Freddy Crespo
"Si en la próxima visita, tu mamá no tiene sexo conmigo, te mato". Le dijo el verde con un susurro muy cerca de su oreja, remarcando cada palabra con un soplido frágil y frío que parecía acentuar el verbo de aquella amenaza. Por unos minutos permaneció rígido, asimilando las palabras que se repetían una y otra vez mientras veía a sus familiares, donde también iba su madre, caminando hacia la salida del pabellón. Un trago de saliva lo hizo reaccionar, pero aún en su mente se escuchaba el eco de la frase, del aliento del verde saboreando el poder que ostentaba sobre él y sobre todos. Cuando Pablo lo vio, le preguntó por qué estaba tan pálido, pero él no dijo nada. Más tarde en la noche, mientras fumaba algo de marihuana para poder conciliar un poco de sueño en las largas y tensas madrugadas de la prisión, fue que empezó a recapacitar y a buscar una salida. La siguiente visita era la próxima semana, en siete u ocho días. Y aunque los días en la cárcel eran lentos, sabía que como consecuencia de aquella amenaza, todo pasaría muy rápido, así que debía actuar pronto.
Pero, ¿actuar en aquel lugar, limitado de tiempo, espacio y recursos? Sabía que el verde no hablaba en vano y a lo largo del tiempo vio muchas veces como cumplía sus amenazas. Además, el verde era un aliado de Pablo en la venta y distribución de muchas cosas en el pabellón y, por lo que había oído, estaba apoyando su rebelión para controlar los otros pabellones. Se venía una masacre. Esa podía ser la excusa para que su madre no volviera por un tiempo, pero tenía que suceder antes de la próxima visita. Sin embargo, al abordar a Pablo sobre el tema, éste lo esquivó, negando todo. No quiso insistir más, pues podía generar sospechas y hasta podía quedar como un sapo de otro pabellón. Cada vez su ansiedad aumentaba, dejó de comer y de hablar con los demás. Su conducta se volvió sospechosa y si no fuera por el fuerte control que Pablo ejercía en el pabellón, fácilmente alguien hubiera podido someterlo.
Los dos primeros días luego de la visita fueron largos, secos y ausentes, en los que no encontró refugio en nada, en los que nada importaba más allá de sus pensamientos, los cuales le llevaban a fronteras inverosímiles y a salidas cada vez menos sensatas. Ya el tercer día, en el conteo de la mañana, el verde lo buscó entre los demás y le dijo al oído que quedaban cuatro días. Pero no fue todo, el verde le dijo que fuera allí o en la calle, él violaría a su madre. La ansiedad aumentó. No tanto por la amenaza o el ultraje hacia la figura de la madre, a la cual no se le insulta ni con palabras ni actos, sino por la impotencia que le daba no poder partirle la boca a aquel pitufo verde, por la soberbia que emanaba aquel hombre que aprovechaba una arista de un contexto para beneficiarse más allá de lo que formalmente debía. Ojalá el mundo fuera al revés, es decir, como debería ser. Ojalá la cárcel no fuera una forma de penar al hombre más allá de su delito, en el que pagaba más de lo que le debía a la sociedad, porque el precio de la justicia no puede ser tan alto; tampoco el precio de la libertad.
Si las cosas fueran diferentes, el verde estaría a su servicio y la prisión no sería una jaula donde se imprime la ley del fuerte, sino un lugar en el que se trabaja con base en la ley, donde es suficiente castigo la privación de libertad por el delito cometido, donde los hombres sean literalmente iguales ante la ley y no literalmente iguales ante la depravación, la humillación y la muerte. De nada vale preguntarse cómo serían las cosas si todo fuera diferente, porque en realidad, todo era diferente a como debería ser. Y el ser era lo que era todo aquello, no más que un mundo de limitaciones físicas y psíquicas, en donde la explotación de la necesidad de muchos se convierte en el matiz de la riqueza de otros.
