jueves, 2 de agosto de 2018

Bajo el yugo de la sociedad del espectáculo



Rafa Rius



Toda realidad oculta otra, todo texto oculta su subtexto. No hay acontecimiento que no esconda su trasfondo secreto, no hay verdad que no se dibuje tapada por una falsedad, eso que ahora con cínico eufemismo para nada inocente, denominan posverdad. Pero también esa verdad en apariencia incuestionable que se oculta tras el palimpsesto de la posverdad no es sino un trampantojo que engaña nuestra mirada con su apariencia de realidad objetiva. Lo que creemos ver no es sino una imagen simulada de lo real, pintada en la pared previamente imprimada de nuestro presente. Vivimos tiempos líquidos en los que es difícil encontrar nada a lo que agarrarse de alguna manera que no sea sobradamente efímera y engañosa.



Todo aquello que nos llega, lo hace convenientemente sesgado y manipulado en función de los intereses de quien se esconde tras quien nos lo cuenta. Lo implícito en el subtexto es mucho más determinante que lo explícito en el texto y ni siquiera se molestan en disimular sus maniobras: saben que operan con total impunidad porque para eso sus ejércitos de esbirros bien pagados, expertos en manejar la psicología de masas, han preparado adecuadamente al personal. Compramos trampantojos de perspectivas equívocas convenientemente manipulados, a sabiendas de que lo que nos ofrecen sólo existe en nuestra imaginación. Cuando Magritte pinta minuciosamente una pipa y debajo coloca la leyenda “Esto no es una pipa” está denunciando la tergiversación que supone el confundir interesadamente la realidad con su representación icónica. Pero aun así, nos empeñamos en creer en lo que presentan ante nuestra mirada alucinada. En el fondo es una pura cuestión de fe.



En la sociedad del espectáculo todo es aparentemente, apariencia; no obstante sigue habiendo quien todavía distingue la ficción de la materialidad de las cosas y las personas. En China, paradigma de la sociedad capitalista actual, llevan ya instalados 170 millones de cámaras en centros oficiales, calles y jardines; y, según han declarado las autoridades competentes, pronto llegarán a los 400 millones de cámaras. Aquellos que exprimen nuestras vidas hasta el agotamiento saben que es necesario un control exhaustivo y objetivo para que no se filtre hasta nosotras ninguna tentación de disidencia. Lo que reflejan las cámaras espías no ofrece dudas acerca de nuestros actos, usos y costumbres. Las cámaras callejeras no superponen imágenes ni presentan falsas perspectivas, no se andan con sutilezas semánticas, se circunscriben a contar con todo detalle lo que está pasando frente a ellas. Se limitan a ofrecer las circunstancias y condiciones del escenario en el que se desarrolla nuestra existencia y lo hacen de manera incuestionable y no subjetiva –no en balde el visor de las cámaras se denomina “objetivo”. Si además le compramos a quienes nos las instalan la estupidez tramposa de que “es por nuestro bien y por nuestra seguridad y si no hacemos nada malo no tenemos de qué preocuparnos” el círculo de nuestra servidumbre voluntaria se cierra inexorablemente sobre nosotras.



Vivimos rodeadas de palimpsestos y trampantojos, ilusorios, inadvertidos y falaces y nosotras tan contentas. Definitivamente, el Gran Hermano de Orwell se ha quedado naif.



[Publicado originalmente en la revista Al Margen # 105, Valencia (Esp.), primavera 2018. Numero completo accesible en
http://rojoynegro.info/sites/default/files/revista105_revista72.qxd_.pdf.]




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