hasta el punto –agrego yo- de que, con un poco de provocación, no está de más concluir que lo que se antoja excepcional es la miseria presente articulada alrededor del capitalismo, de la sociedad patriarcal y del Estado. Acaso no está de más agregar, en este terreno, el renacimiento que en estas horas están experimentando lo que llamaré “anarquismos del Sur”, muchas veces insertos en perspectivas como las que han rescatado Sahlins, Clastres y el propio Zerzan.
Voy concluyendo. El lector podrá apreciar con facilidad que en varios trechos de este libro se despliega una crítica, perfectamente suscribible, de lo que supone la izquierda que no contesta la civilización industrial, la tecnologización y las sociedades complejas. Una izquierda que, por si lo anterior fuese poco, se muestra desesperantemente inconsciente de lo que supone un colapso que se intuye mucho más próximo de lo que algunos estiman. Frente a esa trágica inconsciencia, indeleblemente acompañada de una aceptación del grueso de la miseria existente, Zerzan aprecia un visible renacimiento de movimientos que no duda en describir como “anarquistas”. De movimientos empeñados, bien es cierto, en rechazar orgullosamente la expansión de los medios de producción y el desarrollo de la tecnología. En este orden de cosas, “el giro hacia una política luddita anticivilizatoria cobra cada vez más sentido”, afirma nuestro autor. En ese giro deben desempeñar papeles fundamentales –son el asiento del proyecto primitivista- la descentralización, la recuperación de una relación no dominadora con la naturaleza, la búsqueda de sociedades menos complejas y, claro, un rechazo frontal de lo que acarrean la tecnología y el capital. Una de las justificaciones políticas de todo esto es el hecho de que, aunque el giro en cuestión es a buen seguro muy difícil y oneroso, los costos derivados de un colapso inminente lo son, con toda evidencia, aún más.
Salta a la vista que las opiniones de Zerzan no pueden ser sino polémicas. Confesaré que yo mismo no estoy en condiciones de discutir con criterio –me faltan inequívocamente conocimientos- muchas de las tesis que maneja nuestro autor. Y agregaré que todo apunta a que será muy difícil desaprender la domesticación o, lo que es lo mismo, desprendernos de lo que el sistema ha colocado, eficientemente, dentro de nuestra cabeza. Pero menos seremos capaces de hacerlo si no sabemos a qué nos enfrentamos. John Zerzan nos ayuda, sin duda, en esta última tarea.
[Tomado de https://serhistorico.net/2016/09/04/prologo-a-el-crepusculo-de-las-maqinas-de-john-zerzan.]
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