Ese tercer día debía ir a la sinfónica. Nunca Mozart sonó tan desafinado como esa vez. Sus serenatas parecían cantos de cotorras en medio de la noche y la flauta en su boca, que antes era dulce y serena, sonó como un agrio aroma que se mezcla con el sudor de la piel penetrando hasta lo más profundo de su cuerpo. Todos parecían ajenos a lo que le pasaba. Pero todos sabían que algo le pasaba. Así es la vida de la cárcel: la dinámica entre la ignorancia presunta y el conocimiento profundo de las cosas. Cuando volvió al pabellón, notó que el verde estaba a cargo de una de las garitas de vigilancia. Lo vio fumando en la entrada de ésta. A lo lejos, le hizo señas con la mano, saludándolo con un afecto que en realidad era una forma de presión más incisiva que las mismas palabras.
Esa noche su madre lo llamó. Ella le hablaba de la forma indescriptible que una madre habla. Perdón, corrijo: de la forma indescriptible que la madre de un preso habla. Aquella forma que no tiene sentido ni medida, en la que las palabras son un mero formalismo para transmitir una empatía cónsona con el contexto y con su hijo. Esa forma que no tiene nombre, que va más allá del amor y que de manera inconmensurable reduce la existencia de Dios a un empirismo simple y sencillo que se conjuga en la bendición de la madre. Porque maldito el preso que moría sin la bendición de su madre. Él, del otro lado de la línea, le hablaba con voz seca, contestando a todo con frases cortas y frías. Su madre notó su distanciamiento y le preguntó si le sucedía algo. Él no respondió. ¿Cómo responder? Pues sabía que de contarle todo a su madre, ella era capaz de ceder a las intenciones del verde con tal y garantizarle la vida a su hijo. Sí, era capaz de eso y más, porque en realidad aquella mujer había perdido todo el encanto que se llama ser mujer y había adquirido un aura poderosa e inflexible: la de madre, la de un ser capaz de todo y el universo por su hijo, la de un ser que está más allá del entendimiento y de la razón. Porque así son las madres y, más aun, así son las madres de los presos.
Además, si le contaba y ella cedía, no había garantías que el verde lo iba a dejar en paz y lo que era peor, podía querer más y hacerse frecuente aquel tipo de cosas. Sabía que si cedía al verde, tendría que ceder a todos, incluyendo, ¿cómo quedaba ante los demás si su madre era la que solventaba un problema entre él y el verde? tenía que actuar. Cuando se despidió, le dijo a su madre que no volviera en un tiempo. Ella sorprendida y alterada protestó. Pero él cortó todo de un tajo: no pidas explicaciones, pero por favor, no vuelvas hasta que yo te avise. Su tono serio y severo alertó a su madre. Supo que algo iba a pasar. Y en lugar de tranquilizarse, empezó un nuevo calvario para aquella mujer, pues para una madre no hay peor muerte de un hijo que la incertidumbre de la vida de éste: el no saber nada.
El cuarto día posterior a la visita, cuando iba a la educativa, el verde le enseñó sus tres dedos de la mano. Las lecciones aquel día pasaron sin ser vistas. La geografía, la economía, la política e historia fueron susurros en sus oídos, mientras sentía el calor absorbiendo todo su cuerpo. En la tarde tuvo taller. A la mitad de la jornada se desmayó. Era algo inevitable, pues tenía más de tres días de comer vagamente, regalándole su ración a una que otra bruja que rondaba el pabellón. En la noche, luego que se hidrató con suero en la enfermería, volvió al pabellón. Durmió todo la noche. Gracias a la marihuana. Al otro día, su causa le comentó que la dosis se estaba acabando. Él busco el dinero en su caleta y le entregó lo que correspondía a su parte. Su causa le dijo que al mediodía iría a la garita a buscar el paquete que le tocaba a su letra. En esa garita estaba el verde. Él se ofreció a buscarla. Tenía que confrontar al verde. El mediodía llegó más rápido de lo esperado. Antes de ir a buscar el encargo, entró al taller privado de Pablo y le extrajo la guaya de freno a una bicicleta que había allí. Recorrió el camino, sabía todas las consecuencias negativas que todo aquello le podía traer, pero simplemente no pensó en ninguna: la decisión estaba tomada. Primero moriría antes que ceder y vender a su madre por su seguridad. Cuando llegó a la garita, el verde estaba en la entrada, de espalda a él, muy obnubilado por lo que había consumido. Se notaba que no esperaba a nadie. Sigilosamente se acercó sin que lo viera el verde que estaba en la parte superior de la garita. Cuando estuvo en paralelo a la espalda del verde, estiró la guaya, la pasó por el cuello de éste y empezó a ahorcarlo.
