miércoles, 2 de abril de 2014

Debate: La Crisis de la Democracia: el agotamiento de un modelo de Estado

Wladimir Pérez Parra
Coordinador del Doctorado en Estudios Políticos
Universidad de los Andes
Mérida

Para entender el sentido real de la democracia hay que enmárcala dentro de la concepción del Estado. Esta conceptualización la hemos basado en el aporte de Loughlin y Peter (1997). Según estos politólogos las tradiciones estatales no son más que un conjunto de instituciones y prácticas culturales, que ofrecen un contiguo de perspectivas acerca de la conducta de los actores institucionales. Lo que queremos decir con esto es que hay varias dimensiones en torno al desarrollo de la democracia, de las cuales unas van de la mano del Estado y otras de la Ciudadanía. En el caso de los países europeos, el Estado  antecedió a la democracia y por medio de la burocracia  se avanzó hacia la democratización, mientras que en los Estados Unidos primero surgió la democracia  y luego la burocracia, de ahí la primigenia ciudadanía frente al poder estatal. Es por ello que existen países donde la presencia y la intervención del Estado son más notorias mientras que en  otros son menos axiomáticos. 

Nuestros países se caracterizan por tener instituciones públicas isomorfistas coercitivas debido a que las mismas son de origen europeo. Es por ello que el Estado es el centro de todos los arbitrajes  lo que lo convierte en una organización donde se condensan las diferentes relaciones de fuerza. De tal manera, que el Estado domina el ámbito social y político en nuestra sociedades conjugándonos como sociedades estatizadas. Ahora bien, esa organización que todo lo controla ha entrado en crisis, evidenciándose la misma a finales de los años setenta y principios de los ochenta, produciéndose un replanteamiento político y económico brotado del nuevo contexto internacional, con lo cual, las transformaciones vuelven a poner el acento en las instituciones administrativas, tanto en los países industrializados como en los nuestros. Las críticas hacia el Estado interventor fueron demoledoras, se dirigieron fundamentalmente hacia el sistema democrático y su burocracia. La crisis del Estado se evidencia notablemente con el déficit fiscal, y cuando arreció la crítica liberal - revelando el enorme aumento del poder del Gobierno y del Estado - se llegó a pensar que dicha crisis terminaría por acabar con el Estado benefactor. Para los pensadores neoliberales, la crisis del Estado es crónica y su única salida es el repliegue del Estado social para dar paso al Estado liberal. Éste sería el encargado de reducir el déficit fiscal, controlaría la inflación, acabaría con el desempleo y, sobre todo, reduciría el excesivo crecimiento de la burocracia. Se reestructuró el tejido institucional para organizar mejor los mecanismos de asignación de recursos fiscales, gestionar y reducir el empleo público y establecer unas relaciones con el mercado desde los ámbitos institucionales, que era lo prioritario de esas propuestas. Los cambios que se avizoraron en los años ochenta tuvieron sus aciertos en lo económico, pero en lo social, dichas reformas se quedaron cortas. Esto trajo consigo que una década después surgiera la necesidad de impulsar nuevamente una serie de reformas, pero de índole administrativa y social, que involucrarían a todo el sector público. Se justificó la necesidad de atender las carencias de la población más vulnerable para paliar las consecuencias sociales que podrían acarrear la implementación de  políticas de ajustes macroeconómicos.


La crisis de la democracia en nuestros países viene dada por el modelo de Estado, que aún  prevalece, el cual se distingue por su deficiente estándar normativo de administración patrimonialista. Patrón que  debe ser sustituido por un conjunto de reformas adaptadas a los nuevos tiempos, y que debe saber interpretar la ola de cambios de democratización e inclusión social que existen en estos momentos en los países  latinoamericanos. Autores como Prats y Catalá sostiene que hay que adoptar una posición de diálogo crítico que considere con mayor urgencia en la reforma administrativa, la creación de verdaderas burocracias capaces de asumir eficazmente las funciones exclusiva del Estado en un marco de seguridad jurídica. En tal sentido, llegó la hora del paso de democracias con legitimidad de origen a democracias con legitimidad de desempeño.

 En lo que respecta a Venezuela, a partir de 1958 se logró establecer un sistema democrático representativo, su aparato administrativo sufrió una implosión en su crecimiento. La finalidad era lograr una política de consenso entre los diferentes actores políticos, y dar estabilidad a la naciente democracia por medio de la expansión del gasto público y a expensas de la riqueza derivada de la renta petrolera, allende los contenidos sustanciales de las políticas concretas, toda vez que el objetivo estratégico era establecer la democracia formal. Fue un sistema político muy sui géneris, enmarcado dentro de un modelo rentista petrolero que daba lugar a un modelo administrativo también sui generis: una administración pública interesada en lograr que el ciudadano tuviese acceso a ella pero sin participar. Fue un modelo de Estado diseñado con base en cierto tipo de desarrollo impulsado por la renta petrolera, de tal suerte que este factor produjo un enlace descontrolado que dio lugar a desviaciones administrativas ostensibles en la duplicación de funciones, así como a la descomunal diversificación de los organismos públicos e instancias de decisiones sin ninguna razón ni pertinencia para las respuestas administrativas a la sociedad civil. Esto dificultó la fijación y ejecución de políticas acertadas y coherentes en materia administrativa e impidió el control y el rendimiento de la administración pública, dejando entre dicho la calidad de la democracia venezolana.

La indolencia se apodera del sistema democrático el cual  era manejado a partir de mecanismos ya distorsionados de raíz: los grupos económicos, en lugar de producir empleo y competir con sus iguales en el mercado, se dedicaban mediante el ejercicio de los poderes paraconstitucionales, a presionar las rentas del Estado, y éste, a su vez, en lugar de satisfacer las demandas ciudadana (o, cuando menos, intentarlo), dedicaba sus energías a lograr un consenso formal desde las cúpulas representativas de los distintos grupos con mayor capacidad de presión al Estado. En la década de los años ochenta, comienzan a anticiparse los análisis de lo que podría suceder a Venezuela si no reorientaba el modelo de proyecto nacional fraguado en 1958 con el llamado Pacto de Punto Fijo.

Al no hacerse las reformas ni los cambios requeridos, dicho modelo forjado desde una óptica de la democracia de partidos, sucumbe y da paso a un régimen que propugna la democracia participativa. Venezuela desde 1999 está frente a la ausencia de cimentación de un modelo alternativo productivo anverso al rentista no productivo que colapsa a partir de 1983 con el famoso viernes negro.  El país después de un proceso constituyente con un gobierno y un partido ejerciendo el poder de forma hegemónica por quince años, y con el control absoluto de todos los poderes públicos, no ha logrado hasta ahora concordar un gran debate nacional donde se discuta en torno al necesario y urgente diseño de un nuevo modelo de Estado productivo que sustituya al rentista. Lo que hay es una exacerbada  polarización política que opaca un enriquecedor debate que requiere la realidad política venezolana. Hace falta voluntad política para erradicar de una vez por todas las conductas desviadas de la clase política, que evidencian formas grotescas en el uso y usufructo del erario público nacional, el cual está saturado con un falso discurso cargado de mesianismo, personalismo, paternalismo y populismo de inclusión social, donde la mala gestión, la retórica y la corrupción  evidencian el deterioro de las instituciones democrática venezolanas.

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