El verde empezó a gemir y a dar brazadas a todos lados, intentando liberarse de aquella presión. Él sacó fuerzas desde su interior, fuerzas tomadas más allá de sí mismo y apoyando la espalda del verde en su pecho se inclinó hacia atrás levantándolo por los aires para que la presión de la guaya fuera mayor y pudiera morir rápido. Un hilo de sangre empezó a salir del cuello del verde, mientras gemía con mayor fuerza intentando respirar a grandes bocanadas. Un tirón más fuerte lo hizo creer que el proceso estaba por concluir cuando un crujido a su espalda lo hizo detener. Atrás, Pablo le apuntaba con un revólver. Cuando soltó la guaya, el verde cayó moribundo al piso, tragándose el ambiente con la boca abierta e intentando consumir vida a cada bocanada. Pablo le preguntó por qué hacía aquello. Él no contestó. El verde se levantó del piso y quiso golpearlo, pero Pablo lo detuvo. Pidió explicaciones y él sabía que se las debía dar, así que lo hizo.
Pablo llamó a dos hombres más que lo acompañaban y les pidió que le llevaran al pabellón. Había pecado y tenía que purgar esa falta. Mientras caminaba, escuchó un disparo que retumbo en la malla metálica que contenía el ímpetu de su libertad. Entró al pabellón y levantó la cara para recibir su castigo. Pablo entró y lo miró directamente a sus ojos: la madre es importante, pero acá, manda Dios, y Dios soy Yo. Dos disparos más fueron la sentencia por su delito. Ahora su madre tendría certeza de lo que le pasó a su hijo. A partir de ese momento era libre, pues el hombre nació para morir, pero no para vivir sin libertad; y aunque su madre no le volvería a ver más, para ella en la próxima visita fue un alivio saber dónde y cómo estaba su hijo.
[Tomado del libro Tras las rejas de la libertad, pp. 86-91. El texto completo es accesible en http://observatoriodeviolencia.org.ve/ws/wp-content/uploads/2014/07/TRAS-LAS-REJAS-DE-LA-LIBERTAD.pdf.]
"Si en la próxima visita, tu mamá no tiene sexo conmigo, te mato". Le dijo el verde con un susurro muy cerca de su oreja, remarcando cada palabra con un soplido frágil y frío que parecía acentuar el verbo de aquella amenaza. Por unos minutos permaneció rígido, asimilando las palabras que se repetían una y otra vez mientras veía a sus familiares, donde también iba su madre, caminando hacia la salida del pabellón. Un trago de saliva lo hizo reaccionar, pero aún en su mente se escuchaba el eco de la frase, del aliento del verde saboreando el poder que ostentaba sobre él y sobre todos. Cuando Pablo lo vio, le preguntó por qué estaba tan pálido, pero él no dijo nada. Más tarde en la noche, mientras fumaba algo de marihuana para poder conciliar un poco de sueño en las largas y tensas madrugadas de la prisión, fue que empezó a recapacitar y a buscar una salida. La siguiente visita era la próxima semana, en siete u ocho días. Y aunque los días en la cárcel eran lentos, sabía que como consecuencia de aquella amenaza, todo pasaría muy rápido, así que debía actuar pronto.
Pero, ¿actuar en aquel lugar, limitado de tiempo, espacio y recursos? Sabía que el verde no hablaba en vano y a lo largo del tiempo vio muchas veces como cumplía sus amenazas. Además, el verde era un aliado de Pablo en la venta y distribución de muchas cosas en el pabellón y, por lo que había oído, estaba apoyando su rebelión para controlar los otros pabellones. Se venía una masacre. Esa podía ser la excusa para que su madre no volviera por un tiempo, pero tenía que suceder antes de la próxima visita. Sin embargo, al abordar a Pablo sobre el tema, éste lo esquivó, negando todo. No quiso insistir más, pues podía generar sospechas y hasta podía quedar como un sapo de otro pabellón. Cada vez su ansiedad aumentaba, dejó de comer y de hablar con los demás. Su conducta se volvió sospechosa y si no fuera por el fuerte control que Pablo ejercía en el pabellón, fácilmente alguien hubiera podido someterlo.
Los dos primeros días luego de la visita fueron largos, secos y ausentes, en los que no encontró refugio en nada, en los que nada importaba más allá de sus pensamientos, los cuales le llevaban a fronteras inverosímiles y a salidas cada vez menos sensatas. Ya el tercer día, en el conteo de la mañana, el verde lo buscó entre los demás y le dijo al oído que quedaban cuatro días. Pero no fue todo, el verde le dijo que fuera allí o en la calle, él violaría a su madre. La ansiedad aumentó. No tanto por la amenaza o el ultraje hacia la figura de la madre, a la cual no se le insulta ni con palabras ni actos, sino por la impotencia que le daba no poder partirle la boca a aquel pitufo verde, por la soberbia que emanaba aquel hombre que aprovechaba una arista de un contexto para beneficiarse más allá de lo que formalmente debía. Ojalá el mundo fuera al revés, es decir, como debería ser. Ojalá la cárcel no fuera una forma de penar al hombre más allá de su delito, en el que pagaba más de lo que le debía a la sociedad, porque el precio de la justicia no puede ser tan alto; tampoco el precio de la libertad.
Si las cosas fueran diferentes, el verde estaría a su servicio y la prisión no sería una jaula donde se imprime la ley del fuerte, sino un lugar en el que se trabaja con base en la ley, donde es suficiente castigo la privación de libertad por el delito cometido, donde los hombres sean literalmente iguales ante la ley y no literalmente iguales ante la depravación, la humillación y la muerte. De nada vale preguntarse cómo serían las cosas si todo fuera diferente, porque en realidad, todo era diferente a como debería ser. Y el ser era lo que era todo aquello, no más que un mundo de limitaciones físicas y psíquicas, en donde la explotación de la necesidad de muchos se convierte en el matiz de la riqueza de otros.
Ese tercer día debía ir a la sinfónica. Nunca Mozart sonó tan desafinado como esa vez. Sus serenatas parecían cantos de cotorras en medio de la noche y la flauta en su boca, que antes era dulce y serena, sonó como un agrio aroma que se mezcla con el sudor de la piel penetrando hasta lo más profundo de su cuerpo. Todos parecían ajenos a lo que le pasaba. Pero todos sabían que algo le pasaba. Así es la vida de la cárcel: la dinámica entre la ignorancia presunta y el conocimiento profundo de las cosas. Cuando volvió al pabellón, notó que el verde estaba a cargo de una de las garitas de vigilancia. Lo vio fumando en la entrada de ésta. A lo lejos, le hizo señas con la mano, saludándolo con un afecto que en realidad era una forma de presión más incisiva que las mismas palabras.
Esa noche su madre lo llamó. Ella le hablaba de la forma indescriptible que una madre habla. Perdón, corrijo: de la forma indescriptible que la madre de un preso habla. Aquella forma que no tiene sentido ni medida, en la que las palabras son un mero formalismo para transmitir una empatía cónsona con el contexto y con su hijo. Esa forma que no tiene nombre, que va más allá del amor y que de manera inconmensurable reduce la existencia de Dios a un empirismo simple y sencillo que se conjuga en la bendición de la madre. Porque maldito el preso que moría sin la bendición de su madre. Él, del otro lado de la línea, le hablaba con voz seca, contestando a todo con frases cortas y frías. Su madre notó su distanciamiento y le preguntó si le sucedía algo. Él no respondió. ¿Cómo responder? Pues sabía que de contarle todo a su madre, ella era capaz de ceder a las intenciones del verde con tal y garantizarle la vida a su hijo. Sí, era capaz de eso y más, porque en realidad aquella mujer había perdido todo el encanto que se llama ser mujer y había adquirido un aura poderosa e inflexible: la de madre, la de un ser capaz de todo y el universo por su hijo, la de un ser que está más allá del entendimiento y de la razón. Porque así son las madres y, más aun, así son las madres de los presos.
Además, si le contaba y ella cedía, no había garantías que el verde lo iba a dejar en paz y lo que era peor, podía querer más y hacerse frecuente aquel tipo de cosas. Sabía que si cedía al verde, tendría que ceder a todos, incluyendo, ¿cómo quedaba ante los demás si su madre era la que solventaba un problema entre él y el verde? tenía que actuar. Cuando se despidió, le dijo a su madre que no volviera en un tiempo. Ella sorprendida y alterada protestó. Pero él cortó todo de un tajo: no pidas explicaciones, pero por favor, no vuelvas hasta que yo te avise. Su tono serio y severo alertó a su madre. Supo que algo iba a pasar. Y en lugar de tranquilizarse, empezó un nuevo calvario para aquella mujer, pues para una madre no hay peor muerte de un hijo que la incertidumbre de la vida de éste: el no saber nada.
El cuarto día posterior a la visita, cuando iba a la educativa, el verde le enseñó sus tres dedos de la mano. Las lecciones aquel día pasaron sin ser vistas. La geografía, la economía, la política e historia fueron susurros en sus oídos, mientras sentía el calor absorbiendo todo su cuerpo. En la tarde tuvo taller. A la mitad de la jornada se desmayó. Era algo inevitable, pues tenía más de tres días de comer vagamente, regalándole su ración a una que otra bruja que rondaba el pabellón. En la noche, luego que se hidrató con suero en la enfermería, volvió al pabellón. Durmió todo la noche. Gracias a la marihuana. Al otro día, su causa le comentó que la dosis se estaba acabando. Él busco el dinero en su caleta y le entregó lo que correspondía a su parte. Su causa le dijo que al mediodía iría a la garita a buscar el paquete que le tocaba a su letra. En esa garita estaba el verde. Él se ofreció a buscarla. Tenía que confrontar al verde. El mediodía llegó más rápido de lo esperado. Antes de ir a buscar el encargo, entró al taller privado de Pablo y le extrajo la guaya de freno a una bicicleta que había allí. Recorrió el camino, sabía todas las consecuencias negativas que todo aquello le podía traer, pero simplemente no pensó en ninguna: la decisión estaba tomada. Primero moriría antes que ceder y vender a su madre por su seguridad. Cuando llegó a la garita, el verde estaba en la entrada, de espalda a él, muy obnubilado por lo que había consumido. Se notaba que no esperaba a nadie. Sigilosamente se acercó sin que lo viera el verde que estaba en la parte superior de la garita. Cuando estuvo en paralelo a la espalda del verde, estiró la guaya, la pasó por el cuello de éste y empezó a ahorcarlo.
El verde empezó a gemir y a dar brazadas a todos lados, intentando liberarse de aquella presión. Él sacó fuerzas desde su interior, fuerzas tomadas más allá de sí mismo y apoyando la espalda del verde en su pecho se inclinó hacia atrás levantándolo por los aires para que la presión de la guaya fuera mayor y pudiera morir rápido. Un hilo de sangre empezó a salir del cuello del verde, mientras gemía con mayor fuerza intentando respirar a grandes bocanadas. Un tirón más fuerte lo hizo creer que el proceso estaba por concluir cuando un crujido a su espalda lo hizo detener. Atrás, Pablo le apuntaba con un revólver. Cuando soltó la guaya, el verde cayó moribundo al piso, tragándose el ambiente con la boca abierta e intentando consumir vida a cada bocanada. Pablo le preguntó por qué hacía aquello. Él no contestó. El verde se levantó del piso y quiso golpearlo, pero Pablo lo detuvo. Pidió explicaciones y él sabía que se las debía dar, así que lo hizo.
Pablo llamó a dos hombres más que lo acompañaban y les pidió que le llevaran al pabellón. Había pecado y tenía que purgar esa falta. Mientras caminaba, escuchó un disparo que retumbo en la malla metálica que contenía el ímpetu de su libertad. Entró al pabellón y levantó la cara para recibir su castigo. Pablo entró y lo miró directamente a sus ojos: la madre es importante, pero acá, manda Dios, y Dios soy Yo. Dos disparos más fueron la sentencia por su delito. Ahora su madre tendría certeza de lo que le pasó a su hijo. A partir de ese momento era libre, pues el hombre nació para morir, pero no para vivir sin libertad; y aunque su madre no le volvería a ver más, para ella en la próxima visita fue un alivio saber dónde y cómo estaba su hijo.
[Tomado del libro Tras las rejas de la libertad, pp. 86-91. El texto completo es accesible en http://observatoriodeviolencia.org.ve/ws/wp-content/uploads/2014/07/TRAS-LAS-REJAS-DE-LA-LIBERTAD.pdf.]
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